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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (3 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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Toby baja la escalera lo más deprisa que puede sin resbalar. ¡Idiota! Debería llevar siempre el rifle. Lo coge de al lado de la cama, se apresura a volver a subir al tejado. Apunta a uno de los cerdos —el macho, un tiro fácil, de costado—, pero de repente duda. Son criaturas de Dios. Nunca mates sin causa justa, decía Adán Uno.

—¡Os lo advierto! —grita.

Aunque parezca mentira, da la impresión de que la entienden. Deben de haber visto un arma antes: un pulverizador o una pistola aturdidora. Chillan alarmados, dan media vuelta y corren.

Han recorrido un cuarto del camino del prado cuando a Toby se le ocurre que volverán. Cavarán de noche y entrarán en su huerto en un santiamén, y supondrá el final de su fuente nutritiva. Tendrá que dispararles, será en defensa propia. Dispara, falla, vuelve a intentarlo. El verraco cae. Las dos puercas siguen corriendo. Hasta que no llegan al linde del bosque no miran atrás. Entonces se funden en el follaje y desaparecen.

A Toby le tiemblan las manos. Has segado una vida, se dice a sí misma. Has actuado en un arrebato de rabia. Deberías sentirte culpable. Aun así, piensa en salir con uno de los cuchillos de cocina y cortar una pata. Había tomado los vegevotos al unirse a los Jardineros, pero la idea de un bocadillo de beicon es una gran tentación ahora mismo. Sin embargo, se resiste: la proteína animal ha de ser el último recurso.

Murmura el patrón de disculpa de los Jardineros, aunque no se arrepiente. O no se arrepiente lo suficiente.

Necesita hacer prácticas de tiro. Al fallar el primer disparo al verraco ha permitido que las puercas huyeran: una torpeza.

En semanas recientes ha sido cada vez más descuidada con el rifle. Ahora se promete llevarlo siempre consigo cuando salga, aunque sea a darse un baño al tejado o incluso al lavabo. Incluso al huerto; sobre todo al huerto. Los cerdos son listos, no se olvidarán de ella ni la perdonarán. ¿Debería cerrar la puerta con llave al salir? ¿Y si ha de volver corriendo, apurada, al edificio del balneario? Pero si deja la puerta sin cerrar, alguien o algún animal podría colarse cuando estuviera trabajando en el huerto y esperarla dentro.

Ha de pensar en todo. «Un Ararat sin un muro no tiene futuro», como cantaban los niños Jardineros. «Un muro no defendido es un muro caído.» A los Jardineros les gustaban las rimas instructivas.

5

Toby fue a buscar el rifle al cabo de unos días de los primeros casos. Fue la noche siguiente de que las chicas huyeran de AnooYoo dejándose los vestidos rosas.

No se trataba de una pandemia común: no podría contenerse después de unos pocos cientos de miles de muertes y luego eliminarse con armas biológicas y lejía. Era el Diluvio Seco del que tanto habían advertido los Jardineros. Tenía todas las señales: viajaba por el aire como si tuviera alas, arrasaba las ciudades como el fuego, las turbas extendían los gérmenes, el terror y la carnicería. Las luces iban apagándose por doquier, las noticias eran esporádicas: los sistemas fallaban a medida que morían quienes los mantenían. El caos era total, y por eso necesitaba el rifle. Los rifles eran ilegales y que la encontraran con uno habría resultado fatal una semana antes, pero ahora las leyes ya no parecían un factor a considerar.

El viaje sería peligroso. Tendría que ir caminando a su antigua plebilla —ya no funcionaba ningún transporte— y encontrar el chabacano apartamento en dos niveles que había pertenecido de manera fugaz a sus padres. Luego tendría que desenterrar el rifle del sitio donde había sido escondido, con la esperanza de que nadie la viera haciéndolo.

Caminar hasta tan lejos no supondría un problema, porque se mantenía en forma. El riesgo lo constituía otra gente. Había disturbios por doquier, según las noticias intermitentes que captaba en su teléfono.

Se marchó del balneario al alba, cerrando la puerta tras de sí. Cruzó las amplias extensiones de césped y se dirigió hacia la entrada norte por el camino boscoso donde las clientes solían dar sus paseos a la sombra: allí se camuflaría mejor. Aún quedaban algunas balizas solares que marcaban el sendero. No se encontró a nadie, aunque un conejo verde saltó a los arbustos y se le cruzó un cachorro de lince rojo que se volvió a contemplarla con un leve fulgor en la mirada.

La verja de la entrada al recinto estaba entornada. Se coló con precaución, casi esperando un desafío. Luego salió por Heritage Park. Había gente que se apresuraba, personas solas y en grupos tratando de escapar de la ciudad, con la esperanza de atravesar las plebillas aledañas y buscar refugio en el campo. Oyó toses, un gemido infantil. Casi tropezó con alguien caído en el suelo.

