El Año del Diluvio (5 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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El año anterior, SecretBurgers había ido demasiado lejos. Corpsegur lo había cerrado después de que una de sus autoridades de alto rango visitara los barrios bajos de y sus zapatos aparecieran en los pies de un operario de la picadora de carne de SecretBurgers. Así que durante un tiempo los gatos callejeros respiraron tranquilos por la noche. Claro que, al cabo de unos pocos meses, las familiares cabinas de picado estaban zumbando de nuevo, porque ¿quién podía oponerse a un negocio con tan pocos costes de materia prima?

8

Toby se alegró al enterarse de que le habían dado el empleo en SecretBurgers: podría pagar el alquiler, no se moriría de hambre. Sin embargo, enseguida descubrió la pega.

La pega era el encargado. Se llamaba Blanco, pero a sus espaldas las chicas de SecretBurgers lo llamaban el Cogorza. Rebecca Eckler, que trabajaba en el turno de Toby, enseguida le habló de Blanco.

—Apártate de él —le dijo—. Quizá no te pase nada, porque se está tirando a esa Dora, y no suele estar con más de una chica a la vez, además tú eres bastante esquelética y a él le gustan los culos con curvas. Pero si te llama al despacho, ten cuidado. Es muy celoso. Haría pedazos a una chica.

—¿Te ha llamado a ti? —dijo Toby—. ¿Al despacho?

—Alabo al Señor, y escupo —dijo Rebecca—. Soy demasiado negra y horrible para él; además, a él le gustan los cachorros, no los gatos viejos. Tal vez deberías estropearte un poco, cielo. Pártete un par de dientes.

—Tú no eres horrible —dijo Toby.

Rebecca en realidad era hermosa de un modo sustancial, con la piel chocolate, el cabello rojo y una nariz egipcia.

—No me refería a horrible en ese sentido —dijo Rebecca—. Chunga de tratar. Nosotros los Jelacks pertenecemos a dos clases de personas con las que no quieres meterte. Sabe que le echaría encima a los Blackened Redfish, y son una banda peligrosa. O a los Lobos de Isaías. ¡Santo Dios!

Toby no contaba con esos respaldos. Mantenía la cabeza baja cuando Blanco andaba cerca. Había oído su historia. Según Rebecca, había sido gorila en el Scales, el club con más clase de gorilas tenían estatus; se paseaban vestidos de negro y con gafas oscuras, con aspecto
cool
pero duro, y nunca faltaban mujeres revoloteando a su alrededor. Pero Blanco la había cagado bien, le contó Rebecca. Se había cargado a una chica del Scales; no a una extranjera ilegal, a ésas las jodían todo el tiempo, sino a uno de los mejores talentos, a una bailarina de barra. No puedes tener a un tipo así cerca —alguien que estropea el trabajo porque no se sabe controlar—, de modo que lo echaron. Por suerte para él tenía amigos en Corpsegur o habría terminado en un contenedor de basuróleo de carbón sin algunas de sus partes. El caso era que lo habían metido a dirigir el local de SecretBurgers en una gran degradación y estaba resentido por eso —¿por qué tenía que sufrir por culpa de una zorra?—, así que odiaba el trabajo. No obstante, consideraba que las chicas eran sus extras. Tenía dos colegas, ex gorilas como él, que le hacían de guardaespaldas, y se quedaban con las migajas. Suponiendo que quedara algo.

Blanco aún tenía forma de matón —alto y robusto—, aunque el músculo iba convirtiéndose en grasa: demasiada cerveza, decía Rebecca. Había conservado la coleta marca de la casa de los gorilas en la parte de atrás de cráneo afeitado, y exhibía un montón de tatuajes en los brazos: serpientes que se le enroscaban; ajorcas de calaveras en las muñecas; venas y arterias en el dorso de las manos para que éstas parecieran despellejadas. En el cuello lucía una cadena tatuada, con un candado en forma de corazón rojo que exhibía en de la camisa abierta, sobre el vello del pecho. Según el rumor, esa cadena le bajaba por la espalda, donde aprisionaba a una mujer desnuda colocada cabeza abajo y cuya boca se hallaba en el culo de Blanco.

Toby no le quitaba ojo a Dora, que se encargaba de la cabina de picar carne cuando ella acababa su turno. Había empezado siendo una optimista rellenita, pero a lo largo de las semanas había ido adelgazando y encogiéndose; los moretones se acrecentaban y se ensombrecían en la piel blanca de sus brazos.

