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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (9 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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Se suponía que nuestro trabajo de Jóvenes Bioneros tenía que enseñarnos algunas lecciones útiles. Por ejemplo: no se debía desperdiciar nada, ni siquiera el vino de lugares de pecado. No existían los desperdicios, la basura o la suciedad, sólo se trataba de materia a la que no se le había dado un uso adecuado. Y, lo que es más importante, todos, incluidos los niños, tenían que contribuir a la vida comunitaria.

Shackie y Croze y los mayores en ocasiones se bebían el vino en lugar de guardarlo. Si bebían demasiado, se caían o vomitaban, o se metían en peleas con los plebiquillos y lanzaban piedras a los borrachines. Como represalia, los borrachines se meaban en botellas de vino vacías para ver si conseguían engañarnos. Yo nunca bebí pis: bastaba con oler la botella. Sin embargo, algunos chicos tenían el olfato atrofiado de fumar colillas de cigarrillos y puros, o incluso de maría si la conseguían. Apuraban la botella, y luego escupían y blasfemaban. Aunque muchos de esos chicos bebían de las botellas meadas a propósito, para tener una excusa para blasfemar, lo cual estaba prohibido por los Jardineros.

En cuanto se alejaban del campo de visión del Jardín, Shackie, Croze y aquellos chicos se quitaban los pañuelos de Jóvenes Bioneros y se los ataban a la cabeza, como los Asian Fusion. Ellos también querían ser una banda callejera, incluso tenían una contraseña. «¿Peli?», decían, y el otro tenía que responder «groso». Se suponía que tenía que ser un código secreto, sólo para los miembros de la banda, pero todos lo conocíamos. Bernice dijo que se habían equivocado de contraseña, que en realidad era «¿Pelo? Graso».

—Gran chiste, Bernice —decía Crozier—. Posdata: eres fea.

Se suponía que teníamos que cosechar en grupos para defendernos de las bandas callejeras de plebiquillos, o de los borrachines que querían quitarnos los baldes y beberse el vino, y también de los raptores de niños que podrían vendernos en el mercado sexual de menores. Pese a las advertencias, nos separábamos por parejas o tríos para poder cubrir el territorio más deprisa.

En ese día en particular, empecé con Bernice, pero luego nos enzarzamos en una pelea. Discutíamos constantemente, lo cual yo tomaba como señal de nuestra amistad, porque no importaba la brutalidad con la que riñésemos, siempre terminábamos haciendo las paces. Un vínculo nos mantenía unidas: no era duro como el hueso, sino resbaladizo, como cartílago. Tal vez ambas nos sentíamos inseguras entre los chicos Jardineros; cada una de nosotras temía quedarse sin aliada.

En esa ocasión, nos peleamos por un monedero con una estrella de mar bordada con cuentas que habíamos recogido de una pila de basura. Codiciábamos esa clase de hallazgos y siempre los estábamos buscando. Los habitantes de las plebillas tiraban un montón de materiales, porque —según los Adanes y las Evas— tenían problemas de atención y carecían de toda moral.

—Yo lo he visto primero —dije.

—Tú lo viste primero la última vez —protestó Bernice.

—¿Y qué? ¡De todas formas lo he visto primero!

—Tu madre es una fresca —dijo Bernice.

No era justo porque eso mismo pensaba yo, y Bernice lo sabía.

—La tuya es un vegetal —le solté.

Vegetal no debería haber sido un insulto entre los Jardineros, pero lo era.

—Veena
el Vegetal
—añadí.

—¡Aliento de carne! —exclamó Bernice. Tenía el monedero y no lo soltaba.

—¡Tú misma! —dije.

Me volví y me alejé. Deambulé un rato, pero no miré alrededor y Bernice no me vino detrás.

Esto ocurrió en un centro comercial que se llamaba Apple Corners. Era el nombre oficial de nuestra plebilla, aunque todos la llamaban el Sumidero, porque la gente desaparecía sin dejar rastro. Los chicos Jardineros paseábamos por el centro comercial siempre que podíamos, aunque sólo para mirar.

Como ocurría con todo lo demás en nuestra plebilla, aquel centro comercial había sido más elegante. Había una fuente rota llena de latas de cerveza vacías. También había planteles construidos con un montón de latas de Zizzy Froot y colillas y condones usados llenos de gérmenes (según Nuala). Había una cabina de holocentrifugado donde antes giraban soles y lunas, y animales raros, y tu propia imagen si echabas dinero, pero se la habían cargado tiempo atrás y parecía un muñeco al que le habían arrancado los ojos. En ocasiones entrábamos y corríamos la cortina de estrellas hecha jirones para leer los mensajes que dejaban los plebiquillos en las paredes. «Mónica la chupa.» «Darf tb pero mejor.» «$?» «Pa ti 0.» «Brad, estás muerto.» Los plebiquillos eran encantadores, escribían cualquier cosa en cualquier sitio. No les importaba quién lo viera.

