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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (2 page)

BOOK: Dos días de mayo
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—¿El señor Mascarell?

—Soy yo.

—Me ha dicho la portera de su casa que lo encontraría aquí.

—Pues sí, aquí estoy.

La nuez subió y bajó.

—Me manda María Galvany.

Esta vez el repetitivo fue él.

—¿María?

—Sí, sí, señor.

Miquel tuvo un estremecimiento.

Nadie manda a buscar a una persona para decirle que todo va bien.

El muchacho se lo confirmó.

—Es por su padre, el señor Mateo. —Su tono se revistió de dolor—. Murió, ¿sabe usted? Lo atropelló un coche y…

Mateo Galvany.

Muerto.

Puede que desde el primer momento ya supiera que aquél sería un día asqueroso.

Acababa de confirmarlo.

2

La entrada del Hospital Clínico por la calle Villarroel siempre estaba llena de gente. Por un lado, los que salían y se entretenían hablando de lo que acababan de ver u oír, aliviados o tristes; por el otro, los que se disponían a entrar y aguardaban a los rezagados haciendo comentarios cargados de preocupación ante lo que se iban a encontrar. Las muestras de dolor se mezclaban con las de tensa calma. Allí, la esperanza era un bien común, el único que mantenía en pie a la mayoría.

Miquel miró el viejo edificio y recordó la última vez que había estado en él.

Enero de 1939, resolviendo su último caso antes de que las tropas de Franco entraran en la ciudad y la guerra terminase.

También hacía siete meses que no tomaba un taxi, desde octubre del año anterior, cuando buscaba la tumba de aquel chico muerto en las primeras horas del Alzamiento.

Siete meses.

Y todo tan distinto…

Patro, Roger, su hermano…

—¿Qué le debo?

El taxista no dijo nada. Le señaló el contador.

Miquel le entregó cinco pesetas y esperó el cambio. No le dio propina. Si uno ahorraba en saliva, él ahorraba en dinero. Dejó que el chico bajara primero y luego lo hizo él.

Se llamaba Pere.

No había sido muy hablador. Que María se lo contaría todo. Que a él sólo le había mandado para que lo llevara o le dejara recado a quien fuera. Que era vecino de los Galvany y tanto Mateo como María le querían mucho. Que…

Un chico reservado.

Así que, durante el trayecto en taxi, poco más habían hablado. La última vez que había visto a Mateo, casualmente, también fue en octubre del año anterior. Incluso hizo memoria: el día 11. De manera casual, mientras buscaba aquella tumba que le hizo abrir los ojos en torno a su propio futuro, pasó por delante de la casa de Mateo, en Sants, y subió a verle.

De manera casual.

Quizá ahora no lo fuese tanto.

Tantos años siendo policía le recordaban que las casualidades no existían. Si aquel día no hubiera subido a su casa, ahora no estaría allí, porque ni Mateo ni su hija hubieran sabido que seguía vivo.

Caminó como un autómata siguiendo a Pere, que haciendo gala de su juventud había puesto la dinamo y sorteaba a cuantos se le pusieran por delante en su avance hacia su destino. Hubo un momento en que tuvo que decirle:

—Oye, afloja. No creo que Mateo vaya a moverse.

El chico no entendió su macabro humor.

Él tampoco.

Solía pasarle siempre ante la muerte. Su mejor defensa era reírse. Lo de contar chistes en los entierros era por el miedo de los vivos ante el hecho de que todos, tarde o temprano, pasarían por lo mismo y ocuparían la maldita caja en el último viaje. No le hubiera importado morir al hacerlo Quimeta, o en el maldito Valle de los Caídos. Ahora sí. Ahora que finalmente estaba en paz consigo mismo, sí.

Llegaron a su destino. Pere entró en una sala con baldosas blancas, asépticas, frías. No era lo mismo tener el cuerpo en unas pompas fúnebres, habilitadas para la ocasión, que hacerlo en un hospital.

¿Y por qué en un hospital?

¿Acaso no había muerto al instante en el momento del atropello?

No se lo preguntó a Pere en el trayecto en taxi y ya era demasiado tarde para ello. Por entre las escasas personas que poblaban la sala en silencio vio a María.

Cuando ella le reconoció, fue a su encuentro y le abrazó sin decir una palabra. Sólo el abrazo, fuerte, cargado de un singular alivio. Miquel no tuvo más remedio que corresponderle, cerrando sus propios brazos en torno a la espalda de la mujer. Patro estaba muy delgada y su cuerpo tenía la flexibilidad de su juventud. María por contra era recia, fornida, así que el contacto le resultó extrañamente desagradable.

Recordó las palabras de su padre aquel 11 de octubre del año pasado:

—María es viuda, quizá podrías arreglarte con ella.

Arreglarse.

Más mitades en busca de una esperanza.

—Miquel…

Las lágrimas le mojaron el cuello. Puso una mano en su nuca y se la acarició. El cabello era hirsuto. La piel áspera. Sintió una inesperada pena por ella. La viuda de un rojo en la España de Franco era una mujer marcada. Mateo acababa de morir con setenta y seis años. Su hija tenía cuarenta y ocho.

