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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Danzantes de la Espiral Negra (11 page)

BOOK: Danzantes de la Espiral Negra
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Si recorrer la Espiral de Plata era así, Arkady no podía imaginar cómo sería hacerlo en la propia Espiral Negra. Era algo inimaginable.

Se revolvió al sentir el contacto de una mano en el brazo, preparado para hacer trizas a cualquier morador de aquel lugar maldito con el que pudiera encontrarse. Pero era Sara.

—Me habías prometido —lo acusó— que no me abandonarías.

—Los he abandonado a todos —respondió Arkady—. Sólo que no me había dado cuenta. Mi familia, mi clan, mi tribu… toda la nación Garou. Ya no soy nada para ellos. Como si nunca hubiera existido.

—No vas —dijo ella con voz imperiosa— a dejarme atrás tan fácilmente. Permití que todos ellos marcharan a la oscuridad solos, que recorrieran la Espiral Negra y desafiaran a las fuerzas de la misma Malfeas. No pienso volver a hacerlo.

—No soy uno de tus hijos, Samladah. Yo soy de la tribu de Halcón.

Ella se encogió de hombros.

—Yo he visto al halcón volando en círculos sobre mi cabeza. Su camino es un giro, la misma espiral que recorren mis hijos. Igual de alta, igual de baja. No pretendas darme lecciones sobre mis propios hijos.

—Lo siento. No pretendía…

—Eran muy orgullosos, mis hijos. Tan orgullosos… Y yo me sentía muy orgullosa de ellos. Orgullo de madre. Orgullo de leona. Ahora iré y veré con mis propios ojos los lugares por los que han caminado. Hasta encontrar en qué punto de su camino cayeron. ¿Vas a negarme esto?

—No.

—Entonces caminemos. Mira tus pies. El pelaje ya se ha ennegrecido como si fuera brea. Como el de los perros chamuscados. Si nos quedamos aquí mucho tiempo, no te quedarán ni muñones para poder caminar.

Él le devolvió la mirada sin miedo y contempló durante largo rato aquellos ojos ciegos, mientras se preguntaba cómo podría verle los pies y el daño que habían sufrido. Eran unas heridas que ni siquiera sus propios y sobrehumanos poderes de recuperación podrían curar, porque le habían sido infligidas por el contacto de la plata.

Mientras se volvía y reemprendía la marcha, se preguntó si los ojos de Sara llegarían a curarse alguna vez. Ahora sabía que era un ser del espíritu más que de la carne. Pero ¿le crecerían de nuevo? ¿O acaso las heridas infligidas por las manos de sus propios hijos eran como el contacto de la plata, heridas que nunca se curaban?

Hizo lo que ella le había pedido, seguir adelante, a pesar de que cada paso era una cuchillada de dolor, por la tenue y temblorosa cuerda floja de plata que abría un camino ensortijado entre los giros y bucles de la Espiral Negra.

Octavo círculo
la danza de la paradoja

Arkady y Sara recorrían una senda quebrada de nueve giros, discontinua en el espacio y el tiempo. Destellos de lugares y tiempos lejanos salían de vez en cuando a su encuentro. Pero el auténtico camino, la senda que conducía hasta el mismo centro del Laberinto de la Espiral Negra, los eludía. En algún lugar de aquella maraña estaba la llave que abría el camino, pero ¿dónde? Avanzaban por escenas desconcertantes y cambiantes, como arqueólogos tratando de arrancarle una reliquia a las arenas del desierto.

Aquí estaba Arkady, de niño, en el círculo exterior de la asamblea. Estaba escuchando las palabras de Peter Dos-Aullidos, el narrador del clan. Palabras que Arkady creía haber olvidado tiempo atrás.

