Dinamita (18 page)

Read Dinamita Online

Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: Dinamita
6.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

ElKonkurrentenhabía hablado con unos cuantos compañeros de trabajo de Christina, entre ellos el chófer privado, pero no con Helena Starke. El chófer le contó al periódico que había conducido a Christina al bar, que estaba tan contenta y amable como siempre, ni preocupada ni inquieta. Estaba muy apenado, pues ella era una patrona maravillosa y una persona encantadora.

—Dentro de poco tendrá una aureola —susurró Annika.

Por lo demás, los periódicos no tenían nada nuevo. Se tardaba una eternidad en hojearlos, todos estaban llenos de anuncios. Noviembre y diciembre son los mejores meses con diferencia, económicamente hablando, para la prensa diaria sueca; enero y julio los peores.

Se fue al aseo de mujeres a orinar café y quitarse la tinta de imprenta de las manos. No le divirtió encontrarse con su propia cara en el espejo. No había tenido fuerzas para lavarse el pelo por la mañana y se lo había recogido con una pinza en la nuca. Ahora estaba aplastado y con greñas, repartido en surcos marrones. Tenía bolsas oscuras debajo de los ojos y ligeros eczemas rojos por el estrés en las mejillas. Buscó en los bolsillos una crema para ocultar las marcas, pero no encontró ninguna.

Eva-Britt Qvist se había ido a comer, su ordenador estaba apagado. Eva-Britt siempre lo apagaba cuando abandonaba su mesa; tenía pavor de que alguien mandara información falsa desde su correo interno. Annika entró en su despacho y se aplicó crema hidratante en el eczema, luego se dio una vuelta por la redacción. ¿Qué necesitaba saber? ¿Qué debería controlar? Se fue a corrección, donde estaban los libros de consulta, buscó al azar «jefa de los Juegos» en laEnciclopedia Nacional;Christina Furhage, nacida Faltin, hija única de una buena y humilde familia, creció en parte con unos parientes en el alto Norrland, desarrolló su carrera en la banca, trabajó duro en la candidatura de Estocolmo a los Juegos Olímpicos, directora general del comité organizador. Casada con el industrial Bertil Milander. No había más.

Annika levantó la vista. El dato de que Christina se había llamado Faltin era nuevo para ella. ¿De dónde venía el apellido Furhage? Bajó la mirada al nombre siguiente, Carl Furhage, nacido a finales del siglo XIX en una familia de terratenientes de Härnösand, director de la industria maderera. Casado en terceras nupcias con Dorotea Adelcrona. Se había asegurado pasar a la posteridad y conseguir un sitio en laENcreando una buena beca para jóvenes que quisieran estudiar silvicultura. Fallecido en los años sesenta.

Annika cerró el libro de golpe. Se dirigió apresuradamente al ordenador y escribió las palabras Carl y Furhage. Siete aciertos. Desde que el archivo se había informatizado a comienzos de los años noventa se había escrito sobre este hombre en siete ocasiones. Annika pulsó F6, «mostrar» y silbó. No era poco dinero, cada año se repartía un cuarto de millón de coronas. No había nada más sobre Carl Furhage.

Salió del programa, cogió su tarjeta de acceso y se dirigió a la salida de emergencia junto a la redacción de deportes.

Una empinada escalera la condujo dos pisos por debajo del edificio; cruzó otra puerta para la que necesitó la tarjeta y el código de acceso. Luego se encontró dentro de una larga galería con suelo de linóleo gris desgastado y el techo con sibilantes tubos fluorescentes. Al final del pasillo se encontraba el archivo de artículos y fotografía del periódico, protegido contra incendios por puertas dobles de acero. Entró y saludó a los empleados, encorvados sobre sus ordenadores. Los armarios de acero gris, donde se archivaba todo lo que se había escrito en el
Kvällspressen
y el desde mil ochocientos, llenaban la enorme sala. Avanzó lentamente entre los armarios. Llegó al departamento de personas y leyó A-Ac, Ad-Af, Ag-Ak, pasó de largo algunos armarios y llegó a Fu. Tiró de un gran cajón, que se abrió con increíble facilidad. Hojeó hasta Furhage, Christina, pero no había un Furhage Carl. Suspiró. Ningún acierto.