Los plebiquillos del Sumidero iban al holocentrifugador a fumar droga —la cabina apestaba— y a montárselo: lo sabíamos porque se dejaban allí condones y a veces bragas. Los chicos Jardineros no debían hacer ninguna de las dos cosas —el consumo de alucinógenos tenía propósitos religiosos y el sexo era para los que habían intercambiado hojas verdes y saltado la hoguera—, pero los chicos más grandes decían que lo hacían de todas formas.

Las tiendas que no estaban cerradas con tablones eran locales de veinte dólares con nombres como Tinsel's y Wild Side y Bong's, nombres de ese estilo. Vendían sombreros de plumas, lápices para dibujarte el cuerpo y camisetas con dragones, calaveras y eslóganes amenazadores. También Joltbars y chicle que hacía que la lengua te brillara en la oscuridad y ceniceros con labios rojos que decían «Deja que te la sople» y tatuajes que, según decían las Evas, te quemaban la piel hasta las venas. Podías encontrar material caro a precio de ganga que Shackie decía que era robado de las boutiques de SolarSpace.

Todo porquerías y oropel, decían las Evas. Si vas a vender tu alma, ¡al menos pide un precio más alto! Bernice y yo no hacíamos caso. Nuestras almas no nos interesaban. Mirábamos por los escaparates y nos mareábamos de avidez. ¿Qué te llevarías?, decíamos. ¿La varita con luz de LED? ¡Genial! ¿El vídeo de Sangre y rosas? Qué asco, eso es para chicos. Los implantes de pecho de mujer real con pezones sensibles. Ren, das asco.

Después de que Bernice se hubiera marchado ese día, me quedé sin saber qué hacer. Pensé que tal vez lo mejor sería volver, porque no me sentía segura sola. Entonces vi a Amanda, al otro lado del centro comercial, con un grupo de plebiquillas Tex-Mex. Conocía a ese grupo de vista, y Amanda nunca había estado con ellas antes.

Las chicas llevaban la clase de ropa que solían ponerse: minifaldas y
tops
de lentejuelas, boas falsas en torno al cuello, guantes plateados, mariposas de plástico en el pelo. Tenían sus Sea/H/Ear Candies, sus teléfonos deslumbrantes y sus brazaletes de medusa, y estaban alardeando. Todas escuchaban el mismo tema en sus Sea/H/ Ear Candies y bailaban meneando el trasero y sacando pecho. Daban la impresión de que ya tenían todo lo que se vendía en todas las tiendas y que ya se habían aburrido. Envidiaba mucho ese
look.
Me limité a quedarme allí, muerta de envidia.

Amanda también estaba bailando, salvo que ella lo hacía mejor. Al cabo de un rato se detuvo y se quedó un poco aparte, mandando mensajes de texto en su teléfono morado. Entonces me miró y me sonrió. Me hizo un gesto con los dedos plateados. Eso significaba «Ven aquí».

Comprobé que nadie estaba mirando y me acerqué.

15

—¿Quieres ver mi brazalete de medusa? —me dijo Amanda cuando llegué allí.

Debí de parecerle patética, con esa ropa de huérfana y las uñas sin pintar. Ella levantó la muñeca: vi las medusas pequeñas, abriéndose y cerrándose como flores acuáticas. Parecían perfectas.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté. Apenas sabía qué decir.

—Lo birlé —dijo Amanda. Así era cómo por lo general conseguían las cosas las plebiquillas.

—¿Cómo sobreviven aquí?

Ella señaló el encaje de plata donde se abrochaba el brazalete.

—Esto es un aireador —dijo—. Bombea oxígeno. Añades el alimento dos veces por semana.

—¿Qué pasa si te olvidas?

—Se comen las unas a las otras —explicó Amanda. Sonrió un poco—. Algunos chicos lo hacen a propósito, no les ponen comida. Entonces hay como una guerra en miniatura ahí dentro, y al cabo de un rato sólo queda una medusa, y luego se muere.

—Eso es terrible —dije.

Amanda mantuvo la misma sonrisa.

—Sí. Por eso lo hacen.

—Son muy bonitas —dije con voz neutral. Quería complacerla, y no tenía forma de saber si pensaba que «terrible» era bueno o malo.

—Quédatelo —dijo Amanda. Extendió el brazo—. Puedo birlar otro.

Deseaba muchísimo el brazalete, pero no sabría cómo comprar la comida y la medusa moriría. O me descubrirían el brazalete, por bien que lo escondiera, y me metería en un lío.

—No puedo —dije. Di un paso atrás.

—Tú eres una de ellos, ¿a que sí? —dijo Amanda. No era provocadora, parecía simplemente curiosa—. Los beatos. Dicen que hay unos cuantos por aquí.

—No —dije—. Yo no.

Seguro que la mentira llamaba la atención. Había un montón de gente mal vestida en la plebilla del Sumidero, pero no iban mal vestidos a propósito como los Jardineros.

Amanda ladeó un poco la cabeza.

—Es gracioso —dijo—. Te pareces a ellos.

—Yo sólo vivo con ellos. Como de visita. No soy como ellos para nada.

—Por supuesto que no —dijo Amanda, sonriendo. Me dio un golpecito en el brazo—. Ven aquí. Quiero enseñarte algo.

