—¿Lo ha comprobado usted?
Alex dudó unos instantes.
—Bueno, no.
—Ahí lo tiene. —Se volvió hacia ella y, por primera vez, Alex se fijó en que tenía un mechón blanco en el pelo, justo en el pico de viuda—. ¿Qué mira?
Alex apartó de inmediato la mirada.
—No pasa nada —dijo Patrick, riendo—. Es cosa del albinismo.
—¿Albinismo?
—Sí. Ya sabe, piel muy pálida, pelo blanco. Es recesivo, por eso yo sólo tengo un mechón. Como un zorrino, por un gen no soy como un conejito blanco. —La miró, poniéndose serio—. ¿Cómo está Josie?
Alex estuvo a punto de levantar un telón de acero entre ambos diciéndole que no quería hablar de nada que pudiera comprometer su posición en el caso. Pero Patrick Ducharme acababa de hacer justo lo que Alex tanto deseaba, tratarla como a una persona, y no sólo como a un personaje público.
—Hoy ha vuelto al colegio —le confió Alex.
—Ya lo sé. La he visto.
—Ah, ¿sí… ? ¿Ha estado allí?
Patrick se encogió de hombros.
—Sí. Por si acaso.
—¿Ha pasado algo?
—No —dijo él—. Era… como siempre.
Aquellas palabras quedaron como suspendidas en el aire. Nada volvería a ser ya como siempre, y ambos lo sabían. Podía remendarse lo que se había roto, pero cuando era uno el que lo había arreglado, siempre sabría de memoria dónde estaba el remiendo.
—Eh —dijo Patrick, tocándola en el hombro—, ¿está usted bien?
Ella se dio cuenta, horrorizada, de que estaba llorando. Enjugándose los ojos, se desprendió de aquel contacto.
—No me pasa nada —respondió, desafiando a Patrick a contradecirla.
Él abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la cerró de golpe.
—La dejo con sus vicios, entonces —dijo, y se volvió adentro.
Hasta que Alex volvió a sus dependencias no se dio cuenta de que el detective había dicho «vicio» en plural. En efecto, no sólo la había sorprendido fumando, sino también mintiendo.
Había nuevas reglas. Todas las puertas, a excepción de la entrada principal, se cerrarían con llave después del inicio de la jornada escolar; aunque siempre cabía la posibilidad de que el asesino estuviera ya dentro, un alumno de la propia escuela con armas. No se permitía la entrada a las aulas con mochilas; aunque alguien siempre podía introducir una pistola oculta en el abrigo, o en un bolso, o incluso dentro de una carpeta de anillas. Todos, alumnos y miembros del personal, llevarían colgadas del cuello tarjetas identificativas. Esto debía servir para hacer que todo el mundo se responsabilizara, pero Josie no pudo dejar de preguntarse si para lo único que serviría sería para que, la próxima vez, fuera más fácil decir a quién habían matado.
El director habló a todos por el altavoz a la hora de la entrada en las aulas y les dio la bienvenida de nuevo al Instituto Sterling, aunque aquél no fuera el Instituto Sterling. Propuso un minuto de silencio.
Mientras los demás chicos agachaban la cabeza, Josie miró a su alrededor. No era la única que no estaba rezando. Algunos se pasaban apuntes. Un par de ellos escuchaban sus iPods. Había un chico que copiaba algo de la libreta de un compañero.
Josie se preguntaba si también ellos tenían miedo de recordar a los muertos, porque eso les hacía sentirse más culpables.
Josie se movió y se dio un golpe en la rodilla contra el pupitre. Las sillas y los pupitres que habían devuelto a su improvisada escuela eran para niños pequeños, no para refugiados del instituto. En consecuencia, en ellos no cabía nadie. Algunos chicos ni siquiera cabían, y tenían que escribir con la carpeta apoyada en las piernas.
«Soy Alicia en el País de las Maravillas —pensó Josie—. Miren cómo caigo».
Jordan esperó a que su cliente se sentara enfrente de él en la sala de entrevistas de la prisión.
—Háblame de tu hermano, Peter —le dijo.
Escrutó el rostro de Peter, en el que vislumbró una expresión de contrariedad al ver que Jordan desenterraba algo que esperaba que permaneciera oculto.
—¿Qué quiere saber de mi hermano? —replicó Peter.
—¿Se llevaban bien?
—Yo no lo maté, si es eso lo que me pregunta.
—No, no es eso lo que pregunto. —Jordan se encogió de hombros—. Es sólo que me sorprende que no lo hubieras mencionado.
Peter le miró con fijeza.
—¿Cuándo quería que lo mencionara? ¿Cuando me mandó que tuviera la boca cerrada, en el tribunal? ¿O después, cuando vino aquí y me dijo que iba a hablar usted y que yo sólo debía escuchar?
—¿Cómo era?
—Mire, Joey está muerto, cosa que usted ya sabe, evidentemente. Así que no veo en qué puede ayudarme hablar de él ahora.
—¿Qué le sucedió? —insistió Jordan.
