¿Dónde estaban los científicos necios cuando Dios colocó los cimientos de interponiendo su propio Espíritu entre una gota de materia y otra, dando así lugar a las formas? ¿Dónde estaban «cuando clamaban a coro todas las estrellas del alba»? Pero perdonémosles de corazón, porque nuestra tarea de hoy no es la reprimenda, sino contemplar nuestro propio estado terrenal con toda humildad.
Dios podría haber creado al hombre sólo mediante la palabra, pero no usó ese método. También podría haberlo creado del polvo de , lo cual en cierto sentido hizo, porque ¿qué otra cosa puede significar «polvo» sino átomos y moléculas, los componentes básicos de todas las entidades materiales? Además, nos creó mediante largos y complejos procesos de selección natural y sexual, que no son otra cosa que su ingenioso artefacto para instilar humildad en el hombre. Lo hizo un «poco inferior a los ángeles», pero en otros sentidos —y la ciencia lo confirma— estamos emparentados con nuestros compañeros primates, un hecho desagradable para la autoestima de los altaneros de este mundo. Nuestros apetitos, nuestros deseos, nuestras emociones más incontrolables, ¡son de los primates! del Jardín del Edén original fue una caída desde la actuación inocente de esos modelos e impulsos hasta una conciencia avergonzada de ellos; y de ahí surge nuestra tristeza, nuestra ansiedad, nuestra duda, nuestra rabia contra Dios.
Cierto, a nosotros —como a los otros animales— se nos bendijo y se nos exigió crecer y multiplicarnos, y repoblar ¡con qué medios humillantes, agresivos y dolorosos suele ocurrir esta repoblación! ¡No es de extrañar que nazcamos con una sensación de culpa y desgracia! ¿Por qué Dios no nos creó con un espíritu puro como el suyo? ¿Por qué nos encarnó en materia perecedera y en una materia tan desafortunadamente simiesca? Y así se suceden las quejas de los antiguos.
¿Qué mandamiento desobedecimos? El mandamiento de vivir la existencia animal en toda su simplicidad, sin ropa, por así decirlo. Pero ansiábamos el conocimiento del bien y del mal, y obtuvimos ese conocimiento, y ahora estamos pagando la osadía. En nuestros esfuerzos por alzarnos por encima de nosotros mismos hemos caído aún más bajo y aún seguimos cayendo; porque, como , también continúa. La nuestra es una caída en la codicia: ¿por qué pensamos que todo lo que existe sobre nos pertenece, cuando en realidad nosotros pertenecemos a todo? Hemos traicionado la confianza de los animales y mancillado nuestra tarea sagrada de llevar el timón. El mandamiento divino de «repoblar la tierra» no significa que debamos llenarla hasta que se desborde con nosotros mismos, borrando así todo lo demás. ¿Cuántas especies hemos aniquilado ya? En la medida en que hacemos daño a la menor criatura de Dios, se lo hacemos a Él. Por favor, considerar esto, amigos, la próxima vez que piséis un gusano o menospreciéis un escarabajo.
Recemos para que no caigamos en el error del orgullo de considerarnos excepcionales, los únicos con alma de toda ; y porque no imaginemos en vano que estamos por encima de toda otra vida, y que podemos destruirla cuando nos plazca y con impunidad.
Te damos gracias, oh, Señor, por habernos hecho de tal modo que recordemos, no sólo nuestro ser casi angélico, sino también los nudos de ADN y ARN que nos atan a nuestros compañeros animales.
Cantemos.
11No permitas mi orgullo
No permitas mi orgullo, Señor,
ni que me coloque delante
de otros primates, con cuyos genes
en tu amor crecimos todos.
Billones de años son
Tus Días, tus métodos, insondables;
pero tu mezcla de ADN
dio pasión, saber y mente.
No siempre conocemos Tu senda
por el mono y el gorila,
mas encontramos todos cobijo
bajo tu sombra celeste.
Si nos jactamos y nos henchimos
de vanidad y de orgullo,
recordemos al australopiteco,
nuestro animal interior.
Líbranos de rasgos peores,
agresión, rabia, codicia;
no desdeñemos nuestra baja cuna,
ni nuestro germen de primate.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Cuando pienso en esa noche —la noche en que empezó el Diluvio Seco— no consigo recordar nada extraordinario. Alrededor de las siete en punto me entró hambre. Saqué una Joltbar de la mininevera y me comí media. Sólo me comía la mitad de cada cosa porque una chica de mi constitución no puede permitirse hincharse como un globo. Una vez le pregunté a Mordis si no debería ponerme implantes de pecho, pero dijo que yo podía hacer de menor con luz tenue, y había mucha demanda del numerito de la colegiala.
Hice algunas flexiones en la barra y mis ejercicios de Kegel, y entonces Mordis me llamó al videoteléfono para ver si estaba bien: me echaba de menos, porque nadie sabía ganarse al público como yo.
—Ren, tú les haces cagar billetes de mil dólares —dijo, y yo le lancé un beso.
—¿Mantienes el trasero en forma? —preguntó.
