—¿El pabellón de Sätra? —exclamó Annika sorprendida—. Creía que había estallado en uno de los estadios olímpicos.
Spiken la miró con aires de superioridad.
—El pabellón de Sätra es un estadio olímpico.
—¿En qué especialidad? ¿Estadio de entrenamiento para los lanzadores de peso?
Spiken retiró la mirada.
—No, salto con pértiga.
—La cuestión es qué vamos a hacer —cortó Anders Schyman—. Debemos resumir lo que los otros medios han hecho estos días sobre la hipótesis terrorista e intentar que parezca que nosotros también la hemos seguido. ¿Quién lo hace?
—Janet Ullman trabaja esta noche, la podemos llamar algo más temprano —dijo Ingvar Johansson.
Annika sintió que el mareo la invadía, tiraba de ella en un semicírculo hacia el suelo y luego subía por las paredes. Pesadilla, pesadilla, ¿cómo podía haberse equivocado tanto? ¿Realmente le había mentido sistemáticamente la policía? Se había jugado su prestigio para que el periódico cubriera la investigación a su manera. ¿Podría continuar como jefa después de esto?
—Tenemos que ver cómo está la seguridad en otras instalaciones —dijo Spiken—. Debemos llamar a más gente, otro equipo nocturno, otro grupo de noche…
Los hombres volvieron los pechos los unos hacia los otros y dieron la espalda a Annika, sentada en la esquina. Las voces se unieron en una algarabía resonante; ella se reclinó y luchó por conseguir aire. Estaba acabada, sabía que estaba acabada. ¿Cómo diablos podría continuar en el periódico después de esto?
La reunión fue corta y concisa, el acuerdo era total. Todos querían salir a la redacción y enfrentarse al acto terrorista. Solamente Annika se quedó sentada en la esquina. No sabía cómo podría salir de ahí sin romperse, el llanto le colgaba del cuello como una rueda de molino.
Anders Schyman se dirigió al escritorio e hizo una llamada, Annika oyó los altibajos de su voz. A continuación se acercó y se sentó en una silla a su lado.
—Annika —dijo intentando captar su mirada—. No pasa nada, ¿oyes lo que digo? ¡No te preocupes!
Ella volvió el rostro y parpadeó entre lágrimas.
—Todo el mundo puede equivocarse —continuó el director en voz baja—. Es la verdad más antigua del mundo. Yo también estaba equivocado, razoné igual que tú, pero han ocurrido otras cosas que hacen que tengamos que replanteárnoslo todo. Ahora lo que importa es sacar el mejor partido de esta situación, ¿sabes? Te necesitamos en este trabajo. Annika…
Ella respiró profundamente y miró sus rodillas.
—Sí, tienes razón —dijo ella—. Pero me siento fatal, estaba tan segura de que mi teoría era cierta…
—Quizá todavía lo sea —añadió Schyman pensativo—. Por improbable que parezca, puede que Christina Furhage tuviera una conexión personal con el pabellón de Sätra.
Annika no pudo evitar reírse.
—Lo dudo.
El director le puso la mano sobre el hombro y se levantó. —No dejes que esto te desanime. En esta historia has tenido razón en todo lo demás.
Ella hizo una mueca y también se levantó.
—¿Cómo nos enteramos de la nueva explosión? ¿Fue Leif quien llamó?
—Sí, él o Smidig, de Norrköping, fue uno de ellos.
Schyman suspiró mientras se acomodaba en la silla detrás del escritorio.
—¿Piensas ir ahí esta noche? —preguntó.
Annika colocó la silla y movió la cabeza.
—No, no es buena idea. Que Patrik y Janet se encarguen esta noche. Yo me pondré a ello mañana.
—Okey.Creo que deberías descansar cuando todo se haya calmado. En este último fin de semana has acumulado una semana de vacaciones.
Annika esbozó una sonrisa.
—Sí, creo que haré eso.
—Vete a casa y deja que los chicos se encarguen esta noche; están acelerados.
El director descolgó el teléfono para mostrar que la conversación había terminado. Ella cogió el bolso y salió de la habitación.
La redacción bullía con la concentración que se produce como cuando ha ocurrido algo grande. En la superficie todo parecía bastante tranquilo, pero la tensión se sentía en los ojos vigilantes de los jefes y en las rígidas espaldas de los maquetistas. Las palabras volaban cortas y concisas, los reporteros y los fotógrafos se dirigían rápida y decididamente hacia la salida. Hasta las telefonistas eran arrastradas por el flujo de noticias, su tono se volvía grave y los dedos volaban más raudos sobre la centralita. Normalmente Annika disfrutaba de esta sensación, pero ahora resultaba desagradable cruzar la sala.
Fue Berit quien la salvó.
—¡Annika! ¡Ven, vas a oír algo!