Recordó más palabras de Mateo aquel día:

—No queda nadie, Miquel. Nadie.

Sólo ellos.

Su anterior jefe, el hombre que le salvó la vida, jubilado en el año 35 después de que la bala disparada por aquel imbécil le dejara cojo y le cortara la carrera en seco, impidiéndole llegar a comisario.

Y ahora tampoco estaba él.

—Lo siento, María.

Su comentario hizo que ella llorara todavía más y se le aferrara como si temiera soltarle y caer.

Miquel no supo qué hacer.

Siguió quieto.

Quieto hasta que la hija de su amigo aflojó la presión, sorbió los mocos con aparatosidad y se relajó gradualmente.

Cuando se separó se miraron el uno al otro.

—¿Estás bien? —preguntó él aun sabiendo que era la pregunta más estúpida del mundo.

María se encogió de hombros. Con los ojos enrojecidos, el desarreglo y la carne del rostro flácida, como la de una esponja, parecía tener muchos más años. Su madre había sido una mujer de carácter, alta, con mucha presencia. Ella, por contra, era igual que su padre, incluso en lo anímico.

—Todo ha sido… tan rápido —fueron sus primeras palabras.

—¿Cuándo sucedió?

—Ayer.

—¿Por qué no has mandado por mí hasta esta mañana?

Se encogió de hombros por segunda vez.

—Ayer estaba… No sé, como ida. No podía pensar en nada. Hoy no es que esté mejor, pero al menos puedo centrarme un poco.

—¿Dónde está?

—Por ahí. —Movió la cabeza hacia una puerta situada al fondo de la sala.

—¿Puedo verle?

—No, no dejan. Además, quedó muy mal.

—Entiendo. —Tragó saliva—. ¿Por qué no está en un tanatorio?

—La policía lo trajo aquí.

—¿La policía?

—Te lo contaré después.

—De acuerdo.

Alguien la llamó. Una mujer. Se separó de su lado y Miquel se quedó finalmente solo. El resto de las personas presentes no le quitaba ahora el ojo de encima. Hombres y mujeres de la vecindad y poco más, porque Mateo ya no tenía familia. El que menos rondaba los cincuenta. Salvo Pere. El chico se mantenía apartado de los demás, apoyado en la pared. Una mancha oscura en el fondo blanco.

Tuvo ganas de salir corriendo.

Llenó los pulmones de aire y buscó la manera de tranquilizarse. En octubre del año pasado le dio a Mateo quinientas pesetas, como si fuera rico, y le prometió volver con comida, hacer una cena.

No lo hizo.

Mateo y María eran el pasado.

Y no quería llevar a Patro allí.

Ahora era tarde.

Caminó hasta Pere y le pasó un brazo por encima de los hombros. El chico levantó la cabeza y le sonrió. Daba la impresión de ser un perrillo desvalido.

—¿Le apreciabas?

—Sí.

—¿Vives en su misma escalera?

—Sí, abajo, con mi tía.

—¿Y tus padres?

—Mi padre murió en el frente. Mi madre al acabar la guerra, enferma.

No se imaginó a Mateo haciendo de padre de un vecino, aunque sí tomándole cariño. Para el muchacho su pérdida era mucho más triste.

—¿Estudias?

—No, no señor. Trabajo. Y hoy no he avisado. Se me va a caer el pelo.

—Diles lo que ha pasado.

—¿Por un vecino? A uno no le dieron permiso ni para ir al entierro de su abuela.

—Deberías estudiar.

—¿Para qué? Cuando pueda me iré, ¿sabe usted? Este país es una mierda, señor.

—No digas eso en voz alta o acabarás en la cárcel, hijo. Y menos a desconocidos. —Paseó una mirada alarmada a su alrededor.

—El señor Mateo me habló de usted. Sé quién es. No soy tonto.

—¿Te habló de mí?

—Decía que era el mejor policía de Barcelona, con un olfato y una cla… clarivi… claviri…

—Clarividencia.

—Eso. —No intentó repetir la palabra—. Decía que cuando tomaba un caso no lo soltaba hasta el final, y que era paciente y seguía todas las pistas y tenía esto muy bien engrasado. —Se tocó la cabeza con el dedo índice de la mano derecha—. Me contaba historias de cuando eran inspectores, antes de la guerra, los buenos tiempos.

Los buenos tiempos.

Un chico de dieciséis o diecisiete años hablaba de «los buenos tiempos».

—¿Qué edad tienes?

—Cumplo dieciocho la semana que viene.

—Has dicho antes que María me lo contaría todo. ¿Qué es lo que ha de contarme?

La mirada se le llenó de dolor.

Miedo.

—Mejor ella —dijo.

