—En el cuarto de baño, junto al termómetro de la fiebre. Le puse el termómetro a Ellen cuando llegamos a casa, y ahí estaba. Creo que ha sido Kalle el que lo puso ahí, es bastante lógico. Pero, por supuesto, él lo niega en redondo.
Annika tiró de Thomas y le besó apasionadamente en la boca.
—Yo también te quiero —le dijo.
Felicidad
En lo profundo del bosque, pasado el granero y las hormigas, estaba el Långtjärn. En mi tierna infancia vino a significar el fin del mundo, probablemente porque el mundo de los mayores acababa ahí. Con frecuencia oía hablar de él como del simbólico punto final, y yo me imaginaba el lago como un agujero de oscuridad y terror sin fondo.
El día que por fin tuve permiso para ir allí por mi cuenta desaparecieron todos esos pensamientos. El Långtjärn era un lugar absolutamente maravilloso. La pequeña laguna estaba excavada en el bosque virgen, tenía apenas un kilómetro de largo, unos doscientos metros de ancho, aguas relucientes y playas cubiertas de hojas de pinos. Tuve una sensación de virginidad y amanecer: así era el mundo antes de que los seres humanos aparecieran.
Hubo una época en la que el lago albergó muchos peces, y justo en la desembocadura había una pequeña cabaña de madera medio derruida entre los pinos. Fue utilizada como cabaña de caza y pesca y estaba sorprendente y ambiciosamente construida. Tenía una sola habitación, con una chimenea al fondo, suelo acuchillado y una pequeña ventana que daba al agua. El mobiliario se componía de dos tarimas sujetas a la pared, dos toscos escabeles y una pequeña mesa.
Cuando hoy lo recuerdo, pienso que los mejores momentos de mi vida los he pasado en esta pequeña cabaña. Con largos intervalos de tiempo he regresado a la paz junto al agua. Su superficie y resplandor ha cambiado con los años, el comportamiento humano ha dejado sus huellas. Los árboles que había a lo largo del camino hasta la laguna han sido cortados, pero los han dejado junto al agua. Yo he encendido un fuego en la chimenea, he mirado sobre la superficie y he sentido una total armonía.
Es posible que este razonamiento parezca una provocación y se interprete como ingratitud y despreocupación, pero nada sería más erróneo. Estoy muy contenta del éxito que he disfrutado y de los resultados alcanzados, pero no hay que confundirlos con la felicidad. La obsesión de la sociedad por el éxito y el éxtasis es lo opuesto a la auténtica felicidad. Todo el mundo se ha vuelto drogadicto de la felicidad. Estar permanentemente aspirando a más, más alto y más lejos nunca nos hará sentirnos satisfechos con la vida.
En realidad el éxito y la riqueza son mucho menos interesantes que el fracaso y la miseria. El verdadero éxito produce una sensación cuyo júbilo roza lo erótico, una explosión banal hacia las estrellas. Un soberbio fracaso tiene muchas más tonalidades y profundidad. Provoca un análisis y una reflexión, enfoca el interior en lugar de lo sublime y conduce, al fin, a una vida más digna. La opulencia crea en el mejor de los casos tolerancia y generosidad, pero con frecuencia envidia y falta de compromiso.
El secreto de ser feliz en la vida reside en estar satisfecho con lo que uno tiene, dejar de trepar y encontrar la paz.
Por desgracia yo lo he hecho pocas veces, excepto en la cabaña, junto al lago.
El olor a jamón recién asado aún flotaba en el aire cuando ella se despertó, una de las pocas bendiciones del estropeado extractor de humos. Adoraba el jamón de Navidad recién asado, pero tenía que estar bien caliente, recién sacado del horno, cuando la capa de sal todavía gotea. Inspiró profundamente y retiró la manta. Ellen se movía en sueños a su lado. Annika besó a la niña en la frente y acarició sus pequeñas y redondas piernecitas. Hoy tenía que llegar a tiempo al trabajo para acabar a su hora y poder recoger a los niños a las tres.
Se metió en la ducha y dejó que su orina matinal cayera directamente en el desagüe. El fuerte olor subió junto al vapor del agua caliente y la golpeó en la cara, lo que instintivamente le hizo volver la cabeza. Se lavó el pelo con champú anticaspa y maldijo al descubrir que el frasco de acondicionador estaba vacío. Ahora tendría el pelo ensortijado hasta el siguiente lavado.
Salió de la ducha, se secó, recogió el agua que había caído en el suelo, se puso bastante desodorante bajo los brazos y se embadurnó la cara de crema. El eczema no quería desaparecer y se puso un poco de cortisona para prevenir. Maquillaje, sombra de ojos en las cejas, y ya estaba lista.
Se deslizó al dormitorio y abrió la puerta del vestidor. El chirrido hizo que Thomas se diera la vuelta en sueños. Se había quedado leyendo sus informes hasta mucho después de que ella se hubiera acostado. El trabajo preparatorio del informe sobre la cuestión regional, del que Thomas era responsable, en realidad tenía que estar acabado en enero. Pero el administrativo encargado todavía no había escrito los informes parciales sobre los que se tenía que basar, y Thomas cada vez se sentía más presionado. Se dio cuenta de que él debía de estar tan estresado como ella, a pesar de que sus plazos estuvieran más lejanos que los suyos.