Peter frotó el pulgar contra el borde de metal de la mesa.
—Un conductor borracho se llevó por delante su linda y perfecta persona.
—Debe de costar de digerir —dijo Jordan con tiento.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, si ya debe de ser difícil convivir con el hermano perfecto… una vez muerto quedaría convertido en un santo.
Jordan desempeñaba el papel de abogado del diablo para ver si Peter mordía el anzuelo, y desde luego la expresión del chico se transformó.
—No se puede digerir —dijo con fiereza—, no tiene ni idea.
Jordan daba golpecitos con el lápiz en su maletín. ¿De dónde nacía la rabia de Peter, de los celos o de la soledad? ¿La masacre que había cometido había sido en última instancia una forma de llamar la atención para que se fijaran en él y no en Joey? ¿Cómo podía montar una defensa basándose en que Peter había actuado movido por la desesperación, y no por el afán de superar en notoriedad a su hermano?
—¿Le echas de menos? —preguntó Jordan.
Peter dibujó una sonrisa satisfecha.
—Mi hermano —dijo—, mi hermano el capitán del equipo de béisbol, mi hermano, que quedó primero en una competencia de francés a nivel del Estado, mi hermano, que era amigo del director del instituto… Mi hermano, mi fabuloso hermano, me hacía bajar del coche a medio kilómetro de la verja del instituto para que no lo vieran llegar conmigo.
—¿Y eso por qué?
—No resulta muy beneficioso ir conmigo, ¿o no se había dado cuenta todavía?
A Jordan le vino una imagen fugaz de las ruedas de su coche, reventadas hasta la llanta metálica.
—¿Joey no te defendía si algún abusador se metía contigo?
—¿Bromea? Joey era el que empezaba.
—¿Qué hacía?
Peter se encaminó hacia la ventana de la pequeña habitación. Por el cuello le ascendió una hilera de puntos de luz, como si los recuerdos le afloraran a la carne.
—Les decía a los demás que yo era adoptado. Que mi madre era una puta adicta al crack y que eso era lo que me había jodido el cerebro. A veces decía esas cosas delante de mí, y cuando me hartaba y arremetía contra él, se reía y me daba una patada en el culo volviéndose hacia sus amigos, como si aquello fuera la prueba que demostrara todo lo que había dicho antes. ¿Le parece que lo echo de menos? —repitió Peter, encarándose con Jordan—. Me alegro de que esté muerto.
Jordan no se sorprendía fácilmente, pero en cambio Peter Houghton lo había conseguido ya varias veces. Peter tenía el aspecto que tendría cualquier persona después de cocer las más crudas emociones y filtrarlas extrayéndoles los restos de cualquier contrato social. Si te duele, lloras. Si te enfureces, golpeas.
Si albergas esperanza, te preparas para una desilusión.
—Peter —murmuró Jordan—, ¿deseabas matarlos?
Jordan se maldijo de inmediato. Acababa de hacerle la única pregunta que un abogado defensor no debía formular jamás, colocando a Peter en la tesitura de tener que reconocer que había actuado con premeditación. Pero en lugar de contestar, Peter respondió con otra pregunta cuya respuesta era igualmente perturbadora.
—Bueno —dijo—, ¿qué hubiera hecho usted?
Jordan le metió otro poco de papilla a Sam en la boca y luego chupó él la cucharilla.
—No es para ti —dijo Selena.
—Está bueno. No como esa porquería de arvejas que sueles darle.
—Perdóname por ser una buena madre.
Selena agarró una manopla húmeda y le limpió a Sam la boca; acto seguido fue a hacer lo propio con Jordan, quien hizo un gesto de rechazo.
—Estoy en un lío —dijo—. No puedo presentar a Peter como a una persona digna de compasión por haber perdido a su hermano, porque odiaba a Joey. Ni siquiera cuento con una defensa legal válida para él, a menos que alegue demencia, y eso será imposible de demostrar, con la montaña de pruebas que puede obtener la acusación de que hubo premeditación.
Selena se volvió hacia él.
—Tú ya sabes cuál es el problema, ¿no?
—¿Cuál?
—Que tú crees que es culpable.
—Pero bueno, por el amor de Dios, también lo son el noventa y nueve por ciento de mis clientes, y eso nunca ha sido un obstáculo para obtener la absolución. —Jordan frunció el cejo—. Eso es una estupidez.
—Es una estupidez pero es verdad. Te asusta una persona como él.
—Es sólo un chico…
—… que te tiene alucinado, aunque sólo sea un poco. Porque no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y dejar que el mundo siguiera cubriéndolo de mierda; y eso no era lo que el mundo esperaba.
Jordan la miró.
—Matar a diez estudiantes no es ninguna heroicidad, Selena.
—Lo es para los millones de chicos como él que desearían haber tenido las agallas de hacer lo mismo —replicó ella sin inmutarse.
—Fantástico. Podrías ser la presidenta del club de fans de Peter Houghton.
