Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro (7 page)

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Puesto que el átomo no es más que la forma natural de la autoconciencia abstracta, individual, así la naturaleza sensible sólo es la autoconciencia empírica objetivada e individual, y ésta lo sensible
.

Los sentidos son, pues, los únicos criterios en la naturaleza concreta, de igual modo que la razón abstracta lo es en el mundo de los átomos
.

V. Los meteoros

Las opiniones astronómicas de Demócrito pueden ser sagaces para el punto de vista de su tiempo. A ellas no se les ha agregado interés filosófico. Ni superan el ámbito de la reflexión empírica ni se hallan tampoco en relación íntima determinada con la doctrina de los átomos.

En cambio, la teoría de Epicuro sobre los cuerpos celestes y los procesos con ellos vinculados, o sobre los meteoros (expresión dentro de la cual encierra ésto) se opone no sólo a la opinión de Demócrito sino también a la de la filosofía griega. La veneración de los cuerpos celestes es un culto que todos los filósofos helenos celebran. El sistema de los cuerpos celestes es la primera existencia ingenua de la razón concreta, determinada naturalmente. La misma posición tiene la autoconciencia griega en el dominio del espíritu. Es el sistema solar espiritual. En los cuerpos celestes los filósofos griegos adoraban, pues, su propio espíritu.

El mismo Anaxágoras, el primero que explicó físicamente el cielo y que lo condujo así a la tierra, aunque en un sentido distinto que Sócrates, respondió un día que se le preguntó para qué había nacido: «Para estudiar el sol, la luna y los astros»
[160]
.

Jenófanes, por su parte, contemplaba el cielo, y decía: «Lo uno es la divinidad»
[161]
. En cuanto a los pitagóricos y Platón, así como a Aristóteles, son conocidas sus relaciones religiosas con los cuerpos celestes.

Por cierto, Epicuro se opone a la concepción de todo el pueblo griego.

A veces parece, expresa Aristóteles, que el concepto depone en favor del fenómeno y los fenómenos en favor del concepto. Así todos los hombres tienen una representación de los dioses y atribuyen a lo divino el lugar supremo; tanto los bárbaros como los helenos, es decir, todos aquellos que creen en la existencia de los dioses vinculan evidentemente lo inmortal a lo mortal, porque lo contrario es imposible. Si algo divino existe, como realmente existe por lo demás, también es exacta nuestra afirmación sobre la sustancia de los cuerpos celestes. Mas ello corresponde asimismo a la percepción sensible, para hablar según la convicción humana. En efecto, en todo el tiempo pasado, según el recuerdo mutuamente trasmitido, nada parece haber cambiado ni en todo el cielo ni en una cualquiera de sus partes. También el nombre parece sernos trasmitido por los antiguos hasta el mundo de hoy, puesto que ellos admitían aun las mismas cosas que nosotros aceptamos. Pues no una ni dos sino infinitas veces se nos han presentado las mismas opiniones. Porque, en efecto, el primer cuerpo es algo diferente y exterior a la tierra, al fuego, al aire y al agua, ellos asignaron al lugar más elevado el nombre de éter de
thein aei
, que corre siempre dándole como sobrenombre el tiempo eterno
[162]
. Mas los antiguos atribuyeron el cielo y el lugar supremo a los dioses porque sólo aquél es inmortal. Sin embargo, la doctrina actual demuestra que él es indestructible, increado y despojado de toda vicisitud mortal. De esta manera nuestros conceptos corresponden a la vez a la predicción sobre Dios
[163]
. Que existe
un
cielo es evidente. De los antiguos y antepasados se ha trasmitido la creencia, conservada en forma de mito para la posteridad, según la cual los cuerpos celestes son dioses y que lo divino abraza la naturaleza entera. El resto fue añadido míticamente por la fe de la mayoría, como útil para las leyes y la vida. Luego, los hombres hacen a los dioses semejantes a sí mismos y a otros seres vivientes, e imaginan así ficciones y conexiones análogas. Si alguien separa de ello el resto y conserva sólo lo primero, ésto es, la creencia según la cual las sustancias primeras son dioses, debe aceptarlo por divinamente dicho, y que después, como sucedió, toda arte posible y toda filosofía fue inventada y de nuevo extraviada, estas opiniones a igual que las reliquias, llegaron hasta la época actual
[164]
.