Se sentía navideña y se puso un top de tricot rojo, a juego con una chaqueta y pantalones negros. Estaba lista justo cuando Rapport comenzaba su primera transmisión del día, a las seis y media de la mañana.
Las imágenes del pabellón de Sätra no eran especialmente dramáticas. El equipo de televisión al parecer no había podido traspasar el acordonamiento, sólo tenían imágenes de las cintas azules y blancas agitándose en el viento de la noche. El comentarista leía que la explosión había tenido lugar en el vestuario de la parte antigua del edificio. En su interior los bomberos habían encontrado los restos de un hombre muerto.
Había una disputa entre el sindicato de la policía y el de los bomberos sobre quién debía recoger los pedazos de las personas accidentadas. Los bomberos se negaban a hacerlo y decían que no era responsabilidad suya. La policía aducía lo mismo. A este dilema sindical Rapport le dedicó una gran parte de la transmisión, e incluso hablarían de ello en el debate de la mañana.
Posteriormente apareció un reportero paseando por el vacío pabellón de deportes de algún suburbio, gritando «hola». Nadie respondía, y al reportero esto le parecía un escándalo.
—¿Qué hace la policía para vigilar esas instalaciones? —era la retórica pregunta final. El jefe de prensa de la policía, terriblemente cansado, salía en imagen y decía que era totalmente imposible tener siempre vigilado cada rincón de las instalaciones olímpicas.
—¿Cómo podrán hacerlo durante los Juegos? —preguntaba el reportero en tono insinuante.
El jefe de prensa resopló y Annika comprendió que la policía se enfrentaba al debate que había intentado evitar. La discusión sobre la seguridad durante los Juegos sería por supuesto más airada cuanto más tardaran en detener al Dinamitero. Samaranch salía en pantalla y decía al reportero de
Reuters
que los Juegos no estaban en peligro.
La retransmisión acababa con el avance de un análisis de la reunión del Banco Central que tendría lugar por la mañana; ¿qué pasaría con los tipos de interés? No habría cambios, creía el reportero, y seguro que subirían o bajarían, pensó Annika. Apagó y cogió los periódicos de la mañana junto a la puerta de la calle. Ninguno tenía otras noticias que las de la mañana. No aparecía el nombre del hombre muerto, un reportero había estado en otras instalaciones y había gritado «hola», Samaranch y el jefe de prensa de la policía decían lo mismo que acababan de decir en la televisión. Ninguno de los periódicos había conseguido material gráfico interesante en el lugar de la explosión, no lo vería hasta que llegara a la redacción y cogiera los periódicos de la tarde.
Desayunó leche cuajada con sabor a fresa y cereales, se secó el pelo con el secador, lo alisó y se abrigó bien. El tiempo había cambiado por la noche, comenzaba a ventear y a nevar. Su plan original era coger el autobús 56 hasta el periódico, pero cambió de idea rápidamente cuando la primera ráfaga de nieve le dio en la cara y le estropeó el maquillaje. Cogió un taxi. El
Eko
de las siete comenzó justo cuando ella aterrizaba en el asiento trasero. Hasta la inteligente redacción del
Eko
había salido por la noche a decir «hola», el jefe de prensa de la policía estaba cansado y presionado y Samaranch comenzaba a resultar pesado. Hizo oídos sordos y se quedó viendo pasar las fachadas de la Norr Mälarstrand, una de las calles más caras de Suecia. No podía entender por qué. Las casas no eran nada especial. Tenían estrechas fachadas frente al agua, algunas con balcones, eso era todo. Pero la vía de intenso tráfico hacía imposible sentarse a disfrutar de la vista. Pagó con la tarjeta Visa y confió en que el periódico se lo reembolsara.
Los días de diario Annika siempre cogía un ejemplar del periódico del gran expositor de la entrada. Generalmente le solía dar tiempo a hojear hasta la mitad antes de subir en ascensor al cuarto piso, pero hoy no. El periódico estaba tan lleno de anuncios que apenas se podían pasar las hojas.
Spiken ya se había ido a casa; era un alivio. Ingvar Johansson acababa de llegar y estaba sentado con su primera taza de café, profundamente concentrado en uno de los periódicos de la mañana. Ella cogió elKonkurrenteny una taza de plástico de la cafetera automática y se dirigió a su despacho sin saludar.
Los periódicos tenían el nombre y la fotografía de la víctima. Era un obrero de la construcción de Farsta, de treinta y nueve años, llamado Stefan Bjurling, casado y padre de tres hijos. Estaba contratado desde hacía quince años por una de las múltiples subcontratas que utilizaba el comité organizador de los Juegos. Patrik había hablado con su jefe.