Cuando llegó al límite exterior del parque, era noche cerrada. Se movía de árbol en árbol, al amparo de las sombras. El bulevar estaba repleto de coches, camiones, motos solares y autobuses, y los conductores hacían sonar las bocinas y gritaban. Algunos de los vehículos estaban volcados y quemados. En las tiendas, el saqueo se hallaba en pleno apogeo. No había hombres de Corpsegur a la vista. Debieron de ser los primeros en desertar, dirigiéndose hacia sus fortalezas de la corporación para salvar el pellejo, y llevando consigo —eso sin duda esperaba Toby— el virus letal.

Sonaron disparos de algún lado. Así que ya estaban excavando en los patios traseros, pensó Toby: el suyo no era el único rifle.

Calle arriba habían levantado una barricada con varios coches. ¿Con qué iban armados los defensores? Por lo que Toby alcanzó a ver usaban trozos de cañería metálica. La gente les gritaba furiosa y les lanzaba ladrillos y piedras: querían pasar, querían huir de la ciudad. ¿Cuál era el objetivo de los que mantenían las barricadas? El saqueo, sin duda. Violación y dinero, y otras cosas inútiles.

Cuando se alcen las aguas secas, decía Adán Uno, la gente tratará de salvarse de morir ahogada. Se agarrarán a un clavo ardiendo. Aseguraos de no ser ese clavo ardiendo, amigos, porque si se os agarran, o sólo con que os toquen, también os ahogaréis.

Toby se alejó de la barricada, tendría que rodearla. Se mantuvo en la oscuridad, agachada detrás del follaje y bordeando el parque. Ya había llegado al espacio abierto donde los Jardineros instalaban sus mercados, y la cabaña donde jugaron los niños. Se escondió detrás de ella, esperando una distracción. Enseguida se produjo un choque y una explosión, y Toby aprovechó que todas las cabezas se volvían para cruzar. Es mejor no correr, le había enseñado Zeb: huir te convierte en una presa.

Las calles laterales estaban atestadas de personas; Toby las esquivó. Llevaba guantes quirúrgicos, chaleco antibalas hecho de seda de un híbrido de araña y cabra que había birlado un año antes de un almacén de AnooYoo, y una mascarilla negra con filtro de aire. Se había llevado una pala y una palanca del cobertizo, y ambas herramientas podían resultar letales si se usaban con decisión. En el bolsillo llevaba una botella de Laca Brillo Total AnooYoo, un arma eficaz si apuntabas a los ojos. Había aprendido muchas cosas de Zeb en las clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana: según la opinión de Zeb, el primer derramamiento de sangre que tenías que limitar era el de la tuya.

Se dirigió al noreste, por el elegante Fernside, luego atravesó las extensiones de casas diminutas y mal construidas de Big Box, escabullándose por las calles más estrechas, tenuemente iluminadas y poco pobladas. Varias personas pasaron a su lado abstraídas en sus propias historias. Dos adolescentes hicieron una pausa como para intentar un atraco, pero Toby empezó a toser y dijo con voz ronca: «¡Ayudadme!», y los muchachos se escabulleron.

Alrededor de medianoche, y después de unos pocos giros equivocados —todas las calles de Big Box se parecían mucho—, Toby llegó a la antigua casa de sus padres. No había luces encendidas, la puerta del garaje se encontraba abierta y la ventana de cristal cilindrado de delante estaba aplastada, así que pensó que no habría nadie allí. Los actuales ocupantes habrían muerto o estarían en algún otro sitio. Lo mismo ocurría en la casa de al lado, donde estaba enterrado el rifle.

Se quedó un momento quieta, calmándose, escuchando la sangre que se le agolpaba en la cabeza: katush, katush, katush. O el rifle estaba allí o había desaparecido. Si estaba allí, tendría rifle. Si había desaparecido, no tendría. No había motivo para sentir pánico.

Abrió la puerta del jardín de los vecinos, con el sigilo de un ladrón. Oscuridad, ningún movimiento. El aroma de las flores nocturnas: lirios, petén. Y, mezclado con éste, un olorcillo de humo de algo que se quemaba a varias manzanas: atisbaba las llamas. Una polilla de kudzu le dio en la cara.

Metió la palanca bajo una piedra del patio, hizo fuerza desde el borde y levantó la piedra. Lo hizo otra vez, y otra. Tres piedras de patio. Después cavó con la pala.

Un latido, luego otro.

Allí estaba.

No grites, se dijo a sí misma. Limítate a cortar el plástico, agarrar el rifle y la munición y salir de aquí.

Tardó tres días en volver a AnooYoo, esquivando los peores disturbios. Había huellas de barro en los escalones exteriores, pero no había entrado nadie.

6

El rifle es un arma primitiva: un Ruger 44/99 Deerfield que había pertenecido a su padre. Fue éste quien enseñó a Toby a disparar cuando ella tenía doce años, en esos días del pasado que ahora se le antojaban un paréntesis cerebral en tecnicolor efecto del consumo de hongos. Apunta al centro del cuerpo, le explicaba su padre. No pierdas el tiempo con las cabezas. Decía que sólo se refería a animales.

