Esta conversación se desarrolló por teléfono, porque Toby había logrado entrar en la universidad a pesar de la falta de efectivo de su familia. Había obtenido una magra beca de , que complementaba sirviendo mesas en la cafetería estudiantil. Quería ir a casa y ayudar con su madre, a la que habían dado de alta en el hospital y que dormía en el sofá de la planta baja porque no podía subir escaleras, pero su padre se negó. Toby se quedaría en la universidad, porque ella no podía hacer nada.
Finalmente, hubo que poner a la venta hasta la chabacana casa de Big Box. El letrero estaba en el jardín cuando Toby regresó a casa para el funeral de su madre. Para entonces, su padre era un despojo humano; la humillación, el dolor y el fracaso lo habían devorado hasta que no quedó casi nada de lo que había sido.
El funeral de su madre fue corto y deprimente. Más tarde, Toby se sentó con su padre en la cocina desmontada. Se bebieron un
pack
de seis cervezas entre ambos. Ella, dos; él, cuatro. Luego, después de que Toby se fuera a dormir, su padre entró en el garaje, se metió el Ruger en la boca y apretó el gatillo.
Toby oyó el disparo. Supo al momento lo que había ocurrido. Había visto el rifle junto a la puerta de la cocina: su padre debía de haberlo desenterrado por alguna razón, pero ella no se había permitido imaginar qué razón podía ser.
No podía enfrentarse a lo que le aguardaba en el garaje. Se quedó tumbada en la cama, saltando hacia delante en el tiempo. ¿Qué hacer? Si llamaba a las autoridades —incluso a un médico o a una ambulancia—, encontrarían la herida de bala y exigirían el rifle, y Toby se metería en problemas por ser la hija de un delincuente reconocido, alguien que poseía un arma ilegal. Eso sería lo de menos. Podrían acusarla de homicidio.
Después de lo que se le antojaron horas, se obligó a moverse. En el garaje, trató de no mirar de cerca. Envolvió los restos de su padre en una manta y luego en bolsas de basura industriales, cerró el bulto con cinta aislante y lo enterró bajo las piedras del patio. Se sintió fatal, pero era algo que su padre habría entendido. Había sido un hombre pragmático, aunque con un fondo sentimental: herramientas eléctricas en el cobertizo y rosas en los cumpleaños. Si sólo hubiera sido pragmático se habría presentado en el hospital con los papeles del divorcio, como hacían muchos hombres cuando sus esposas padecían una enfermedad demasiado debilitante y cara. Habría dejado que arrojaran a la calle a su madre. No habría perdido la solvencia. En cambio, él se había gastado todo el dinero.
Toby no sentía apego por la religión estándar: nadie de la familia lo había sentido. Iban a la iglesia local, porque así lo hacían los vecinos, y porque no hacerlo habría sido malo para el negocio, pero ella había oído a su padre decir —en privado y después de un par de copas— que había demasiados sinvergüenzas en el púlpito y demasiados inocentones en los bancos de la parroquia. No obstante, Toby había susurrado una plegaria sobre las piedras del patio: polvo eres y al polvo vuelves. Luego echó un poco de tierra en las grietas.
Envolvió el rifle otra vez en su plástico y lo enterró bajo las piedras del patio de la casa de al lado, que parecía vacía: ventanas oscuras y sin rastro de coches. Tal vez habían ejecutado la hipoteca. Corrió el riesgo de entrar en la propiedad de los vecinos, porque si excavaban el patio y descubrían el cadáver de su padre, descubrirían también el rifle enterrado a su lado, y ella quería que se quedara donde estaba. «Nunca se sabe —decía su padre— cuándo puedes necesitarlo», y tenía razón: nunca lo sabías.
Es posible que uno o dos vecinos la vieran cavando en la oscuridad, pero no creía que fueran a contarlo. No querrían atraer focos cerca de sus patios que posiblemente escondían más armas.
Toby lavó con la manguera la sangre del suelo del garaje y se duchó. Luego se fue a acostar. Se quedó tumbada en la oscuridad, con ganas de gritar, pero lo único que sentía era frío. Aunque no hacía frío en absoluto.
No podía vender la casa sin revelar que era la propietaria porque su padre había muerto. Habría sido como vaciarse un contenedor de basura sobre la cabeza. Por ejemplo, ¿dónde estaba el cadáver y cuáles eran las causas de la muerte? Así pues, por la mañana, después de un desayuno frugal, metió los platos en el fregadero y se marchó. Ni siquiera se llevó una maleta. ¿Qué iba a meter dentro?
Desde luego, Corpsegur no iba a molestarse en seguirla. No iban a sacar ningún provecho: de todos modos la casa se la quedaría uno de los bancos de la corporación. Si su desaparición era de interés para alguien, como podía ser el caso de su facultad —¿dónde estaba?; ¿estaba enferma?; ¿había sufrido un accidente?—, Corpsegur haría correr la voz de que la última vez que se la vio fue con un macarra que buscaba nuevas reclutas. Eso era lo que cabía esperar en el caso de una mujer joven como ella, una mujer joven en grandes apuros económicos, sin parientes conocidos y sin ahorros ni fondo fiduciario ni recursos. La gente negaría con la cabeza: es una pena, pero qué le vamos a hacer, y al menos tenía algo de valor económico, o sea su trasero joven, y por lo tanto no iba a morirse de hambre. Nadie tenía que sentirse culpable. Corpsegur siempre sustituía acción por rumor cuando la acción iba a costarles algo. Lo que contaba eran los resultados.