—No justifico lo que hizo, Jordan, pero sí veo de dónde viene ese chico. A lo mejor tú naciste con la flor en el culo. Vamos, en serio, lo que quiero decir es que tú has pertenecido siempre a la élite. En el colegio, en los tribunales, donde sea. La gente te conoce, te respeta. Tienes todas las puertas abiertas. Quizá eso hace que no te des cuenta de que hay otras personas que las han tenido todas cerradas.
Jordan se cruzó de brazos.
—¿Me vas a salir otra vez con ese orgullo tuyo africano o lo que sea? Porque si quieres que te lo diga…
—Tú nunca has ido por la calle y has visto que alguien se cambiaba de vereda sólo porque eres negro. Tú nunca has visto que alguien te miraba con desprecio porque llevas un bebé en brazos y se te ha olvidado ponerte el anillo de casada. Te entran ganas de hacer algo, lo que sea, gritarles, decirles que son unos cretinos, pero no puedes. Vivir en la marginación es el sentimiento más desalentador que existe, Jordan. Te acostumbras de tal forma a que el mundo sea de una determinada manera, que te parece que no hay escapatoria.
Jordan sonrió con satisfacción.
—Eso último lo has tomado de mi discurso final en el caso de Katie Riccobono.
—¿La mujer maltratada? —Selena se encogió de hombros—. Bueno, pues aunque así fuera, viene al caso.
De improviso, Jordan parpadeó. Se levantó, agarró por los brazos a su mujer y la besó.
—Eres un genio.
—No te lo discutiré, pero dime por qué.
—El síndrome de la mujer maltratada. Es una figura válida de defensa legal. Las mujeres maltratadas no reaccionan ante un mundo que las aplasta, hasta que al final se sienten tan amenazadas, que contraatacan, y llegan a creer de verdad que actúan en defensa propia, aunque sus maridos estén profundamente dormidos cuando los matan. Eso encaja con Peter Houghton. Le va que ni pintado.
—Lejos de mi intención quitártelo de la cabeza, Jordan —dijo Selena—, pero Peter no es una mujer, ni está casado.
—Eso es lo de menos. Se trata de un desorden por estrés postraumático. Cuando una de esas mujeres no puede más y le pega cuatro tiros a su marido o le corta el pene a rebanadas, no piensa en las consecuencias… sino sólo en detener la agresión que sufre. Eso es lo que Peter dice una y otra vez, que lo único que quería era que parara. Y en este caso es aún mejor, porque no tengo que enfrentarme a la refutación habitual del fiscal basada en que una mujer adulta es lo bastante mayor como para saber lo que hace cuando toma un cuchillo o un arma de fuego. Peter es un muchacho. Por definición, no sabe lo que hace.
Los monstruos no surgían de la nada. Una ama de casa no se convertía en una asesina si alguien no lo propiciaba. Su doctor Frankenstein particular era un marido dictatorial. Y, en el caso de Peter, el Instituto Sterling al completo. Los intimidadores hurgaban, pinchaban, herían y zaherían, comportamientos todos ellos tendentes a amilanar y a coartar al otro. Estaba en las manos de sus torturadores que Peter aprendiera a contraatacar.
Sam comenzó a alborotar en su silla. Selena lo levantó de ella y lo alzó en brazos.
—Nadie lo ha hecho antes —dijo—. No existe el síndrome del alumno apabullado.
Jordan tomó la papilla de Sam y rebañó los restos con el dedo.
—Ahora ya existe —concluyó, saboreando el último dulzor.
Patrick estaba sentado delante de la computadora de su despacho, a oscuras, moviendo el cursor por el juego creado por Peter Houghton.
Se trataba de elegir un personaje de entre tres chicos: el campeón de los certámenes de ortografía, el genio de las matemáticas y el loco por las computadoras. Uno de ellos era pequeño y delgaducho, y tenía acné. Otro llevaba anteojos. El otro era sumamente obeso.
El personaje elegido de entrada no llevaba arma alguna. Había que pasar por varios espacios de la escuela e ingeniárselas para conseguir alguna. Así, en la sala de profesores había vodka, con la que podían hacerse cócteles Molotov. En la sala de calderas había un bazuca. En el laboratorio de ciencias naturales había ácido corrosivo. En el aula de inglés, libros muy pesados. En la clase de matemáticas había compases que servían de puñales y reglas de metal que cortaban como un machete. En la sala de informática cables, para estrangular. En el taller de marquetería, sierras eléctricas. En el aula de labores domésticas había licuadoras y agujas de tejer. En la clase de bellas artes había un horno. Podían combinarse diversos materiales para crear armas de asalto múltiples: balas incendiarias a partir del bazuca y del vodka; puñales con ácido mezclando los productos químicos y los compases; trampas con lazo montadas con los alambres de la sala de informática y con los libros pesados.
Patrick llevó el cursor a través de pasillos y escaleras, desde los vestuarios hasta la conserjería. Mientras giraba por esquinas virtuales, lo asaltó la impresión de haber reseguido ya antes aquel mapa. Era la planta baja del Instituto Sterling.