Habían estado viviendo en una zona semirrural, antes de que la ciudad se extendiera por esa franja de paisaje. Su casa de madera blanca contaba con cuatro hectáreas de árboles alrededor, y había ardillas y los primeros conejos verdes. No había mofaches, aún no los habían creado, pero sí muchos ciervos que se metían en el huerto de su madre. Toby había disparado a un par y había ayudado a destriparlos; aún se acordaba del olor y de cortar las vísceras brillantes. Habían comido estofado de ciervo, y su madre había preparado sopa con los huesos. Pero más que nada, Toby y su padre disparaban a latas y a ratas en el vertedero; todavía había un vertedero. Ella había practicado mucho y eso había complacido a su padre. «Buen tiro, colega», le decía.

¿Había deseado tener un hijo? Quizá. Lo que él decía era que todo el mundo necesitaba aprender a disparar. Su generación creía que si había un problema lo único que tenías que hacer para solucionarlo era pegarle un tiro a alguien.

Después, Corpsegur había prohibido las armas de fuego en aras de la seguridad pública, reservando para sus agentes los recién inventados pulverizadores, y de repente la población quedó oficialmente desarmada. El padre de Toby había enterrado su rifle y municiones bajo una pila de trozos de valla y le había enseñado a ella dónde estaba por si acaso lo necesitaba. Corpsegur podría haberlo encontrado con sus detectores de metales —se rumoreaba que hacían batidas—, pero no iban a mirar en todas partes y el padre de Toby era inocuo desde su punto de vista. Vendía aparatos de aire acondicionado. Era un don nadie.

Más adelante, un promotor inmobiliario quiso comprarle el terreno. Aunque la oferta era buena, el padre de Toby se negó a vender. Decía que le gustaba el lugar donde vivía. Lo mismo opinaba su madre, que dirigía la franquicia de complementos de HelthWyzer en la zona comercial más próxima. El padre de Toby decía que a él le parecía bien: en ese momento se había convertido en una cuestión de principios.

Pensaba que el mundo continuaba igual que cincuenta años antes, reflexiona ahora Toby. No debería haber sido tan testarudo. Ya entonces Corpsegur estaba consolidando su poder. Había empezado como una empresa de seguridad privada de las corporaciones, pero luego había asumido el poder cuando las fuerzas policiales se desarticularon por falta de fondos. Al principio a la gente le gustó, porque las corporaciones pagaban, pero Corpsegur enseguida empezó a extender sus tentáculos por doquier. Su padre debería haber cedido.

Primero había perdido su puesto en la empresa de aire acondicionado. Consiguió otro empleo, de vendedor de ventanas térmicas, pero cobraba menos. Luego la madre de Toby contrajo una extraña enfermedad. No lo entendía, porque siempre había sido muy cuidadosa con su salud: hacía ejercicio, comía mucha verdura, se tomaba una dosis diaria de complementos HiPotency VitalVite de HelthWyzer. Los operadores de franquicias como ella tenían buenas ofertas con los complementos: su propio paquete personalizado, igual que los capitostes de HelthWyzer.

Se tomó más complementos, pero a pesar de ello se debilitó, se desorientó y perdió peso rápidamente; era como si el cuerpo se le hubiera vuelto en contra. Ningún médico logró acertar con el diagnóstico, aunque le hicieron numerosas pruebas en las clínicas de HelthWyzer; se interesaron en ella, porque había sido una usuaria fiel de sus productos. Dispusieron una atención especial con sus propios médicos. Sin embargo, se lo cobraron y, aun con el descuento que obtenían los miembros de la familia de franquicias HelthWyzer, sumaba mucho dinero; y como la enfermedad no tenía nombre, el modesto seguro médico de sus padres se negó a asumir los costes. Nadie tenía derecho a cobertura sanitaria pública a no ser que fuera pobre de solemnidad.

Tampoco es que uno quisiera ir a uno de esos vertederos públicos, pensó Toby. Lo único que hacían era hacerte sacar la lengua, contagiarte unos pocos gérmenes y virus que todavía no tuvieras y mandarte a casa.

El padre de Toby solicitó una segunda hipoteca e invirtió el dinero en médicos, fármacos, enfermeras particulares y hospitales. Sin embargo, la madre de Toby continuó debilitándose.

Su padre se vio obligado a vender la casa de madera blanca por un precio muy inferior al que le habían ofrecido al principio.

Al día siguiente de la venta, las excavadoras aplanaron el solar. Su padre compró otra casa, una pequeña en dos niveles, en una nueva parcelación a la que llamaban Big Box, porque estaba rodeada por toda una flotilla de
megastores.
Desenterró el rifle de debajo de la valla, lo llevó a escondidas a la nueva casa y volvió a enterrarlo, en esta ocasión bajo las piedras del yermo patiecito trasero.

Luego perdió su trabajo de las ventanas térmicas, porque se había tomado demasiado tiempo libre debido a la enfermedad de su mujer.

Hubo que vender el coche solar.

Después, los muebles desaparecieron, uno tras otro; y no es que el padre de Toby sacara mucho por ellos. La gente es capaz de olerte la desesperación, le dijo a Toby. Se aprovechan.

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