Así que coloqué el videoteléfono detrás de mí.
—De puta madre —dijo.
Aunque te sintieras mal, te hacía sentir guapa.
Después de eso fui al vídeo del Nido de Víboras, para ver la acción y bailar al son de la música. Era extraño observar que todo continuaba sin mí, como si me hubieran borrado. Crimson Petal estaba en la barra; Savona me sustituía en el trapecio. Tenía buen aspecto: brillante, verde y sinuosa, con un mohair nuevo plateado. Yo también estaba planteándome usar uno —eran mejor que las pelucas, nunca se te movían—, pero algunas chicas decían que el olor era como a costillas de cordero, sobre todo cuando llovía.
Savona era un poco torpe. No era una chica de trapecio, sino de barra,
y
era pesada de arriba, se había hinchado como una pelota de playa. Si le ponías tacones de aguja, bastaría con soplarle un poco desde atrás para que se cayera de bruces.
—Mientras funcione —diría—, y, nena, esto funciona.
Ahora estaba abriéndose de piernas cabeza abajo, sujetándose con una sola mano. No me convencía, pero los hombres que tenía debajo no estaban muy interesados en el arte: pensarían que Savona era genial a menos que se riera en lugar de gemir o se cayera del trapecio.
Salí del Nido de Víboras y me pasé por las otras salas, pero no estaba ocurriendo gran cosa. No había fetichistas, nadie que quisiera que lo cubrieran de plumas o lo pringaran de gachas o que lo colgaran con cuerdas de terciopelo o que se estremeciera de placer con lebistes. Sólo lo de cada día.
Entonces llamé a Amanda. Cada una de nosotras era la familia de la otra; supongo que de pequeñas las dos éramos cachorros callejeros. Es un vínculo.
Amanda estaba en el desierto de Wisconsin, terminando una de las instalaciones de bioarte que está haciendo desde que se metió en el mundillo artístico. Esta vez eran huesos de vaca. Wisconsin está lleno de huesos de vaca desde la gran sequía de hace diez años, cuando descubrieron que era más barato sacrificar las vacas in situ que transportarlas a otro lugar, eso en el caso de las que no habían muerto por sí solas. Amanda disponía de un par de excavadoras de pila de combustible y de dos refugiados ilegales Tex-Mex que había contratado, y estaba colocando los huesos de vaca en un patrón tan grande que sólo se veía desde arriba: enormes letras mayúsculas que formaban una palabra. Después lo cubriría con jarabe para crepes, esperaría a que se poblara de vida insectívora y grabaría vídeos desde el aire para exhibirlos en galerías. Le gustaba ver cosas que se movían, crecían y luego desaparecían.
Amanda siempre conseguía dinero para sus numeritos artísticos. Era bastante famosa en los círculos que contaban en la cultura. No eran círculos muy amplios, pero sí círculos ricos. Esta vez tenía un contrato con un pez gordo de Corpsegur que la llevaba en helicóptero para que grabara los vídeos.
—He hecho un canje con el señor Don por el remolino. —Así era como me lo decía, nunca decíamos Corpsegur ni helicóptero por teléfono, porque tenían robots que escuchaban en busca de determinadas palabras, como ésas.
Su rollo de Wisconsin formaba parte de una serie llamada Decía en broma que estaba inspirado en los Jardineros porque nos habían reprimido mucho por anotar cosas. Ella había empezado con palabras de una letra —I y A y O— y luego había hecho palabras de dos letras como Yo y luego de tres, de cuatro y de cinco. Ahora iba por las de seis. Estaban escritas en todos los materiales diferentes, incluidas entrañas de pez, aves muertas por vertidos tóxicos o lavabos de inmuebles demolidos que llenaba de aceite usado para luego prenderles fuego.
Su nueva palabra era
kaputt.
Cuando me lo había contado antes, me había dicho que estaba mandando un mensaje.
—¿A quién? —le dije—. ¿A la gente que va a las galerías? ¿A los señores ricos y poderosos?
—Exacto —dijo ella—. Y también a las señoras ricas y poderosas.
—Te vas a meter en líos, Amanda.
—No pasa nada —dijo ella—. No lo entenderán.
El proyecto estaba yendo bien, dijo: había llovido, las flores del desierto se habían abierto, abundaban los insectos, lo cual era perfecto para cuando vertiera el jarabe. Ya había hecho , e iba por la mitad de los Tex-Mex se estaban aburriendo.
—Ya somos dos —dije—. No aguanto más aquí.
—Tres —dijo Amanda—. Hay dos Tex-Mex, y tú, tres.
—Ah, vale. Tienes buen aspecto. El caqui te sienta bien. —Era alta, con ese aire de exploradora larguirucha con salacot.
—Tú tampoco estás mal —dijo Amanda—. Ten cuidado, Ren.
—Tú también. No dejes que se te tiren los Tex-Mex.
—No lo harán. Creen que estoy zumbada. Las locas te cortan el rabo.
—¡No lo sabía! —Estaba riendo. A Amanda le gustaba hacerme reír.