—Así como está arriba, también lo está debajo. —Peter Dos-Aullidos alzó el hocico al viento de la noche. Arkady podía sentir cómo se extendía el miedo entre los guerreros allí reunidos como el fuego por los prados secos de las estepas. Su agudo y acre regusto se te pegaba en el fondo de la garganta, era como una astilla de hueso que no podías tragar ni sacarte de la boca. Un bocado de cenizas.

No darían media vuelta y huirían, estos altaneros guerreros de Gaia. Eran demasiado orgullosos para eso. Eran los mismos dientes y garras de la Casa de la Luna Creciente, la más antigua e ilustre de las casas nobles de los Colmillos Plateados. Su casa. No sucumbían con facilidad al miedo o la inquietud. Y cuando se abatían sobre ellos, no lo sufrían con elegancia. Arkady podía sentir cómo se iba larvando la violencia. Un credo de guerreros:
en la sangre está la catarsis y la redención
.

Consciente de que su silueta se recortaba contra la pared de roca iluminada por la luz de la luna, Peter se puso en pie. Todo su cuerpo era una flecha apuntada hacia la luna, una línea recta y afilada desde la punta de la cola hasta el hocico levantado. Un dedo que apuntaba desafiante al firmamento.

El narrador abrió su garganta hacia el cielo y dejó que el viento de la noche aullara por él, lo utilizara. Dando voz a la atrocidad que había presenciado y que ya no podía contener.

—Yo canto a la caída de Ojo del Invierno, Señor de la Casa de la Luna Creciente. Amigo y pariente era para mí, pero cayó en una tierra distante. Lejos de los suyos, lejos de su hogar. Siguió a los Danzantes hasta su guarida y allí cayó, en la oscuridad a la que ni siquiera la luz de su estrella se atrevió a seguirlo. He sentido su marcha y vosotros también. Haced que corra la voz entre las demás tribus. Yo canto a la caída de Ojo del Invierno.

El gran aullido recibió el respaldo de una docena de gargantas por todo el círculo.

Arkady sabía que ya era demasiado tarde. Lo que estaba buscando ya no se encontraba allí. Pero Ojo del Invierno había desaparecido y su preciosa reliquia y su nombre se habían perdido con él. Habían pasado al otro lado, más allá de su alcance.

Arkady maldijo y su madre le dio un pescozón en la nuca.

Sabía que si no podía confiar en sus propios sentidos para hallar su camino por la Espiral de Plata, tendría que confiar en Sara para que lo hiciera por él y la malherida niña no estaba en condiciones de guiar a nadie a ninguna parte. Tendría que encontrar un modo de ayudarla antes de que ella pudiera ayudarlo a él.

El patrón volvió a cambiar y Arkady fue arrancado de nuevo de la continuidad y arrojado a un lugar extraño y un tiempo desconocido.

Estaba en un espacio cerrado, puede que un almacén. Entraba calor por las paredes de aluminio oxidado y el aire era opresivo. Un sol del desierto entraba por la puerta abierta de la zona de carga.

Había una chica frente a él, una guardiana del saber Uktena. Y se estaba riendo de él. Tenía entre las manos una peculiar esfera hecha de huesos entrelazados.

Había llegado a tiempo.

—¿Entonces me rechazas? —le preguntó Arkady con voz imperiosa.

—La última vez que pregunté, eso era lo que significaba «no» ¿O quieres oírlo en las cien voces?

—Muy bien. Estoy profundamente decepcionado.

La hoja de Arkady navegó por el aire y se clavó en el hombro de la Uktena. La esfera salió despedida. Antes de que Amy Cien-Voces hubiera caído al suelo, el artefacto estaba en manos de Arkady.

—No, no puedes —musitó ella con un hilo de voz.

Arkady levantó la reliquia en su mano y esbozó una sonrisa triunfante. Seguramente aquél era un orbe que Sara podría utilizar para guiarlos. Una esfera afinada con la música que acompaña al Wyrm mientras se retuerce en su madriguera. Una hilo de Ariadna para éste, el más terrible de los laberintos.