En cuanto a su padre, todo el mundo supondría que habría cambiado de nombre y se habría desvanecido en una de las plebillas más sórdidas para librarse de pagar el funeral de su mujer con un dinero que no poseía. Esa clase de cosas ocurrían a diario.
El periodo que siguió fue aciago para Toby. Aunque había escondido las pruebas y se las había ingeniado para desaparecer, aún cabía la posibilidad de que Corpsegur la buscara por las deudas de su padre. No tenía dinero que ellos pudieran confiscarle, pero circulaban historias de mujeres que saldaban sus deudas a cambio de sexo. Si tenía que ganarse la vida con su retaguardia, al menos quería quedarse con la recaudación.
Había quemado su identidad y no tenía dinero para comprarse una nueva —ni siquiera una barata sin la inyección de ADN ni el cambio de color de piel—, de modo que no podía conseguir un trabajo legal: ésos los controlaban las corporaciones. Sin embargo, si te hundías más —donde los nombres desaparecían y no existían historias ciertas—, Corpsegur no se molestaba contigo— Alquiló una habitacioncita: tenía suficiente dinero para eso con los ahorros de la cafetería. Un cuarto para ella sola, lo cual le permitiría salvar sus escasas pertenencias del robo de una compañera de habitación poco de fiar. Se hallaba en el piso superior de un edificio comercial peligroso en caso de incendio, en una de las peores plebillas; se llamaba Willow Acres, pero los lugareños la conocían como , porque allí terminaba juntándose un montón de mierda. Compartía cuarto de baño con seis inmigrantes tailandeses ilegales, que hacían poco ruido. Según se rumoreaba, Corpsegur había llegado a la conclusión de que expulsar ilegales resultaba demasiado caro, de manera que recurrían al método que usaban los granjeros que encontraban una vaca enferma en la manada: un tiro, pala y silencio.
En el piso de abajo había una lujosa peletería, Slink, que trabajaba con animales en peligro de extinción. Vendían disfraces de Halloween para engañar a los defensores de los derechos de los animales extremistas y curtían pieles en la parte de atrás. El olor subía por los conductos de ventilación y, por más que Toby trataba de tapar los respiraderos con almohadas, su cuchitril apestaba a productos químicos y grasa rancia. En ocasiones también se oían rugidos y balidos: mataban a los animales en el mismo local, porque los clientes no querían que les dieran cabra por oryx ni lobo teñido en lugar de glotón. Exigían que su derecho a alardear fuera genuino.
Los cuerpos desollados se vendían a una cadena de restaurantes
gourmet
llamada Rarity. Los comedores públicos servían buey, cordero, venado y búfalo, con certificación sanitaria. Sin embargo, en los salones de banquetes privados —entrada con llave y gorilas en la puerta— servían especies en peligro de extinción. Los beneficios eran inmensos: una sola botella de vino de hueso de tigre valía como un collar de diamantes.
Técnicamente, el comercio con especies amenazadas era ilegal —las multas eran muy elevadas—, pero resultaba muy lucrativo. Aunque la gente del barrio lo sabía, cada uno tenía sus propias preocupaciones, y además ¿a quién podías contárselo sin correr riesgo? Había bolsillos dentro de cada bolsillo, y una mano de Corpsegur en cada uno de ellos.
Toby consiguió trabajo de peluche anuncio: trabajo de día mal pagado en el que no se exigía identidad. Los peluches anuncio se ponían disfraces de falsa piel de animal con cabezas de cartón, se colgaban anuncios del cuello y se apostaban en los centros comerciales de lujo y en las calles de boutiques al por menor. Dentro de la piel notabas un calor húmedo, y el campo de visión era limitado. En la primera semana sufrió tres ataques de fetichistas que la tiraron al suelo, le torcieron la enorme cabeza del disfraz para cegarla y frotaron sus pelvis contra la piel, emitiendo extraños sonidos, de los cuales los maullidos eran los más reconocibles. No se consideraba violación, porque no había contacto con su cuerpo real, pero era siniestro. Además, le resultaba desagradable vestirse de oso, tigre, león y de las otras especies en peligro de extinción a las que oía cuando las sacrificaban en el piso de abajo del suyo. Así que dejó de hacerlo.
Luego ganó un buen montón de dinero rápido vendiendo su cabello. El mercado del cabello todavía no se había visto diezmado por los criadores de mohair —eso ocurrió años después—, y aún había revendedores que compraban a cualquiera sin hacer preguntas. Entonces tenía el pelo largo y, aunque era castaño claro —no era el mejor color, preferían rubio—, le había reportado una suma decente.