—¿Por qué ibas a saberlo? —dijo Amanda—. Tú no estás loca y nunca has visto una de esas cosas retorciéndose en el suelo. Dulces sueños.
—Dulces sueños —repetí, pero ella ya había colgado.
He perdido la pista de los santos del día —no recuerdo cuál es el de hoy—, pero puedo contar los años. He usado mi delineador de ojos en la pared para sumar los años que hace que conozco a Amanda. Lo he hecho como en esas pelis viejas de prisioneros: cuatro trazos y luego uno que los tacha para el quinto.
Han pasado muchos años: más de quince desde que entró en los Jardineros. Mucha gente de mi vida anterior era de allí: Amanda y Bernice y Zeb; y Adán Uno y Shackie y Croze; y la vieja Pilar; y Toby, por supuesto. Me pregunto qué pensarán de mí: de lo que terminé haciendo para ganarme la vida. Algunos estarían decepcionados, como Adán Uno. Bernice diría que soy reincidente y que me está bien empleado. Lucerne diría que soy una guarra, y yo le diría que hace falta serlo para reconocer a otra. Pilar me miraría con prudencia. Shackie y Croze se reirían. Toby se cabrearía con el Scales. ¿Y Zeb? Creo que trataría de rescatarme, porque sería un desafío.
Amanda ya lo sabe. Ella no juzga. Dice que comercias con lo que tienes. No siempre tienes elección.
Cuando Lucerne y Zeb me sacaron por primera vez del mundo exfernal para llevarme a vivir con los Jardineros, no me hizo ninguna gracia. Todos sonreían mucho, pero me asustaban: estaban muy interesados en el destino y en los enemigos y en Dios. Y hablaban mucho de la muerte. Los Jardineros eran estrictos respecto a no acabar con una vida, pero en cambio decían que la muerte era un proceso natural, lo cual es una especie de contradicción, ahora que lo pienso. Tenían la idea de que convertirse en compost estaba bien. No todos creerían que el hecho de que tu cuerpo se convirtiera en parte de un buitre era un futuro estupendo, pero los Jardineros sí. Y cuando empezaban a hablar del Diluvio Seco que iba a matar a todos los que habitaban la tierra —salvo tal vez a ellos— me provocaba pesadillas.
Nada de eso asustaba a los verdaderos niños Jardineros. Estaban acostumbrados. Incluso hacían broma al respecto, o al menos los chicos mayores: Shackie y Croze y sus colegas. «Todos vamos a moriiiiir», decían poniendo cara de zombis. «Eh, Ren. ¿Quieres colaborar en el ciclo de la vida? Si te tumbas en ese vertedero, podrás ser compost.» «Eh, Ren, ¿quieres ser un gusano? ¡Lámeme el corte!»
«Calla —decía Bernice—. O serás tú el que acabe en el vertedero, porque te tiraré yo.» Bernice era mala y no se dejaba pisar, y la mayoría de los niños retrocedían. Incluso los chicos. Pero entonces yo estaba en deuda con Bernice y tenía que obedecerla.
Shackie y Croze se burlaban de mí de todos modos, cuando Bernice no estaba cerca para devolvérsela. Eran aplastagusanos, zampaescarabajos. Trataban de darte asco. Los buscapleitos, los llamaba Toby. Oía que le decía a Rebecca: «Aquí llegan los buscapleitos.» Shackie era el mayor; era alto y delgado, y tenía un tatuaje de una araña en la cara interna del brazo que él mismo se había hecho con una aguja y hollín de vela. Croze era de constitución más achaparrada. Tenía la cabeza redonda y le faltaba un diente en un lado; decía que lo había perdido en una reyerta. Tenían un hermano pequeño que se llamaba Oates. No tenían padre ni madre; no es que fueran huérfanos, pero su padre se había marchado con Zeb en algún viaje especial de Adán y no había vuelto, y luego su madre se había ido diciéndole a Adán Uno que mandaría a buscar a sus hijos cuando se estableciera. Pero nunca lo hizo.
de Jardineros estaba en un edificio distinto al del Tejado. Lo llamaban Clínica de Estética porque es lo que había antes allí. Aún quedaban algunas cajas abandonadas llenas de vendas de gasa, que los Jardineros guardaban para trabajos de manualidades. Olía a vinagre: al otro lado del pasillo, frente a las aulas, estaba la sala que los Jardineros usaban para fabricar vinagre.
Los bancos de de Estética eran duros; nos sentábamos en filas. Escribíamos en pizarras y había que borrarlas al final del día, porque los Jardineros decían que no podías dejar palabras sueltas donde nuestros enemigos podían encontrarlas. Además, el papel era pecado porque estaba hecho de la carne de los árboles.
Pasábamos mucho tiempo memorizando cosas y recitándolas en voz alta. La historia de los Jardineros, por ejemplo, decía así:
Año Uno, un huerto contra el ayuno; año Dos, damos gracias a Dios; año Tres, las abejas de Pilar ponen todo del revés; año Cuatro, Burt entra en el teatro; año Cinco, Toby pega un brinco; año Seis, Katuro, ya lo veis; año Siete, llega Zeb como un cohete.