Aparte de todo esto, dice por el contrario Epicuro, es necesario pensar que la mayor perturbación del alma humana proviene de que los hombres consideran a los cuerpos celestes como bienaventurados e indestructibles, que tienen deseos y realizan actos que les son contradictorios y conciben recelos contra los mitos
[165]
. En lo que concierne a los fenómenos celestes se debe creer que en ellos el movimiento y la posición, los eclipses, la salida, el ocaso y otros hechos análogos, no surgen por gobernar, ordenar o haber intervenido algún ser que al mismo tiempo posea toda beatitud junto a la indestructibilidad. Pues las acciones no concuerdan con la beatitud sino que ellas presentan la mayor afinidad con la debilidad, el temor y la necesidad. Aun debe pensarse que ciertos cuerpos ígneos, que poseen beatitud, se someten espontáneamente a estos movimientos. Pero si no se está de acuerdo sobre este punto, esta misma contradicción produce la mayor ansiedad de las almas
[166]
.

Si en verdad Aristóteles ha reprochado a los antiguos porque creían que el cielo para sostén necesitaba de Atlas
[167]
, el que «sobre sus espaldas, con terrible peso, apoya y mantiene los pilares del firmamento y la tierra» (Esquilo,
Prometheus vinctus
). Epicuro, por su parte, critica a quienes piensan que el hombre tiene necesidad del cielo; y a Atlas mismo, sobre quien aquél descansa, lo descubre en la necedad y la superstición humana. Los Titanes representan también la ignorancia y la simpleza.

Toda la
carta
de Epicuro a Pitocles trata de la teoría de los cuerpos celestes, con excepción de la última parte. Esta cierra la epístola con sentencias éticas. Y es apropiado agregar máximas morales a la doctrina de los meteoros. Esta teoría es para Epicuro un caso de conciencia. Nuestro estudio se apoyará principalmente entonces sobre el escrito a Pitocies; lo completaremos con la
carta a Heródoto
, a la que el mismo Epicuro se refiere en su misiva dirigida a aquél
[168]
.

Primeramente
no debe creerse que con el conocimiento de los fenómenos celestes, ya se los tome en conjunto o en particular, se alcance otra finalidad que la
ataraxia
y la firme confianza, como sucede con el resto de las ciencias de la naturaleza
[169]
. Nuestra vida no está necesitada de ideología y vanas hipótesis sino de que vivamos sin turbación. Así como es tarea de la ciencia natural investigar las causas de las cosas más importantes, también la beatitud se basa en el conocimiento de los meteoros. En sí y por sí la teoría del ocaso, y la salida, de la posición y del eclipse no contiene fundamento particular alguno de beatitud salvo que el terror se apodera de quienes los ven sin comprender su naturaleza y sus principales causas
[170]
. Sólo se niega hasta aquí la
primacía
que la doctrina de los fenómenos celestes debería tener ante las otras ciencias y se las coloca en el mismo nivel que éstas.

Pero la teoría de los fenómenos celestes
difiere aun específicamente
tanto del método de la ética como de los otros problemas físicos; por ejemplo, aquí existen elementos indivisibles y otras cosas similares, en donde una sola explicación corresponde a los fenómenos. Ello no sucede, en efecto, con los meteoros
[171]
. Estos no tienen ninguna causa simple en cuanto a su origen, y poseen más de una categoría de esencia que corresponde a los fenómenos. Luego, no se puede estudiar ciencia natural según axiomas y leyes vacíos
[172]
. Se repite sin cesar que los fenómenos celestes se deben explicar no
aplós
(simple, absolutamente) sino
pollaxós
(de muchos modos). Y ello vale para la salida y puesta del sol y de la luna
[173]
, del crecimiento y decrecimiento de ésta
[174]
, de la aparición del resplandor en la faz lunar
[175]
, de los cambios del día y de la noche
[176]
, y de los restantes fenómenos celestes.

¿Cómo debe explicarse ahora esto?

Cualquier explicación es suficiente. Sólo debe descartarse el mito. Sin embargo, éste será eliminado si siguiendo los fenómeno se deduce de ellos lo invisible
[177]
. Es indispensable atenerse a los fenómenos, a la percepción sensible. Por consiguiente hay que recurrir a la analogía. Así, por medio de las explicaciones se puede disipar el terror y liberarse de él, al dar las causas de los fenómenos celestes y del resto, es decir, de cuanto se produce constantemente y provoca el angustioso pavor de los demás hombres
[178]
.

La abundancia de razones, la multiplicidad de posibilidades no sólo deben calmar la conciencia y alejar los motivos de angustia, sino a la vez negar, en los cuerpos celestes, la unidad y su ley constante y absoluta. Tales cuerpos pueden comportarse ora de una manera ora de otra; esta posibilidad sin ley constituiría el carácter de su realidad; todo en ellos sería inconstante e inestable
[179]
.
La multiplicidad de las explicaciones debe, al mismo tiempo, anular la unidad del objeto
.