Pero vio que el tesoro se le escurría entre los dedos. La esfera se estiró hacia adelante en el tiempo, y cada posición ocupada por ella en los siguientes minutos le fue revelada, y supo que también este presente estaba perdido para él.

El patrón cambió una tercera vez. Arkady no reconoció la estancia en la que se encontraba pero sí que reconoció a las tres figuras que la ocupaban.

Era una habitación bastante agradable para ser el dormitorio de una moribunda. Los postigos estaban abiertos y entraba la luz del sol por el rectángulo abierto de la ventana. La luz tenía un tenue pero inconfundible tono verdoso, como si se reflejara en un dosel arbolado. Los cantos de los pájaros que los acompañaban desde el exterior contribuían a reforzar esta impresión.

No se encontraban en el Protectorado de la Tierra del Norte, de eso estaba seguro. Había pasado muchos años allí, viviendo, trabajando y luchando en el dominio de Jacob Morningkill. No había un solo centímetro de aquel territorio que no conociera.

Pero tampoco estaban demasiado lejos. En alguna parte del nordeste de América, pensaba. Nueva Inglaterra, posiblemente. Salió a la vista de todos y se acercó a la cama, más por lo mucho que echaba de menos la luz del sol teñida de verde que por preocupación por la mujer que descansaba en ella.

Fue una nueva traición. La luz del sol resultó tan áspera como la lana cruda sobre su piel cubierta de ampollas. No había un solo centímetro de su cuerpo que no estuviera en carne viva por culpa de la exposición a la Espiral de Plata. Envidiaba a la mujer que yacía inconsciente en la cama: el lujo de un lugar agradable para morir, de las sábanas blancas, de los amigos a su alrededor.

Mari Cabrah se debatía de un lado a otro, perdida en una lucha interna. Vio que no la habían maniatado. Era una tontería, un sentimentalismo absurdo. Mientras él seguía observando, sus violentas convulsiones estuvieron a punto de tirarla de la cama. No debía de ser la primera vez.

Eran demasiado blandos con ella, siempre lo habían sido. Si ella hubiera estado despierta, no se lo habría agradecido. De haber sido la situación la contraria, de haber sido uno de sus dos compañeros de manada el que estaba tendido en la cama, ella nunca hubiera sido tan débil.

Mari era su fuerza, siempre lo había sido. A pesar de la petulancia de Albrecht y los sermones de Evan, Mari era su centro, tanto físico como espiritual. Se notaba con sólo mirarlos ahora, con sólo ver cómo se les había escapado la lucha de las manos. Cómo aguardaban junto a su cama como viejas, apartando los ojos y hablando entre susurros.

Tenían miedo de abandonarla, miedo de tocarla. Sabían que no podían ayudarla, que no podían hacer otra cosa que presenciar su muerte. Y lo odiaban, odiaban cada segundo que pasaba. Y no podían dejar que terminara.

Y lo que más temían era que si no montaban guardia a todas horas, todo terminara. Y entonces se quedaran solos.

Les está bien merecido
, pensó Arkady.
A los dos
. Le hubiera gustado ver cómo se las componía Albrecht estando sólo. Estando solo de
verdad
. No estaba hecho para esto, a diferencia de Arkady. Cedería bajo presión. Evan y Mari eran más que sus compañeros de manada, eran sus piernas, eran lo único que lo mantenía erguido. Aquella
cosa
que se estaba llevando a Mari estaba devorando una de las piernas de Albrecht. Arkady le hubiera cortado gustoso la otra.

El muchacho, Evan, fue el primero en verlo. Lo miró como si hubiera visto un fantasma. Al escuchar el aliento entrecortado del chico, Albrecht se volvió. Maldijo.

En dos rápidos pasos había cubierto la distancia que los separaba, al tiempo que desenvainaba el klaive y un arco mortal de plata cortaba el espacio estrecho que separa a Arkady de la cama dejando tras de sí un halo resplandeciente.