Berit se había traído su plato de ensalada y estaba sentada en el cuarto de la radio, el espacio junto a la redacción de sucesos que tenía acceso a todas las frecuencias de radio de la policía de la provincia de Estocolmo y a una frecuencia nacional. Una de las paredes estaba cubierta de pequeños altavoces con sus correspondientes interruptores y reguladores de volumen. Berit tenía encendido el que debía corresponder al distrito de policía de Söder y la City, los que debían encargarse de la investigación de la explosión del pabellón de Sätra. Annika sólo oyó pitidos y zumbidos.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—No estoy segura —respondió Berit—. Se escuchaba a la policía hace unos minutos. Comenzaron a llamar a la central por el secráfono…
En ese mismo momento comenzó de nuevo el parloteo. La policía de Estocolmo tenía dos canales codificados que a veces llamaban
skramlade,
, del inglés
scrambled
[«perturbar», «alterar»]. Se oía hablar a alguien, pero lo que se decía era completamente incomprensible. Sonaba como si el
Pato Donald
hablara al revés. Los canales con secráfono rara vez se utilizaban y eran sobre todo los de antidroga quienes lo hacían. La policía secreta también lo usaba a veces en grandes operaciones, cuando se sospechaba que los criminales tenían acceso a las frecuencias de radio de policía. Una tercera razón podía ser que la información era tan delicada que querían mantenerla en secreto por alguna razón.
—Tenemos que comprar un equipo descodificador —dijo Annika—. Si no, puede que nos perdamos grandes cosas.
La conversación acabó y los silbidos y zumbidos continuaron en los otros canales. Annika dejó que su mirada se deslizara por los altavoces. Los ocho distritos policiales de la región de Estocolmo utilizaban dos sistemas de radio de policía distintos, Sistema 70 y Sistema 80.
El S70 tenía los canales que comenzaban por 79 megaherzios o más, el S80 comenzaba en los 410 megaherzios y se llamaba así porque comenzó a usarse en los años ochenta. La idea era que todos hubieran pasado al S80 diez años atrás, pero a causa de la espectacular reorganización de la policía durante los últimos decenios, no les había dado tiempo.
Annika y Berit escucharon expectantes los chasquidos y los pitidos eléctricos durante algunos minutos, luego una voz de hombre rompió la niebla electrónica del canal 02 del distrito Sur:
—Aquí el veintiuno.
Las cifras significaban que la llamada procedía de un coche patrulla de Skärholmen.
La respuesta de la central de alarmas de Kungsholmen llegó unos segundos después.
—Adelante veintiuno.
—Necesitamos una ambulancia en la dirección… bueno, en realidad una
fiambrera
…
Aparecieron de nuevo los chasquidos, Annika y Berit se miraron en silencio. La «fiambrera» era el coche fúnebre. «La dirección» era sin lugar a dudas el pabellón de Sätra; no ocurría otra cosa en la zona Sur entonces. La policía solía expresarse así cuando no quería hablar con claridad por la radio; hablaban del Lugar o la Dirección y a los sospechosos se les denominaba Objeto.
La central de alarmas volvió a aparecer:
—Veintiuno, ¿ambulancia o fiambrera? Cambio.
Tanto Annika como Berit se inclinaron hacia adelante, la respuesta era decisiva.
—Ambulancia. Cambio…
—Un muerto, pero no tan destrozado como Furhage —anunció Annika.
Berit asintió.
—Al parecer la cabeza sigue en su sitio, pero el resto está bien muerto —dijo.
Para que un policía tenga autoridad para constatar una muerte, la cabeza debe estar separada del cuerpo. Por lo visto éste no parecía ser el caso, aun cuando evidentemente la persona en cuestión estaba muerta. Si no la policía no hubiera hablado de un coche fúnebre,la fiambrera.Annika salió a la redacción.
—Parece ser que hay un muerto —comunicó.
Todos los que estaban alrededor del gran complejo de mesas donde el periódico se maquetaba por la noche se detuvieron y la miraron.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Spiken inexpresivo.
—La radio de la policía —respondió—. Voy a llamar a Patrik.
Se dio la vuelta y se encaminó a su despacho. Patrik contestó a la primera señal; como de costumbre, debía tener el teléfono en la mano.
—¿Qué pasa por ahí? —preguntó Annika.
—Joder, está lleno de coches de policía —gritó el reportero.
—¿Puedes entrar? —dijo Annika e intentó que el tono de voz fuera normal.
—No, no hay manera —vociferó Patrik—. Han acordonado todo el complejo deportivo de Sätra.
—¿Te han informado si ha habido alguna víctima?
—¿Qué?
—¿Te han informado si hay alguna víctima?
—¿Por qué chillas? No, ninguna víctima, aquí no hay ninguna ambulancia ni ningún coche fúnebre.
—Va una en camino, lo hemos oído por la radio de la policía. Quédate ahí y luego informa a Spiken, yo me voy a casa.
—¿Qué? —tronó en el auricular.
—Ahora me voy a casa. ¡Habla con Spiken! —gritó Annika.
—¡Okey!
Annika colgó y vio que Berit estaba en el umbral de la puerta doblada de risa.