A donde me llevó fue al callejón que daba a la parte trasera del Scales and Tails. Se suponía que los chicos Jardineros no podían acercarse allí, pero íbamos de todos modos cuando estábamos cosechando, porque conseguías un montón de vinagre de vino si llegabas antes que los borrachines.

Ese callejón era peligroso. El Scales and Tails era un antro de depravación, decían las Evas. No teníamos que entrar bajo ningún concepto, y menos las niñas. Decía
Espectáculo para adultos
en letras de neón sobre la puerta. Por la noche custodiaban la entrada dos hombres enormes vestidos de negro que llevaban gafas de sol aunque estuviera oscuro. Una de las chicas Jardineras más grandes aseguraba que esos hombres le habían dicho: «Vuelve el año que viene y trae tu culito dulce.» Pero Bernice decía que sólo estaba alardeando.

En el Scales había fotos a ambos lados de la entrada: holofotos iluminadas. Las fotos eran de chicas preciosas cubiertas completamente con escamas de color verde brillante, como lagartos, salvo por el pelo. Una de ellas se aguantaba en un pie y tenía el otro en torno al cuello. Pensaba que tenía que doler una postura así, pero la chica de la foto estaba sonriendo.

¿Las escamas le crecían o estaban pegadas? Bernice y yo no nos poníamos de acuerdo en eso. Yo decía que estaban pegadas, pero Bernice sostenía que les crecían porque las chicas estaban operadas; era como ponerse tetas. Le dije a Bernice que estaba loca, porque nadie se sometería a semejante operación. Pero en secreto casi me lo creía.

Un día habíamos visto a una chica con escamas por la calle de día, perseguida por un hombre vestido de negro. La chica destellaba mucho por las escamas verde brillante; se sacó de un pisotón los tacones altos y siguió corriendo descalza, esquivando gente, hasta que pisó un trozo de cristal roto y se cayó. El hombre le dio alcance, la cogió en brazos y volvió a llevarla al Scales mientras la chica agitaba los brazos de piel verde de serpiente. Le sangraban los pies. Siempre que pensaba en eso, notaba un escalofrío, como cuando ves que otra persona se corta un dedo.

En la parte de atrás del callejón, al lado del Scales, había un patiecito cuadrado donde se guardaban las papeleras, las de basuróleo y las otras. Al fondo había una valla de tablones y, detrás, un solar donde se había incendiado un edificio. Ya sólo había tierra dura con trozos de cemento, madera chamuscada y cristales rotos, donde crecían las malas hierbas.

En ocasiones los plebiquillos rondaban por ahí, y nos asaltaban cuando estábamos vaciando botellas de vino. Nos gritaban «Devoto, devoto, apestoso y roto», nos quitaban los baldes y salían corriendo con ellos o nos los vaciaban encima. Eso le pasó a Bernice una vez y olió a vino durante días.

En ocasiones íbamos al solar con Zeb en nuestras excursiones pedagógicas: decía que era lo más parecido a un prado que se podía encontrar en nuestra plebilla. Cuando él estaba con nosotros, los niños de las plebillas no nos molestaban. Contar con Zeb era como tener un tigre: manso contigo, salvaje con todos los demás.

Una vez encontramos a una chica muerta allí. No tenía pelo ni ropa, sólo unas pocas escamas verdes enganchadas. «Están enganchadas —pensé—, o algo así. Pero seguro que no le han crecido. Así que tenía razón.» —Quizá se está dando un baño de sol —dijo uno de los chicos más mayores, y los demás se rieron.

—No la toquéis —dijo Zeb—. ¡Un poco de respeto! Hoy daremos la lección en el Jardín del Tejado.

Cuando volvimos en nuestra siguiente excursión pedagógica, ya no estaba.

—Apuesto a que es basuróleo —me susurró Bernice.

El basuróleo estaba hecho de cualquier tipo de desecho que contuviera carbono: residuos de matadero, verduras podridas, vertidos de restaurantes, incluso botellas de plástico. Los restos se echaban a una caldera, y salía aceite y agua, además de algo de metal. Oficialmente no podías echar cadáveres humanos, pero los chicos hacían chistes al respecto. Aceite, agua y botones de camisa. Aceite, agua y plumines dorados.

—Aceite, agua y escamas verdes —le susurré a Bernice.

A primera vista, el solar estaba vacío. No había borrachines, ni plebiquillos, ni ninguna mujer desnuda muerta. Amanda me condujo hasta el rincón, donde había una losa plana de cemento.

Vi una botella de jarabe apoyada contra la losa, de las que se aprietan.

—Mira esto —dijo Amanda.

Había escrito su nombre en jarabe en la losa, y una fila de hormigas se estaban comiendo las letras, de modo que cada letra tenía un borde de hormigas negras. Fue así como conocí el nombre de Amanda, lo vi escrito en hormigas. Amanda Payne.

—¿A que es guapo? —dijo ella—. ¿Quieres escribir tu nombre?

—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunté.

—Es limpio —dijo Amanda—. Escribes cosas, luego ellos se comen tu escritura. Así apareces y desapareces. De esa manera nadie puede encontrarte.

¿Por qué eso tenía sentido para mí? No lo sé, pero lo tenía.

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