«Stefan era el capataz más competente que se podía tener en una obra —decía el jefe de la víctima—. Asumía responsabilidades, acababa a tiempo, trabajaba hasta que todo estuviera listo. Nunca había descuidos en el grupo de Stefan.»
Además Stefan Bjurling era muy popular y apreciado por su admirable gracia y su buen humor.
«Era un buen colega, era divertido trabajar con él, siempre estaba contento», decía otro compañero.
Annika sintió cómo crecía la ira en su interior, ¡maldito el cerdo que había asesinado a este hombre y había arruinado la existencia a su familia! Tres niños pequeños que habían perdido a un padre… podía imaginarse cómo reaccionarían Ellen y Kalle si Thomas muriera de repente. ¿Qué hubiera hecho ella? ¿Cómo se sobrevive a desgracias así?
«Y qué manera más jodida de morir», pensó y se sintió ligeramente mareada cuando leyó la descripción preliminar de la policía sobre cómo había ocurrido el asesinato. Al parecer le habían atado una carga explosiva, más o menos a la altura de los riñones. El hombre estaba atado a una silla, con las manos y los pies encadenados, antes de que tuviera lugar la explosión. No se sabía qué tipo de explosivo se había utilizado ni cómo se había activado la carga, pero al parecer el asesino había usado una especie de reloj o mecanismo retardado.
—¡Joder! —se dijo a sí misma Annika en voz alta, y se preguntó si no se podría haber ahorrado a los lectores los detalles más escabrosos.
Podía ver al hombre sentado, el tictac de la bomba en la espalda, luchando por soltarse. ¿Qué se piensa en un momento así? ¿Se ve pasar la vida por delante? ¿Pensó en sus hijos? ¿En su mujer? ¿O sólo en las cuerdas de las manos? El Dinamitero no sólo era un jodido chalado, sino que también parecía ser un sádico. Le dio un escalofrío, a pesar del calor seco de la habitación.
Pasó las hojas de la vivida descripción de Janet Ullberg acerca del eco en otro pabellón vacío a medianoche y comenzó a ojear los anuncios. Una cosa estaba clara: había demasiados juguetes en el mundo.
Salió a buscar otro café y al volver se dio una vuelta por la sala de los fotógrafos. Johan Henriksson tenía el turno de mañana y estaba sentado leyendo el
Svenska Dagbladet
.
—Joder, qué muerte más asquerosa, ¿no? —dijo Annika y se sentó en un sillón frente a él.
El fotógrafo asintió con la cabeza.
—Sí, no parece estar bien de la cabeza. Nunca había oído hablar de nada parecido.
—¿Tienes ganas de ir a echar un vistazo? —preguntó Annika, esperanzada.
—Está demasiado oscuro todavía —respondió Henriksson—. No se va a poder ver una mierda.
—Fuera no, pero ahora quizá se pueda entrar. A lo mejor ya no está acordonado.
—Lo dudo, no creo que hayan barrido los restos del tío.
—Los obreros deberían acudir por la mañana, los compañeros de trabajo…
—Ya hemos hablado con ellos.
Annika se levantó irritada.
—¡Pasa de todo entonces!, esperaré a que venga otro fotógrafo que quiera mover el culo…
—¡Vale, vale, vale! —dijo Henriksson—, ya voy, no intentaba escabullirme.
Annika se detuvo y se esforzó por sonreír.
—Okey,me he acalorado demasiado.
Sorry
. Sólo quería ser entusiasta.
—Vale —contestó Henriksson y fue a buscar la bolsa de las cámaras.
Annika se bebió el café y fue a ver a Ingvar Johansson.
—¿Sabes si el turno de la mañana necesita a Henriksson, o me lo puedo llevar al pabellón de Sacra?
—El turno de mañana no tendrá ni una línea a no ser que estalle una guerra mundial. El periódico está lleno hasta arriba—respondió Ingvar Johansson y cerró elKonkurrenten—.Tenemos un incremento de dieciséis páginas en la primera edición, hay anuncios en cada página. Además tienen un equipo en la calle cubriendo el caos de tráfico por la tormenta de nieve, pero no entiendo dónde creen que van a publicarlo.
—Ya sabes dónde comunicarte con nosotros —anunció Annika y fue a su despacho a recoger el abrigo.
Cogieron uno de los coches del periódico; Annika condujo. El pavimento estaba en verdadero mal estado, el tráfico en Essingeleden se deslizaba a cincuenta por hora.
—No me extraña que haya choques en serie —dijo Henriksson.
Por lo menos comenzaba a clarear, eso ya era algo. Annika se dirigió hacia el sur a través de la combinada E4 y E20; el tráfico aligeró algo y aumentó a sesenta. Tomó la salida de Segeltorp, Sätra, Bredäng y Mälarhöjden y condujo lentamente por Skärholmsnvägen, pasando el centro de Bredäng. A la derecha se vislumbraban filas y filas de idénticos adosados amarillos con fachadas de ladrillo; a la izquierda había casas de chapa bajas y tristes que debían ser almacenes o pequeños talleres.