Así, pues, mientras Aristóteles, de acuerdo con los otros filósofos griegos, considera los cuerpos celestes como eternos e inmortales, porque se comportan siempre de la misma manera; en tanto les atribuye un elemento propio, superior, no sometido a la fuerza del peso, Epicuro afirma, en directa contradicción con aquél, que todo sucede a la inversa. Según él, la teoría de los meteoros es específicamente distinta de toda otra doctrina física porque en ellos todo acontece de modo múltiple e irregular, todo debe explicarse por causas diversas y de un número determinado. Más todavia, él rechaza con vehemencia e indignado la opinión contraria: los que se atienen a un solo modo de explicación y excluyen todos los demás, los que admiten en los fenómenos celestes lo único, esto es, lo eterno, y lo divino, caen en la vana manía de explicarlo todo y en los artificios serviles de los astrólogos; franquean los límites de la ciencia natural y se arrojan en brazos del mito; buscan consumar lo imposible y se afanan tras el absurdo; no saben tampoco cómo ponen en peligro a la misma
ataraxia
. Debe despreciarse su estéril charla
[180]
. Es necesario alejarse del prejuicio según el cual la indagación sobre esos objetos no es ni bastante profunda ni demasiado sutil en cuanto sóllo apunta a nuestra
ataraxia
y felicidad
[181]
. En cambio, es norma absoluta que nada puede atribuirse a una naturaleza indestructible y eterna que turbe la
ataraxia
y provoque algún peligro. La conciencia debe comprender que ésta es la ley absoluta
[182]
.

Epicuro concluye, por tanto,
puesto que la eternidad de los cuerpos celestes turbaría la
ataraxia
de la autoconciencia, que es una consecuencia necesaria y rigurosa que ellos no sean eternos
.

Mas, ¿cómo debe entenderse esta opinión particular de Epicuro?

Todos los autores que han escrito sobre la filosofía epicúrea han presentado esta doctrina como incoherente con el resto de la física, con la teoría de los átomos. La polémica contra el estoicismo, la superstición y la astrología serían razones suficientes.

Y hemos visto que el mismo Epicuro distingue el
método
que se emplea, en la teoría de los fenómenos celestes del de las otras partes de la física. Pero, ¿en qué determinación de su principio yace la necesidad de esta distinción? ¿Cómo llega a esta idea?

Y él polemiza no sólo contra la astrología sino también contra la astronomía, la ley eterna y la racionalidad del sistema celeste. En fin, el antagonismo con los estoicos no explica nada. La superstición de éstos y todas sus opiniones se hallaban ya refutadas cuando los cuerpos celestes fueron presentados como combinaciones casuales de átomos y sus procesos como movimientos fortuitos de estos mismos átomos. Su naturaleza eterna resultaba así aniquilada, consecuencia que Demócrito
[183]
se contentó con extraer de aquella premisa. Aun su misma existencia quedaba así suprimida
[184]
. Para los atomistas no se necesitaba, pues, un nuevo método.

Pero no es esta toda la dificultad. Surge una antinomia más enigmática.

El átomo es la materia en la forma de la autonomía, de la individualidad, por así decir, la gravedad representada. Mas la suprema realidad de la gravedad son los cuerpos celestes. En ellos se resuelven todas las antinomias entre la forma y la materia, entre el concepto y la existencia, las que constituyen el desarrollo del átomo y en las que se realizan todas las determinaciones requeridas. Los cuerpos celestes son eternos e inmutables; poseen su centro de gravedad en sí mismos, no fuera de ellos; su único acto es el movimiento, y separados por el espacio vacío se desvían de la línea recta, forman un sistema de repulsión y de atracción en el que conservan íntegra su autonomía y producen, finalmente, por sí mismos, el tiempo, como forma de su aparición.
Los cuerpos celestes son, entonces, los átomos que han llegado a ser reales
. En ellos la materia ha recibido en sí misma la individualidad. Aquí es donde Epicuro debió ver la forma suprema de la existencia de su principio, el ápice y punto culminante de su sistema. Pretendió aceptar los átomos para que la naturaleza tuviese fundamentos eternos. Supuso que lo que le importaba era la individualidad sustancial de la materia. Mas cuando descubre la realidad de la naturaleza —pues no conoce otra naturaleza que la mecánica— la materia autónoma, indestructible en los cuerpos celestes, cuya eternidad e inmutabilidad son demostradas por la fe del vulgo, el juicio de la filosofía y el testimonio de los sentidos, entonces su único empeño es atraerla hasta la caducidad terrestre, y aun se vuelve colérico contra los adoradores de la naturaleza autónoma que posee en sí el punto de la individualidad. Esta es su mayor contradicción.

Epicuro advierte, en efecto, que sus categorías precedentes se derrumban aquí, que el método de su teoría se modifica.
Y la enseñanza más profunda
de su sistema, su consecuencia más rigurosa es que él experimenta ésto y lo expresa conscientemente.

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