Diecinueve minutos (31 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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Ervin lanzó una ojeada hacia el jefe de policía y hacia el director.

—Es aún el escenario de una investigación en curso —dijo el policía.

—Esperamos poder acabar el trimestre en una ubicación diferente —añadió el director—. Estamos en conversaciones con el municipio de Lebanon, para ver si tienen alguna escuela desocupada que podamos utilizar.

Se oyó la voz de otra mujer:

—Pero tarde o temprano tendrán que regresar. Mi hija sólo tiene diez años, y la mera idea de tener que entrar alguna vez en ese edificio la aterroriza. Tiene pesadillas y se despierta a media noche gritando. Cree que hay alguien con un arma al acecho, esperándola.

—Alégrese de que aún pueda tener pesadillas —replicó un hombre junto a Jordan. Se había puesto de pie, con los brazos cruzados y los ojos enrojecidos—. Acuda a su lado por la noche cuando grite, y abrácela; dígale que no le pasará nada. Miéntale, como hice yo.

Un murmullo se extendió por la multitud como un ovillo que entre todos desenmarañaran. «Es Mark Ignatio. El padre de una de las víctimas».

Eso bastó para que una falla se abriera en Sterling, una sima tan profunda y siniestra que tendrían que pasar años para poder tender un puente sobre ella. Se había instaurado ya una diferencia en el seno de aquella comunidad: entre quienes habían perdido a algún hijo y quienes aún tenían de quién preocuparse.

—Algunos de ustedes conocían a mi hija Courtney —prosiguió el hombre—. Es posible que hiciera de niñera para alguno de sus hijos. O les sirviera una hamburguesa en el Steak Shack en verano. A lo mejor la conocían de vista, porque era una chica preciosa, preciosa. —Se volvió hacia el frente de la sala—. ¿Quiere decirme cómo se supone que puedo inventarme yo un nuevo tipo de normalidad, doctor? No pretenderá sugerirme que algún día todo será más fácil. Que seré capaz de superar esto. Que olvidaré que mi hija yace en una tumba, mientras hay por ahí un psicópata vivito y coleando. —El hombre se volvió inesperadamente hacia Jordan—. ¿Cómo es capaz de vivir consigo mismo? —le acusó—. ¿Cómo demonios puede dormir por las noches, sabiendo que está defendiendo a ese hijo de puta?

Todas las miradas de la sala se clavaron en Jordan. A su lado, percibió cómo Selena hundía la cara del bebé contra su pecho, como si quisiera protegerlo. Jordan abrió la boca para hablar, pero no llegó a hacerlo.

El sonido de los pasos de unas botas acercándose por el pasillo distrajo su atención. Patrick Ducharme avanzaba directamente hacia Mark Ignatio.

—No soy capaz de imaginar el dolor que siente, Mark —le dijo Patrick, con los ojos fijos en los del afligido padre—. Y sé que tiene todo el derecho del mundo a estar aquí, y a mostrarse como quiera. Pero así es como funcionan las leyes en nuestro país: una persona es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. El señor McAfee sólo hace su trabajo. —Posó la mano sobre el hombro de Mark y bajó el tono de voz—. ¿Por qué no vamos usted y yo a tomar una taza de café?

Mientras Patrick se llevaba a Mark Ignatio hacia la salida, Jordan recordó lo que había querido decir.

—Yo también vivo aquí —comenzó.

Mark se volvió en redondo.

—No por mucho tiempo.

Alex no era el diminutivo de Alexandra, como todo el mundo pensaba. Sencillamente, su padre le había puesto el nombre del hijo que habría preferido tener.

La había criado él, después de que su esposa muriese de cáncer de mama cuando Alex tenía cinco años. No era la clase de padre que enseña a su hija a montar en bicicleta, o a brincar por encima de las rocas; él le había explicado la procedencia latina de palabras como «halcón», «águila» o «puercoespín», o la Declaración de Derechos Humanos. Alex se esforzaba por destacar en los estudios para atraer su atención: ganando certámenes de ortografía y pruebas de geografía; encadenando sobresalientes; siendo aceptada en todas las facultades a las que pedía acceso.

Ella quería ser como su padre, el tipo de hombre al que, cuando caminaba por la calle, los tenderos saludaban con un reverencial asentimiento de cabeza: «Buenas tardes, jueza Cormier». Quería percibir el cambio en el tono de voz de una recepcionista cuando oía que era la jueza Cormier la que estaba al aparato.

Si su padre no la había tenido nunca en el regazo, si nunca le había dado un beso de buenas noches, si nunca le había dicho que la quería… en fin, todo eso formaba parte de su personaje, nada más. De su padre, Alex aprendió que todas las cosas podían destilarse en hechos. La comodidad, la paternidad, el amor… todo eso podía reducirse por cocción a su forma más sencilla, y explicarse más que experimentarse. Y la ley… bueno, la ley era el sostén del sistema de creencias de su padre. Cualquier sentimiento que uno tuviera, en el contexto de la sala de un tribunal encontraba una explicación. Se podía ser emotivo, pero dentro de unos límites. Lo que se le demostraba a un cliente no era necesariamente lo que se sentía, o al menos se podía fingir así, de modo que nadie pudiera acercarse lo bastante como para hacernos daño.