—No necesitas decir con quién hablabas —dijo Berit.
El reloj marcaba algo más de las ocho cuando llegó a su piso de Hantverkargatan. Había cogido un taxi y sufrió un auténtico mareo en el asiento trasero. El taxista estaba enfadado por algo que el periódico había escrito y se metió con la responsabilidad de los periodistas y la autocracia de los políticos.
—Hable con alguno de los reporteros, yo sólo limpio las escaleras —había respondido Annika y había echado la cabeza hacia atrás cerrando los ojos. El mareo se convirtió en malestar mientras el coche circulaba entre los carriles de Norr Mälarstrand.
—¿No te encuentras bien? —indagó Thomas, que salió al recibidor con un paño de cocina en la mano.
Ella suspiró profundamente.
—Sólo estoy un poco mareada —respondió y se retiró el pelo de la cara con las dos manos. El pelo estaba completamente pegajoso, tenía que lavárselo al día siguiente por la mañana—. ¿Queda algo de comida?
—¿No has comido en el trabajo?
—Media ensalada, ocurrió algo…
—En la cocina hay lomo de cerdo con patatas.
Thomas se colocó el paño de cocina sobre el hombro y se encaminó hacia la cocina.
—¿Los niños están durmiendo?
—Desde hace una hora. Estaban agotados, creo que Ellen se está poniendo enferma. ¿Estaba cansada por la mañana?
Annika recapacitó.
—No, especialmente. Quizá algo mimosa, la llevé en brazos hasta el autobús.
—Ahora mismo no puedo tomarme días libres —dijo Thomas—. Si enferma tendrás que ocuparte tú.
El enfado se apoderaba de Annika.
—Ahora no puedo faltar al trabajo, ¿no lo entiendes? Ha habido otra muerte relacionada con los Juegos Olímpicos esta noche, ¿no lo has oído en las noticias?
Thomas se dio la vuelta.
—¡No las he oído! —contestó—. Sólo escuché el
Eko
por la tarde, no dijeron nada de ningún muerto.
Annika entró en la cocina. Parecía como si hubiera caído una bomba, pero sobre la mesa le esperaba su ración. Thomas había servido en el plato patatas, lomo, salsa de crema, champiñones y una ensalada. Junto al vaso había una cerveza que hacía un par de horas estaba helada. Ella colocó el plato en el microondas y lo ajustó a tres minutos.
—La ensalada estará asquerosa —comentó Thomas.
—Todo me ha salido mal —dijo Annika—. He obligado al periódico a abandonar la hipótesis terrorista, pues yo había recibido otra información de la policía. Parece ser que he metido la pata hasta el fondo; hoy por la noche ha explotado otra bomba en el pabellón de Sätra.
Thomas se sentó a la mesa y tiró el paño de cocina al fregadero.
—¿El pabellón deportivo? Apenas tiene gradería, allí no se puede competir en unos Juegos Olímpicos.
Annika se puso un vaso de agua y recogió el paño.
—No lo tires aquí, está todo pringoso. Todos los jodidos pabellones deportivos de la ciudad parecen tener algo que ver con los Juegos. Por lo visto hay más de cien instalaciones que, de una u otra manera, están relacionadas con ellos, como estadios o instalaciones para entrenamiento o pistas de calentamiento.
El microondas dio tres pequeños pitidos y mostró que el tiempo se había completado. Annika cogió el plato y se sentó frente a su marido. Engulló en silencio.
—¿Qué tal día has tenido? —preguntó y abrió la más que templada cerveza.
Thomas suspiró y se estiró.
—Bueno, había pensado acabar la reunión preparatoria del día veintiuno, pero hoy no pude. El teléfono no dejó de sonar en todo el día. La cuestión regional no deja de crecer; lo cierto es que es muy divertido, pero a veces lo único que hago es ir a reuniones y hablar por teléfono.
—Mañana los recojo temprano. Entonces quizá puedas terminar algo —dijo Annika, con repentinos sentimientos de culpabilidad. Masticó el lomo, que el microondas había dejado algo seco.
—Había pensado mirar alguno de los informes. Los ha redactado uno de los chicos jóvenes, ha estado escribiéndolos durante meses. Probablemente sean totalmente ilegibles. Suele ocurrir cuando un funcionario trabaja demasiado tiempo con un texto. El sueco administrativo es completamente impenetrable.
Annika esbozó una sonrisa. A veces le asaltaba una mala conciencia inmensa. No sólo era una jefa desequilibrada y una reportera sin valor, sino también una mujer rancia y una madre pésima.
—Vete a hacer tus cosas. Yo recojo esto.
Él se inclinó hacia adelante y la besó en la boca.
—Te quiero —dijo—. Hay un jamón de Navidad en el horno. Sácalo cuando esté a setenta y cinco grados.
Annika abrió sorprendida los ojos.
—¿Has encontrado el termómetro de cocina? —preguntó—. ¿Dónde estaba?