—Aléjate de ella, bastardo. No sé como has entrado aquí…

Arkady sonrió a su antiguo rival. No fue una sonrisa agradable.

—Yo también me alegro de verte,
primo
—dijo, escupiendo la última palabra como si fuera una invectiva.

—Ahórrame esa basura educada. Si intentas aunque sea poner una mano sobre ella te cortaré en dos esa puta sonrisilla de chacal.

Evan llegó en ese momento a su lado y le puso una mano en el brazo del arma para contenerlo.

—Aquí no —dijo—. Ahora no.

Los músculos se tensaron a lo largo de todo el brazo de Albrecht mientras reprimía la transformación en Crinos. Sus ojos no se apartaron de Arkady un solo instante.

Arkady lo ignoró. Le dio la espalda y se acercó a la ventana. En aquel lugar había algo extraño en la luz, era demasiado intensa. Hacía que le dolieran los ojos.

—No estoy aquí por la chica, Albrecht. Si me hubiera gustado, la habría tenido hace tiempo. —Ignoró el grave gruñido de advertencia—. Tenemos cosas más importantes que discutir.

—Sal de aquí de una puta vez.

La voz de Albrecht era un susurro áspero pero tenía su furia controlada.

—Blando —dijo Arkady—. Te has vuelto blando, Albrecht. La Letanía no puede ser más clara a este respecto. ¿Recuerdas lo que dice? No toleres a los perezosos ni a los heridos en tiempos de guerra…

—¡No me des lecciones sobre la Letanía! No tienes derecho, joder. Eres un Ronin, un desterrado. Yo me encargué de ello. Aunque si hubiera pensado que ibas a tener los huevos de asomar tu careto de nuevo por aquí, te habría hecho trizas allí mismo. Le hubiera ahorrado a todo el mundo un montón de problemas.

—Absurdo —le interrumpió Arkady—. Entonces no eras blando, aún no. Confío en que no lo seas tanto como para no poder ver las cosas con claridad.

—Vete al infierno.

—Un paso delante de ti. Como siempre. Eso es precisamente de lo que quería hablarte. El Infierno. Malfeas. La Espiral Negra. Creo que a estas alturas ya debo de haber terminado el tercer giro, pero no puedo…

—¿Qué? ¿Qué significa eso de que debes de haber recorrido el tercer giro…? No, olvídalo. No quiero saberlo. No es más que tu basura de costumbre. Quiero que te largues de aquí ahora mismo.

Se sacudió a Evan de encima y dio un amenazante paso al frente.

—Estupendo. —Arkady se encogió de hombros—. Si me voy de aquí, será tu sentencia de muerte. O más bien la de ella. Me alegro de haberte visto, niño —dijo a Evan mientras se disponía a marcharse.

—Serás hijo de puta… —maldijo Albrecht y saltó sobre él con el otro brazo extendido para obligarlo a darse la vuelta pero al tocarlo lo apartó con una imprecación. Tenía la mano cubierta de mechones de cabello blanco y largas tiras de piel seca, pegajosa y blanquecina.

—Caray, ¿ya has estado jugando con el kit de terapia radiactiva?

Trató sin mucho éxito, de limpiarse la mano sobre la pernera del pantalón.

Arkady se detuvo.

—No sabía que ahora trabajases como niñera a jornada completa. El muchacho debe de estar influyendo en ti.

—Tú eres el que está influyendo en mí. —El rostro de Arkady se retorció en una mueca de asco. Albrecht dejó de frotarse las manos contra la pernera—. No sé si darte una patada en el culo o librarte de tu miseria de una vez. ¿Qué demonios te ha pasado?

—Estoy recorriendo la Espiral de Plata.

—¿De veras? Has elegido un lugar curioso para hacerlo. Supongo que eso significa que también nosotros estamos recorriendo la espiral de plata, ¿no?

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