El padre de Alex había sufrido un derrame cerebral cuando ella estaba en segundo de derecho. Alex se había sentado en el borde de la cama del hospital y le había dicho que lo quería.

—Oh, Alex —suspiró él—. No nos preocupemos por esas cosas.

Ella no lloró en su funeral, porque sabía que así le habría gustado a él.

¿Habría deseado su padre, tal como ella lo deseaba ahora, que la base de su relación hubiera sido diferente? El hecho de convertir en una relación de profesor y alumna lo que en un principio debía ser una relación de padre e hija ¿había sido una forma de renunciar a sus esperanzas personales? ¿Durante cuánto tiempo puedes seguir un camino paralelo al de tu hija antes de perder toda opción a interactuar con ella?

Había leído incontables páginas de Internet dedicadas al dolor y la tristeza y a sus etapas; había estudiado las secuelas de otros casos similares de tiroteos en centros escolares. Se sentía capacitada para realizar ese tipo de investigación, pero cuando se trataba de conectar con Josie, su hija la miraba como si no la reconociera. En otras ocasiones, Josie se echaba a llorar. Alex no sabía cómo enfrentarse a ninguna de las dos reacciones. Se sentía incompetente, entonces se recordaba a sí misma que la cuestión no era ella, sino Josie, y ello le producía un mayor sentimiento de fracaso.

A Alex no se le escapaba la gran ironía que había en todo aquello: se parecía a su padre mucho más de lo que jamás hubiera sospechado. Se sentía muy cómoda en su sala del tribunal, y en cambio parecía no reconocerse dentro de los límites de su propio hogar. Sabía muy bien qué decirle a un imputado que se presentara ante ella por tercera vez por conducir bajo los efectos del alcohol, pero era incapaz de sostener una conversación de cinco minutos con su hija.

Diez días después de la tragedia del Instituto Sterling, Alex entró en la habitación de Josie. Era media tarde, y las cortinas estaban corridas. Su hija se había refugiado en el nido hecho con el edredón de su cama. Aunque su primer instinto fue subir las persianas y dejar que entrara la luz del sol, Alex optó por tumbarse en la cama, abrazando el bulto bajo el que se ocultaba Josie.

—Cuando eras pequeña —le dijo Alex—, a veces me metía en esta cama a dormir contigo.

Se produjo un movimiento, y las sábanas se apartaron del rostro de Josie. Tenía los ojos enrojecidos, la cara hinchada.

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—Nunca me han entusiasmado los truenos y las tormentas.

—¿Y cómo es que yo nunca me desperté? No recuerdo haberte encontrado nunca aquí metida.

—Siempre me volvía a mi cama antes de que tú te despertaras. Se suponía que la fuerte era yo… No quería que supieras que había algo que me asustaba.

—Supermamá —susurró Josie.

—Pero hay cosas que me asustan, como perderte —dijo Alex—. Me asusta pensar que ya te he perdido.

Josie la miró unos segundos.

—Yo también tengo miedo de perderme.

Alex se incorporó y le colocó a Josie el pelo por detrás de la oreja.

—Vamos, salgamos de aquí —propuso.

Josie se quedó inmóvil.

—No quiero salir.

—Cielo, es por tu bien. Es como una terapia física, pero para el cerebro. Hay que ponerse en marcha, seguir la rutina diaria, aunque sea por inercia. Al final volverás a hacerlo todo de una forma natural.

—Tú no lo entiendes…

—Jo, si no lo intentas —le dijo—, es como concederle la victoria a él.

Josie levantó la cabeza con brusquedad. Alex no necesitaba explicarle a quién se refería con él.

—¿Llegaste a imaginarlo? —preguntó Alex sin pensar.

—Imaginar… ¿el qué?

—Que pudiera hacer algo así.

—Mamá, no tengo ganas de…

—No puedo dejar de pensar en él cuando era un niño pequeño —prosiguió Alex.

Josie sacudió la cabeza a un lado y a otro.

—De eso hace mucho tiempo —murmuró—. La gente cambia.

—Ya lo sé. Pero a veces aún lo veo colocándote aquel rifle en las manos…

—Éramos pequeños —la interrumpió Josie con los ojos llenos de lágrimas—. Pequeños y tontos. —Apartó las sábanas con repentina premura—. ¿No querías que fuéramos a algún sitio?

Alex se quedó mirándola. Un abogado habría seguido hurgando en aquel punto débil. Una madre, sin embargo, no debía.

Al cabo de unos minutos, Josie estaba sentada en el asiento del pasajero del coche, junto a Alex. Se abrochó el cinturón de seguridad, se lo soltó y volvió a ajustárselo. Alex observó cómo daba un tirón del cinturón para comprobar que se bloqueaba.