No siguieron hablando. De pronto la comitiva se puso en marcha. Bajaron una escalera y llegaron a una pequeña, pequeñísima capilla. Las escasas personas se repartieron por la media docena de bancos. Se miraron entre sí, sobre todo un hombre de traje oscuro. Delante se quedó María, sola. Él se puso en el tercero, con Pere. El ataúd no podía ser más sencillo. Madera de la más barata. Claro que a Mateo eso ya le daba igual.

Lo que no le hubiera dado igual fue lo que siguió.

Una ceremonia católica para un republicano irredento.

Miquel miró la caja como si esperase un temblor o un grito procedente de su interior.

Mateo protestando, gruñón, como siempre.

Ni morir en paz se podía en una dictadura.

—Nuestro hermano Mateo Galvany Pedrosa… —comenzó a hablar el sacerdote convirtiendo la «ny» de Galvany en una terminación fonética castellana, remarcando las dos letras, en lugar de la catalana en forma de «ñ»— nos ha dejado para pasar a una vida mejor al lado del Señor…

Miquel trató de no seguir escuchando.

Si «el Señor» tenía a Mateo a su lado, acabaría hasta los huevos de él.

O eso o se hacía comunista.

Casi llegó a sonreír.

Con un Dios comunista, a Franco, la reserva espiritual de Occidente, le daba un soponcio.

El panegírico del sacerdote no fue muy largo. Una letanía y unos rezos. O le habían dicho a quién enterraba y era piadoso pero de la línea dura, o tenía otras cosas que hacer. Bendijo el ataúd y despidió el duelo con palabras de consuelo para María. Una vez completado el ritual, ella le buscó con la mirada y fue a su encuentro. Miquel cruzó los brazos a la altura del pecho instintivamente.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Claro.

—Hay un coche de acompañamiento y…

—Iré contigo, no te preocupes. No voy a dejarte ir sola.

—He de hablarte de… —Reaparecieron las lágrimas y la emoción en sus ojos mientras le ponía las dos manos en los brazos y se los presionaba.

Miquel notó su temblor.

—Vamos. —Intentó caminar para que no se desmoronara.

No lo consiguió.

María se vino abajo.

—Le asesinaron —dijo de forma entrecortada—. Le asesinaron y… no sé por qué… —Las lágrimas resbalaron en tropel por sus mejillas—. Papá ya no era más que un anciano, Miquel. ¿Por qué habían de matarle? ¿Por qué?

3

No pudieron seguir hablando. La súbita explosión de María se quedó simplemente en eso: un primer intento de contarle algo, lo que fuera que la atormentaba y la razón principal por la que había enviado a Pere a buscarle. Tuvieron que seguir al resto y, ya en la puerta del Clínico, completar paso a paso el protocolo final: la despedida del duelo, ver cómo el ataúd era colocado en el coche fúnebre y, a continuación, sentarse ellos en la parte de atrás del vehículo de acompañamiento. El chófer, un hombre enteco, con el traje arrugado y una gorra que le venía un poco grande, les observó por el espejo interior.

Tampoco era cuestión de hablar allí.

Miquel se resignó.

Y acabó poniendo una de sus manos sobre las de ella, para darle ánimos y compartir su dolor.

—Tranquila.

—En casa, ¿de acuerdo?

—Sí.

—Gracias.

La miró a los ojos. Eran los de una mujer prematuramente anciana. Más aún: vencida y llena de miedo. Ya no le quedaba nada. Un marido muerto en la guerra, una madre muerta en el 43 y ahora un padre… ¿asesinado?

No tenía sentido.

Ella misma lo había dicho: ¿por qué?

Mateo Galvany no era más que un anciano.

El breve cortejo fúnebre formado por los dos coches rodó a velocidad reducida por las calles de Barcelona. Primero Villarroel abajo. Después buscando la montaña de Montjuïc. El mismo trayecto que en el 39 hizo con Quimeta. Al día siguiente le detuvieron. Cuando entraron en el cementerio y, tras cumplimentar el papeleo final en la administración, subieron por las calles rodeadas de mausoleos, tumbas y nichos, tragó saliva. Quimeta estaba muy cerca.

Pero ya no oía su voz en su mente.

Se había ido de manera definitiva.

—¿Tu mujer está aquí? —le preguntó María como si leyera sus pensamientos.

No, su mujer estaba en Tortosa, con su hermana.

—Quimeta sí. —Suspiró.

—Ya casi no la recuerdo —dijo ella.

—La última vez que nos vimos todos fue antes de la guerra.

—Sí —asintió.

Al pronunciar la palabra «guerra» el conductor volvió a mirarles.

Los adictos al régimen seguían empleando el término «cruzada».

Les gustaba más.

Llegaron al lugar del entierro. Un bloque lleno de nichos, de arriba abajo y de lado a lado. Algunos tenían lápidas. Algunos tenían flores. La mayoría no. La mayoría consistía en un simple cuadrado tapado con una losa de piedra y, como mucho, una inscripción, «Familia Tal», «Familia Cual» o el nombre de una persona. Las fechas eran abundantes, pero parecía como si en la última década una epidemia se hubiera extendido por la ciudad.

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