Después de gastar el dinero del pelo, vendió sus óvulos en el mercado negro. Las mujeres jóvenes podían sacarse un buen dinero donando óvulos a parejas que no podían pagar el soborno exigido o eran tan claramente inadecuados que ningún agente les vendería una licencia de paternidad. Sin embargo, sólo consiguió hacer el negocio del óvulo en un par de ocasiones, porque la segunda vez la aguja de extracción estaba infectada. Por aquel entonces, los comerciantes de óvulos aún pagaban el tratamiento si algo iba mal; aun así, tardó un mes en recuperarse. Cuando lo intentó una tercera vez le dijeron que había complicaciones, de modo que ya no podría donar más óvulos ni, claro, tener hijos ella misma.
Hasta entonces, Toby no se había planteado la maternidad. Tenía un novio en que le hablaba de matrimonio y familia —Stan se llamaba—, pero Toby le había dicho que eran demasiado jóvenes y pobres para pensar en eso. Ella estaba estudiando Sanación Holística —los estudiantes lo llamaban Lociones y Pociones— y Stan estaba en Planificación Creativa de Activos Problemáticos de Cuádruple Entrada, y le iba bien. Su familia no era rica, de lo contrario no habría estado en una institución de tercera fila como , pero al joven no le faltaba ambición y estaba decidido a prosperar. En sus noches más tranquilas, Toby le frotaba con sus proyectos de preparaciones florales y extractos de hierbas, y después disfrutaban de una sesión de sexo escueto con aroma de remedio botánico seguido de una ducha y unas palomitas sin sal ni grasa.
En cuanto su familia empezó con la cuesta abajo, Toby comprendió que no podría permitirse a Stan. También comprendió que sus días en la universidad estaban contados. Por eso cortó la relación. Ni siquiera le respondió los mensajes de texto de reproche, porque no había futuro en la pareja: él quería un matrimonio de dos profesionales y ella ya no estaba en liza. Mejor que llorara antes que después, se dijo a sí misma.
Sin embargo, al parecer, Toby había deseado tener hijos a pesar de todo, porque cuando le dijeron que la habían esterilizado accidentalmente, sintió que perdía toda su luz.
Después de recibir la noticia, dilapidó el dinero ahorrado con las donaciones de óvulos en unas vacaciones de la realidad alimentadas por las drogas. Sin embargo, despertarse con diferentes hombres a los que no había visto antes enseguida perdió la emoción, sobre todo cuando descubrió que ellos tenían la costumbre de quedarse con su dinero. Después de la cuarta o quinta vez comprendió que tenía que tomar una decisión: ¿quería vivir o quería morir? Si se trataba de morir, había formas más rápidas de lograrlo. Si quería vivir, tenía que hacerlo de un modo distinto.
A través de uno de sus compañeros de una sola noche —un hombre que era el equivalente de de una buena persona—, encontró trabajo en el negocio de la mafia de las plebillas. En los negocios mafiosos no te preguntaban la identidad y no necesitaban referencias: si metías la mano en la caja simplemente te cortaban los dedos.
El nuevo trabajo de Toby era en una cadena llamada SecretBurgers. El secreto de SecretBurgers consistía en que nadie sabía qué clase de proteína animal llevaban aquellas hamburguesas: las chicas de la caja lucían camisetas y gorras de béisbol con el lema: «¡SecretBurgers! ¿A quién no le gustan los secretos?» Los salarios eran ínfimos, pero te daban dos SecretBurgers gratis cada día.
Una vez que se unió a los Jardineros y tomó los vegevotos, Toby suprimió el recuerdo de haberse comido esas hamburguesas; sin embargo, como decía Adán Uno, el hambre es un poderoso reorganizador de la conciencia. Las picadoras de carne no eran eficaces al ciento por ciento; podías encontrarte algún pelo de gato o un trozo de cola de ratón en tu hamburguesa. ¿No hubo una vez una uña humana?
Era posible. Los mafiosos locales pagaban a los hombres de Corpsegur para que hicieran la vista gorda. A cambio, Corpsegur dejaba que los mafiosos de las plebillas se ocuparan de los secuestros y asesinatos de bajo nivel, el cultivo de marihuana, los laboratorios de crack y las ventas de droga en la calle, y los prostíbulos que eran su especialidad. También se ocupaban de deshacerse de cadáveres, extrayendo órganos para trasplantes y metiendo luego los cuerpos eviscerados en las picadoras de carne de SecretBurgers. Eso decían los peores rumores. En los días gloriosos de SecretBurgers, se encontraban muy pocos cadáveres en los solares.
Si se producía lo que llamaban «revelación televisiva», Corpsegur llevaba a cabo un simulacro de investigación. Luego calificaba el caso de no resuelto y santas pascuas. Tenían una imagen que mantener entre los ciudadanos que aún honraban de boquilla los viejos ideales: defensores de la paz, garantes de la seguridad pública y de eliminar el peligro en las calles. Ya entonces sonaba a chiste, pero la mayoría de la gente sentía que era mejor Corpsegur que la anarquía total. Incluso Toby lo pensaba.