Iban comentando obviedades durante el trayecto. Que si los primeros narcisos asomaban sus valientes yemas por entre la nieve de la mediana de la avenida. Que si los regatistas del equipo universitario de Sterling estaban entrenando en el río Connecticut, las proas de sus barcas abriéndose paso a través del hielo residual. Que si el indicador de temperatura del coche señalaba que estaban a más de diez grados. Alex dio un rodeo intencionado por la carretera que no pasaba junto al instituto. Josie sólo giró la cabeza una vez para mirar por la ventanilla, y fue cuando pasaron a la altura de la comisaría de policía.

Alex dejó el coche en un estacionamiento, enfrente del bar-restaurante. La calle estaba repleta de personas que aprovechaban la hora de la comida para ir a comprar y de transeúntes atareados, cargados con cajas destinadas a la oficina de correos, o hablando por el teléfono móvil mientras miraban los escaparates de las tiendas. Para alguien no avisado, era un día más en Sterling.

—Bueno —dijo Alex, volviéndose hacia Josie—. ¿Cómo lo llevas? Josie bajó los ojos, mirándose las manos en el regazo.

—Bien.

—No es tan terrible como creías…

—De momento no.

—Mi hija la optimista. —Alex le sonrió—. ¿Nos partimos un sándwich de tocino, lechuga y tomate y una ensalada?

—Si ni siquiera has mirado el menú —dijo Josie, y ambas se apearon del coche.

De súbito, un desvencijado Dodge Dart se saltó un semáforo de la avenida y aceleró con un petardeo estruendoso.

—Imbécil —masculló Alex—. Debería haberle tomado la matrícula… —Se calló de pronto al ver que Josie había desaparecido—. ¡Josie!

Alex no tardó en ver a su hija tumbada boca abajo en la acera, temblando y con la cara blanca.

Alex se arrodilló junto a ella.

—Sólo era un coche. Nada más. —Ayudó a Josie a ponerse de rodillas. Alrededor de ambas, la gente las miraba fingiendo no verlas.

Alex cubrió a Josie, protegiéndola de las miradas. Había fallado una vez más. Para ser alguien conocida por su buen juicio, parecía como si de repente lo hubiera perdido. Recordó algo que había leído en Internet… Que a veces, cuando uno luchaba contra la tristeza, por cada paso que avanzaba, retrocedía tres. Se preguntó por qué Internet no decía nada de que, cuando una persona a la que amas sufre algún daño, a ti también te duele hasta el tuétano.

—Está bien —dijo Alex, con el brazo rodeando los hombros de Josie—. Te llevaré a casa.

Patrick vivía, comía y dormía con aquel caso. En la comisaría actuaba con serenidad y no soltaba las riendas, pues a fin de cuentas era la persona de referencia para todos los demás investigadores; pero a solas en su casa, se cuestionaba a sí mismo todos y cada uno de los movimientos que hacía. Tenía colgadas en la puerta del refrigerador las fotos de las víctimas; en el espejo del baño había confeccionado una lista horaria, con un rotulador borrable, de las actividades de Peter. Se despertaba en plena noche y se sentaba haciéndose una lista de preguntas: ¿Qué estaría haciendo Peter en su casa antes de salir para el colegio? ¿Qué más habría en su computadora? ¿Dónde había aprendido a disparar? ¿Cómo había conseguido las armas? ¿De dónde procedía tanta rabia?

Durante el día, sin embargo, el problema era la gran cantidad de información a procesar, y la aún mayor cantidad de datos que había que filtrar. En aquellos momentos, tenía a Joan McCabe sentada delante de él. La mujer se había desahogado llorando con la ayuda de la última caja de Kleenex que quedaba en toda la comisaría, y ahora había hecho una bola de pañuelos de papel en el puño.

—Lo siento —le decía a Patrick—. Yo creía que sería más fácil cuanto más hablara de ello.

—Me temo que no es tan sencillo —dijo él con amabilidad—. De verdad que le agradezco que se haya tomado la molestia de venir a hablar de su hermano.

Ed McCabe era el único profesor que había resultado muerto en el tiroteo. Su clase estaba al final de la escalera, en el camino de paso hacia el gimnasio. Había tenido la mala suerte de salir del aula para intentar detener al agresor. Según datos del instituto, Peter había tenido a McCabe como profesor de matemáticas en décimo curso. Había sacado notables con él. Nadie recordaba que no se hubiera entendido con McCabe aquel año; la mayoría del resto de los alumnos ni siquiera recordaba la presencia de Peter en clase.

—La verdad es que yo no puedo decirle más —concluyó Joan—. Puede que Philip recuerde algo.

—¿Su esposo?

Joan alzó los ojos hacia él.

—No. Era la pareja de Ed.

Patrick se recostó en su asiento.

—¿La… pareja?

—Ed era gay —explicó Joan.

Aquello podía significar algo. O no, como todo lo demás. Por lo que ahora sabía Patrick, Ed McCabe, que hacía media hora no era más que una infortunada víctima, podría haber sido la causa que había desencadenado la matanza de Peter.

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