—Si buscas recortes de Furhage, ya se lo han llevado casi todo —dijo alguien a su espalda.

Era el encargado del archivo, un hombrecito increíblemente competente, con ideas bien definidas con respecto a las palabras de referencia para ordenar los archivos.

Annika sonrió.

—No, estaba buscando a otro Furhage, director Carl Furhage.

—¿Hemos escrito sobre él?

—Sí, creó una beca. Tenía que ser muy rico.

—¿Está muerto?

—Sí, murió en los sesenta.

—Entonces quizá no se encuentre bajo su nombre. El recorte seguro que lo tenemos, pero puede estar colocado en otro departamento. ¿Dónde crees tú que podríamos mirar?

—Ni idea. ¿Becas, quizá?

El jefe del archivo pareció reflexionar.

—Ahí hay mucho material. ¿Lo necesitas hoy?

Annika suspiró mientras hacía ademán de marcharse.

—No, en realidad no. Era sólo una corazonada. Gracias de cualquier…

—¿Podríamos tener una foto de él?

Annika se detuvo.

—Sí, quizá, en alguna conmemoración o algo. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque entonces, todavía está en el archivo fotográfico.

Annika se dirigió rápidamente al otro lado de la sala. Encontró el cajón y ojeó hasta Furhage. El sobre de Christina ocupaba casi todo el cajón, pero justo detrás había un sobre din-A5. Estaba viejo y raído, el texto era borroso: Furhage, Carl, director. Annika se llenó de polvo al sacarlo. Se sentó en el suelo y vació el contenido. En el interior había cuatro fotografías. Dos de ellas eran pequeños retratos en blanco y negro de un hombre de aspecto severo, pelo ralo y barbilla decidida, Carl Furhage, cincuenta años, y Carl Furhage, setenta años. La tercera foto era de la boda de un envejecido director y una señora mayor, Dorotea Adelcrona. La cuarta foto era la más grande de todas. Había quedado boca abajo, Annika le dio la vuelta y sintió que el corazón le daba un vuelco. El pie de foto estaba pegado debajo de la fotografía: «El director Carl Furhage, que hoy cumple 60 años, con su mujer Christina y su hijo Olof». Annika leyó la nota dos veces antes de creer lo que veía. Ésta era sin duda Christina Furhage, una Christina muy joven. No podía tener más de veinte años. Estaba muy delgada y tenía el pelo recogido en un peinado de señora nada favorecedor. Vestía un traje oscuro con una falda que le llegaba hasta la rodilla. Miraba tímidamente a la cámara e intentaba sonreír. En sus rodillas estaba sentado un encantador niño de dos años con el pelo rubio y rizado. El pequeño tenía un jersey blanco, pantalones cortos hasta la rodilla, tirantes y una manzana en las manos. El director estaba detrás del sofá con mirada decidida y la mano protectora sobre el hombro de su joven esposa. Toda la foto era extremadamente rígida y retocada y exhalaba más un aire de fin de siglo que de los años cincuenta, época en la que debió de ser tomada. No había leído ni una línea sobre el matrimonio de Christina con el director, y menos aún que hubiera tenido un hijo. ¡Tenía dos hijos! Annika dejó que la foto se posara entre sus rodillas. No sabía cómo o por qué, pero de alguna manera se dio cuenta de que esto era decisivo. Un hijo no podía desaparecer. Este hijo estaba en algún lugar y seguro que podría contar alguna que otra cosa sobre «mamá Christina».

Guardó las fotografías en el sobre, se levantó y se encaminó hacia el jefe del archivo.

—Quiero llevarme esto —anunció.

