«Era una persona con un anorak negro con capucha, pantalones oscuros y botas grandes», relataba el barman en el texto.
«Ahora tenemos una imagen del Dinamitero, por lo menos hasta que encontremos otra mejor», pensó Annika divertida.
Como era de esperar, la policía había puesto toda la carne en el asador para atrapar a Tigern. En estas páginas también tenían cabida las escuetas teorías de la policía sobre el asesinato y el atentado hasta el momento.
La 10 y la 11 estaban dedicadas a los Juegos, las consecuencias para ellos y su seguridad en el futuro. Había también documentación de los atentados de los demás Juegos. Las siguientes páginas contenían un gran anuncio del arranque final de las ventas de Navidad; en la 15 y 16 estaban las reacciones de los lectores por el atentado, además de la recopilación de los comentarios de Nils Langeby a la prensa mundial.
Después las hojas conducían con sus chispeantes contenidos hacia las páginas centrales: famosos que hablaban de sus enfermedades, un niño que daba pena, un escándalo sindical, una famosa estrella del rock que había conducido bajo los efectos del alcohol y un grupo de
dragqueens
que protestaban por los recortes en el gasto sanitario.
En las páginas centrales campeaba el artículo de Patrik con información sobre los hechos. Horas, lugares, flechas indicativas, todo esquematizado alrededor de la foto tomada desde el helicóptero.
Levantó la mirada y vio que Ingvar Johansson había acabado de hablar. Debía estar mirándola hacía rato.
—Esto está jodidamente bien —dijo Annika y agitó el periódico antes de colocarlo sobre el sofá.
—Claro —respondió Ingvar Johansson y se dio la vuelta—. Pero eso ya es historia. Ahora lo importante es el periódico de mañana.
«Maldito quejica», pensó Annika. Los redactores de los periódicos de la tarde vivían demasiado en el futuro y muy poco en el día de ayer, es lo que siempre había pensado. Si algo salía mal no tenía importancia, pues ya eran
yesterday news.
Si algo salía bien, uno no podía disfrutar lo suficiente. Era una pena, pues un auténtico repaso tanto de lo bueno como de lo malo era importante para la rutina, la reflexión, la estabilidad y la calidad, pensaba ella.
—¿Qué tienes para mañana? —preguntó Johansson, dándole la espalda.
«¿Qué diablos pasa ahora? —pensó ella cansada—. ¿Por qué hace esto? ¿Habré hecho algo por lo que está enfadado y me quiere castigar? ¿Qué puede ser? Nunca me he portado mal con él. ¿Está enfadado porque hablé en la reunión de ayer?»
—¿Cómo voy a saber qué es lo que pasa? Acabo de llegar —contestó ella, y se sorprendió de lo enfadada que sonaba su voz. Se levantó rápidamente y recogió el abrigo y el bolso. Con los brazos cargados, se encaminó hacia su despacho.
—Hay una rueda de prensa en la jefatura de policía a las once —gritó Ingvar Johansson a su espalda.
Consultó su reloj al mismo tiempo que abría la puerta. Quedaban cincuenta minutos, así que aún tenía tiempo para hacer unas llamadas.
Comenzó con el número de móvil que supuestamente pertenecía a Christina Furhage. La jefa de los Juegos no había hecho ninguna declaración en ninguna parte, ni siquiera los del comité organizador la habían podido encontrar. Había algo muy extraño en el silencio de la mujer, Annika ya lo intuía a estas alturas.
Para sorpresa suya hubo señal. El teléfono estaba conectado. Se aclaró la garganta mientras sonaban las señales. Después de la quinta saltó el servicio de contestador de Telia, pero ahora por lo menos sabía que el teléfono estaba conectado y funcionaba. Guardó el número en la memoria de su móvil.
Patrik y Berit aparecieron en aquel momento en el umbral de la puerta.
—¿Estás ocupada o…?
—No, entrad y haremos una pequeña recapitulación. —Se levantó, bordeó la mesa y se sentó en el viejo sofá.
—Ayer los dos hicisteis un trabajo fantástico —dijo—. Somos los únicos que tenemos los datos de lo que se ha encontrado en el lugar del crimen y las declaraciones del barman del club ilegal.
—Sin embargo los otros periódicos tenían una entrevista muy buena con Samaranch —dijo Berit—. ¿La has visto? Según parece, estaba muy enfadado y amenazó con suspender los Juegos si no se detenía al Dinamitero.
—Sí, lo he oído —respondió Annika—, y ha sido una pena que no la tuviéramos también. Pero me pregunto si es verdad que ha dicho eso. Si quiere suspender los Juegos, ¿por qué no lo dice oficialmente? En todos los demás medios y en los comunicados de prensa confirma que los Juegos van a celebrarse, a cualquier precio.
—¿Los demás hemos metido la pata mientrasKonkurrententiene la solución, los auténticos pensamientos de Samaranch? —preguntó Berit.
Annika había encontrado la entrevista en el otro periódico.
—El corresponsal en Roma delKonkurrentenlo ha escrito, es bueno de verdad —dijo Annika—. Yo creo que esto es cierto, pero Samaranch, en cualquier caso, lo desmentirá esta tarde.