—Okey.Firma aquí —respondió sin levantar la vista.

Annika firmó y regresó por la galería hacia su despacho. Tenía la impresión de que le esperaba una tarde muy larga.

El comunicado de prensa sobre el cese de Evert Danielsson se envió a la agencia de noticias a las once y media. Después pasó a las diferentes redacciones a través del departamento de prensa del comité de los Juegos, primero a los periódicos de la mañana y a la televisión, luego a la radio, prensa de la tarde y los grandes periódicos de provincias, en escala decreciente. Danielsson no era una figura central en los Juegos, así que los redactores del país no se lanzaron directamente sobre la noticia. Apenas cincuenta minutos después de que el comunicado de prensa aterrizara en TT en la Kungsholmstorg, se emitió un corto telegrama que explicaba que el jefe del comité de los Juegos dejaba su actual puesto para dedicarse a trabajar en las consecuencias de la desaparición de Christina Furhage.

Evert Danielsson estaba sentado en su despacho mientras los faxes traqueteaban. Podría conservar el despacho hasta que se estableciesen sus nuevas funciones. La angustia golpeaba como un martillo el interior de su frente. No podía concentrarse para poder leer una línea completa de un informe o un periódico. Esperaba el ataque de los lobos, el comienzo de la batida. Ahora era una presa fácil, los carroñeros comenzarían a mordisquear. Estaba sorprendido de que el teléfono no sonara.

Se había imaginado que en cierta manera la situación sería la misma que después de la muerte de Christina, que todos los teléfonos de la oficina sonarían al mismo tiempo, sin descanso. Pero no sonaban. Una hora después de haber salido el comunicado de prensa llamó elFina Morgontidninge npara pedirle un comentario. Notó que su voz era completamente normal cuando dijo que veía esto como un ascenso y que alguien tenía que arreglar el caos que la muerte de Christina Furhage había ocasionado. Con eso el periodista que llamaba se dio por satisfecho. La secretaria entró lloriqueando y preguntó si podía traerle algo. ¿Un café? ¿Una galletita? ¿O quizá una ensalada? Él dio las gracias, pero no aceptó, ya que se sentía incapaz de tragar cualquier cosa. Se agarró al borde de la mesa y esperó la siguiente llamada.

Annika se dirigía al restaurante a comer algo cuando Ingvar Johansson se le acercó con un papel en la mano.

—¿No es uno de tus chicos? —dijo y le alargó a Annika el comunicado de prensa del comité de los Juegos. Ella lo cogió y leyó las dos líneas.

—Eso de que es uno de mis chicos es una exageración —respondió—. Simplemente ha contestado al teléfono cuando he llamado. ¿Por qué? ¿Crees que debemos hacer algo con esto?

—No sé, pensé que podría serte útil.

Annika dobló el papel.

—Seguro. ¿Ocurre algo más?

—En tu sección, no —informó y se fue.

«¡Cabrón!», pensó Annika. Cambió de idea y fue a la cafetería. No tenía hambre. Se compró una ensalada de patata y un mosto de Navidad y volvió a su despacho, se comió toda la ensalada en cuatro minutos y luego regresó a la cafetería y pidió otro mosto. Mientras lo bebía, llamó al comité de los Juegos y pidió que le pusieran con Evert Danielsson. El hombre parecía ausente. Dijo que veía el cambio de tareas como un ascenso.

—¿Qué va a hacer, entonces?

—No está decidido del todo —respondió Evert Danielsson.

—¿Por qué está tan seguro de que es un ascenso?

El hombre del auricular enmudeció.

—Pues… no lo veo como un despido —informó.

—¿Le han despedido?

Evert Danielsson reflexionó.

—Depende de cómo se mire.

—Vaya. ¿Se ha despedido?

—No, no lo he hecho.

—¿Entonces quién tomó la decisión de cambiarle de trabajo? ¿La junta?

—Sí, necesitaban a alguien que arreglara el caos ocasionado…

—¿No lo puede hacer siendo jefe del comité?

—E… supongo que sí.

—Por otra parte, ¿sabía que Christina Furhage tiene un hijo?

—¿Un hijo? —preguntó desconcertado—. No, tiene una hija, Lena.

—No, también tiene un hijo. ¿Sabe dónde está?

—Ni idea. ¿Un hijo, dice? Nunca lo había oído.

Annika pensó un momento.

—Okey—dijo ella luego—. ¿Sabe quién era el jefe que tuvo una relación con una mujer que fue expulsada del comité de los Juegos Olímpicos hace siete años?

A Evert Danielsson se le iba cayendo la mandíbula a medida que avanzaba la conversación.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó cuando se recompuso.

—De una noticia en el periódico. ¿Sabe quién era?

—Sí. Lo sé. ¿Por qué?

—¿Qué pasó?

Él pensó un momento, después dijo:

—¿Qué quiere saber?

—No lo sé —contestó Annika y a Evert Danielsson le pareció totalmente sincera—. Quiero saber si tiene algo que ver.

Annika se quedó sorprendida cuando Evert Danielsson le pidió que fuera a las oficinas del comité de los Juegos para poder hablar.

Berit y Patrik todavía no habían llegado a la redacción cuando Annika se fue a Hammarbyhamnen.

—Me puedes localizar a través del móvil —informó a Ingvar Johansson, quien asintió con brevedad.

Tomó un taxi y lo pagó con la tarjeta de crédito. El tiempo era endiabladamente malo. La lluvia había disuelto toda la nieve y había dejado el suelo en un estado entre barrizal y pantano. Södra Hammarbyhamnen era verdaderamente una zona triste de la ciudad, con la villa olímpica medio vacía y a medio construir, las aburridas oficinas de los Juegos y el estadio destrozado. Aquí el barro flotaba libremente, pues las plantas de verano no habían arraigado. Esquivó los peores charcos, pero no pudo evitar mancharse los pantalones de barro.

La recepción del comité era espaciosa, pero los despachos eran increíblemente pequeños, simples y sencillos, pensó Annika. Los comparó con el único edificio administrativo que realmente conocía bien, la sede del sindicato, donde trabajaba Thomas. Sus locales eran más bonitos y más funcionales. En comparación las oficinas del comité de los Juegos eran casi espartanas; paredes blancas, suelos de plástico, tubos fluorescentes en el techo, librerías de conglomerado blanco, escritorios que podrían ser de IKEA.

El despacho de Evert Danielsson estaba en medio de un pasillo. La habitación no era mucho más grande que las de los administrativos, lo que a Annika le pareció extraño. Un sofá muy usado, escritorio y estanterías, eso era todo. Ella pensaba que los jefes del comité tenían muebles de caoba y bellas vistas.

—¿Qué le hace pensar que Christina tenía un hijo? —preguntó Evert Danielsson y le indicó el sofá.

—Gracias —dijo Annika y se sentó—. Tengo una foto de él.

Se quitó el abrigo pero no se decidió a sacar el bloc y el bolígrafo. En cambio, estudió al hombre que tenía enfrente. Se había sentado en su escritorio y se agarraba a él con una mano; era un poco raro. Tenía cerca de cincuenta años, espeso pelo gris y buena apariencia. Pero mostraba unos ojos cansados, así como una mueca de tristeza en la boca.

—Debo decirle que dudo de sus datos —dijo él.

Annika sacó de su bolso una copia en papel de la foto familiar de Furhage. El original lo había devuelto al archivo, ya que no podía salir del edificio, pero ahora era fácil escanear una foto y sacar una copia en unos minutos. Le alargó la foto a Evert Danielsson y éste la estudió con creciente sorpresa.

Other books

Four Nights to Forever by Jennifer Lohmann
Hidden Treasure by Melody Anne
Loving Daughters by Olga Masters
Julia London by The Vicars Widow
Dead Ringer by Sarah Fox