—¿Por qué esta tarde? —preguntó Patrik.
—Porque entonces la CNN lo habrá sacado con una buena carátula —respondió Annika y sonrió—.
«The Olympics in danger»
pondrá, con ampulosa música en do menor…
Berit sonrió.
—Parece ser que hay una rueda de prensa dentro de un rato —dijo.
—Sí —contesto Annika—, seguramente notificarán la identidad de la víctima, y me pregunto si no será la mismísima jefa de los Juegos Olímpicos.
—¿Furhage? —preguntó Patrik y abrió los ojos.
—Pensad —dijo Annika—. O se está ocultando o algo ha ido verdaderamente mal. Nadie la localiza, ni siquiera sus colaboradores más cercanos. No existe ningún lugar en el mundo donde no hayan hablado del atentado. Ella ha tenido que enterarse. O no quiere hablar, por lo tanto se oculta, o no puede, porque está enferma, muerta o secuestrada.
—Yo también he pensado en ello —dijo Berit—. Pregunté a los investigadores sobre eso ayer cuando hablé con ellos de lo que habían descubierto en el lugar del crimen, pero lo negaron categóricamente.
—Eso no quiere decir nada —comentó Annika pensativa—. Hoy, Furhage también es noticia, pase lo que pase. Debemos continuar con la amenaza de muerte, ¿qué fue en realidad? Si ella es la víctima, debemos concentrarnos en su biografía. ¿Tenemos un obituario preparado?
—De ella no —respondió Berit—. Christina Furhage no estaba en la lista de posibles candidatos.
—Avisaremos al archivo antes de ir a la jefatura de policía. ¿Alguno de vosotros llamó ayer a Eva-Britt?
Tanto Berit como Patrik negaron con la cabeza. Annika fue hacia la mesa y llamó a casa de la secretaria de redacción. Cuando Eva-Britt Qvist contestó, Annika le relató la situación en pocas palabras.
—Sé que es el último domingo antes de Navidad, pero sería un detalle si pudieras venir —dijo—. Nosotros tenemos que ir a una rueda de prensa en la jefatura de policía, y sería práctico que alguien pudiera recopilar todo lo que tenemos de Christina Furhage, tanto fotos como artículos…
—Tengo una masa de bollo fermentando —respondió Eva-Britt Qvist.
—Vaya —contestó Annika—. Es una pena. Pero el caso es que hoy pueden ocurrir grandes cosas y nosotros estamos muy ocupados. Patrik estuvo aquí hasta las cinco de la madrugada, yo trabajé desde las tres de la mañana hasta las once de la noche, Berit más o menos lo mismo. Y necesitamos ayuda con lo que son tus funciones, controlar las bases de datos, recopilar el material y…
—Ya te he dicho que no puedo —replicó Eva-Britt Qvist—. Tengo familia.
Annika se tragó la primera respuesta que salió de su cerebro. En cambio dijo:
—Sí, sé lo que es tener que cambiar los planes. Es horrible desilusionar a los niños y al marido. Por supuesto, tendrás compensación económica o días libres, lo que quieras, los días entre Navidad y Fin de Año o la próxima semana blanca, por ejemplo. Pero sería maravilloso si pudieras recopilar el material mientras nosotros estamos en la jefatura de policía…
—¡Te he dicho que estoy haciendo bollos! No puedo. ¿No lo entiendes?
Annika tomó aliento.
—Okey—replicó—. Entonces te lo diré así, si lo prefieres. Te ordeno que hagas horas extraordinarias, empezando ahora. Confío en que estés aquí dentro de un cuarto de hora.
—¡Pero mis bollos…!
—Deja que los haga la familia —respondió Annika y colgó. Se enfadó al notar que su mano temblaba.
Odiaba estas situaciones. A ella nunca se le ocurriría comportarse como Eva-Britt Qvist cuando un superior la llamaba para pedirle que hiciera horas extraordinarias. Si alguien trabajaba en un periódico y ocurría algo gordo, tenía que estar preparado para ayudar, así de sencillo. Si quería un trabajo de nueve a cinco, que se buscara un puesto de administrativo en Telefónica o algo parecido. Por supuesto, había otros que podían controlar la base de datos, ella misma, Berit o alguno de los reporteros de noticias. Pero en una situación como ésta todos estaban muy ocupados. Todos querían celebrar la Navidad. Por eso era importante repartir las tareas de la forma más justa posible y dejar que cada uno hiciera su trabajo, aunque fuera domingo. Sabía que no podía darse por vencida y dejar que Eva-Britt se saliera con la suya, pues lo pasaría fatal como jefa. Ser tan irrespetuosa como había sido la secretaria de redacción no debía gratificarse con días libres.
—Eva-Britt viene —les anunció a los otros y le pareció percibir un esbozo de sonrisa en Berit.
Fueron a la rueda de prensa en dos coches. Annika y Berit se marcharon con Johan Henriksson, el fotógrafo, y Patrik con Ulf Olsson. La concentración de medios de comunicación era aún más amplia que el día anterior. Henriksson tuvo que aparcar cerca de la Kungsholmstorg; tanto Bergsgatan como Agnegatan estaban abarrotadas de autocares de equipos móviles y coches Volvo con grandes logotipos de medios de comunicación. Annika disfrutó del pequeño paseo entre las casas. El aire estaba limpio y claro después de la nevada del día anterior, el sol hacía que los áticos relucieran. La nieve crujía bajo sus pies.
—Allí vivo yo —anunció ella y señaló el edificio de 1880 recién restaurado, un poco más arriba, en Hantverkargatan.
—¿Alquilado o comprado? —preguntó Berit.
—Alquilado —respondió Annika.
—¿Cómo diablos has conseguido un apartamento aquí? —dijo Henriksson, pensando en su estudio en Brandbergen.
—Tenacidad —contestó Annika—. Conseguí un contrato de alquiler temporal por demolición en esa casa hace ocho años. Un piso pequeño interior de tres habitaciones sin agua caliente. El edificio iba a ser remozado totalmente y yo podría vivir allí medio año. Luego vino la crisis de la construcción y el propietario se arruinó. Nadie quería comprar este tugurio, pero como yo había vivido aquí más de cinco años, el contrato fue mío. A esas alturas éramos casi cuatro personas en un piso de tres habitaciones, Thomas, Kalle, yo y Ellen en mi barriga. Cuando por fin se remozó el edificio me dieron un piso de cinco habitaciones con vistas a la calle. No está mal, ¿verdad?
—¡Bingo! —exclamó Berit.
—¿Cuánto pagas de alquiler? —preguntó Henriksson.
—Esa es la única parte de la historia que no es divertida —respondió Annika—. Pregunta cualquier otra cosa, como por ejemplo, lo sólidas que son las paredes y lo altos que son los techos.
—Rica, esnob y capitalista —dijo Henriksson y Annika rió en voz alta y feliz.
Los del
Kvällspressen
llegaron tarde y apenas pudieron entrar en el local donde tenía lugar la rueda de prensa. Annika se quedó en el umbral y casi no vio nada. Se estiró y observó cómo los periodistas, uno tras otro, se esforzaban por mostrar a sus colegas lo extremadamente importantes y concentrados que estaban en su trabajo. Henriksson y Olsson boxearon hacia el estrado y llegaron al mismo tiempo que entraban los participantes. Evert Danielsson no estaba, ni tampoco ninguno de los inspectores de policía. Por encima de la cabeza de una periodista de uno de los periódicos de la mañana vio al responsable de prensa carraspear y tomar la palabra. Recapituló la situación y habló de lo que ya se sabía, que había una orden de busca y captura contra Tigern y que la investigación técnica continuaba. Habló apenas diez minutos. Posteriormente Kjell Lindström se echó hacia adelante y todos los periodistas hicieron lo mismo. Todos presentían lo que iba a llegar.
—El trabajo de identificación de la víctima está prácticamente acabado —anunció el fiscal general y todos los periodistas estiraron el cuello.
—Se ha informado a la familia, y por eso hemos decidido anunciar los datos, aunque todavía queda algo de trabajo. La víctima es Christina Furhage, directora general de los Juegos Olímpicos de Estocolmo.
La reacción de Annika fue casi física: «¡Sí! ¡Ya lo sabía! ¡Era lo que pensaba!». Mientras las voces excitadas llegaban hasta el techo de la sala de prensa y ahogaban todo lo demás, ella ya estaba saliendo de la jefatura de policía. Se puso el auricular en el oído y marcó el número del móvil que había memorizado. Silenciosamente su teléfono móvil llamaba al otro, y por fin se oyeron las señales. Se detuvo en el pequeño vestíbulo de entrada a la jefatura de policía, inspiró profundamente, cerró los ojos para concentrarse e intentó enviar un mensaje telepático: «¡Por favor, que alguien responda!». Tres señales, cuatro señales y un chasquido. ¡Alguien contestaba! Dios mío, ¿quién podría ser?
—Buenas tardes. Me llamo Annika Bengtzon y llamo del periódico
Kvällspressen
. ¿Con quién hablo?
—Soy Bertil Milander —susurró alguien.
Bertil Milander. Bertil Milander, claro, era el marido de Christina Furhage, ¿no se llamaba así? Annika se la jugó y preguntó con la misma lentitud que antes.
—¿Es Bertil Milander con quien hablo? ¿El marido de Christina Furhage?
El hombre del móvil suspiró.
—Sí, soy yo —dijo.
A Annika el corazón le dio un vuelco. Mantener una conversación con una persona que acababa de perder a un familiar era una de las tareas más desagradables que un reportero tenía que hacer. Se discutía mucho en el gremio sobre si hacer o no estas llamadas, pero Annika creía que era mejor hacerlo que no hacerlo, por lo menos para informar de las intenciones del periódico.
—Quiero comenzar diciéndole que siento mucho la tragedia que ha sufrido su familia. La policía acaba de anunciar que la persona que murió en la explosión del estadio Victoria era Christina, su mujer —dijo.