—Quiere escaparse —susurró Rebecca—, pero está asustada. Quizá deberías largarte tú también. Te ha estado mirando.

—No me pasará nada —dijo Toby.

No se lo creía, estaba asustada. Pero ¿adónde podía ir? Vivía al día. No tenía dinero.

A la mañana siguiente, Rebecca llamó a Toby.

—Dora está muerta —dijo—. Trató de huir. Acabo de oírlo. La han encontrado en un solar, con el cuello roto, descuartizada. Dicen que ha sido un loco.

—¿Ha sido él? —inquirió Toby.

—Claro que ha sido él —respondió Rebecca conteniendo el llanto—. Está alardeando.

A mediodía de esa misma jornada, Blanco llamó a Toby a su despacho. Envió a sus dos colegas con el mensaje. Ellos la escoltaron durante el camino, por si se le ocurría largarse. Mientras recorrían la calle, las cabezas se volvieron. Toby sintió que iba camino de su propia ejecución. ¿Por qué no se había ido cuando había tenido la ocasión?

El despacho se encontraba al otro lado de una puerta mugrienta, detrás de un contenedor de basuróleo. Consistía en una sala pequeña con un escritorio, un archivador y un sofá de piel destartalada. Blanco se levantó de una mecedora, sonriendo.

—Zorra flacucha, te voy a ascender —dijo—. Di gracias.

Toby sólo podía susurrar: le faltaba el aire.

—¿Ves este corazón? —dijo Blanco. Señaló su tatuaje—. Significa que te quiero. Y ahora tú también me quieres. ¿Verdad?

Toby logró asentir.

—Chica lista —dijo Blanco—. Ven aquí. Quítame la camisa.

El tatuaje de la espalda de Blanco era justo como Rebecca lo había descrito: una mujer desnuda encadenada con la cabeza invisible. El pelo largo de la mujer se elevaba como llamas.

Blanco colocó sus manos despellejadas en torno al cuello de Toby.

—Cabréame y te partiré como si fueras una ramita —dijo.

9

Desde que su familia había muerto en circunstancias tan tristes, desde que ella misma había desaparecido del panorama oficial, Toby había tratado de no pensar en su vida anterior. La había cubierto de escarcha, la había congelado. Ahora deseaba con todas sus fuerzas regresar al pasado —incluso a las partes malas, incluso al desconsuelo—, porque su vida presente era una tortura. Trataba de imaginar a sus dos padres ausentes, partidos tiempo atrás, velando por ella como guardianes espirituales. Sin embargo, sólo veía neblina.

Llevaba menos de dos semanas siendo la única de Blanco, pero le habían parecido años. El punto de vista del matón era que una chica con un trasero tan plano como el de Toby tendría que sentirse afortunada si cualquier hombre quería meterle su perforadora. Tenía aún más suerte de que no la vendiera al Scales como temporal, lo cual significaba temporalmente viva. Debería dar las gracias a su buena estrella. Mejor, debería darle las gracias a él; de hecho, le pedía que le diera las gracias después de cada acto degradante. Eso sí, no quería que sintiera placer, sólo sumisión.

Tampoco le concedía tiempo libre de sus obligaciones en SecretBurgers. Exigía sus servicios en el descanso del almuerzo —la media hora completa—, lo cual significaba que Toby no comía.

Cada día que pasaba tenía más hambre y se notaba más exhausta. Ya lucía sus propios moretones, como los de la pobre Dora. La desesperación la estaba venciendo: se daba cuenta de hacia dónde se dirigía, y parecía un túnel oscuro. Pronto estaría consumida.

Peor aún, Rebecca se había ido, nadie sabía exactamente adónde. Se había marchado con algún grupo religioso, según se rumoreaba en las calles. A Blanco no le importaba, porque Rebecca no había formado parte de su harén. Llenó su puesto en SecretBurgers con suficiente rapidez.

Toby estaba trabajando en el turno de mañana cuando se acercó por la calle una extraña procesión. Por los carteles que llevaban y los cánticos que entonaban, supuso que se trataba de una cuestión religiosa, aunque no era una secta a la que hubiera visto antes.

Muchos cultos marginales trabajaban en buscando almas atormentadas. Los Frutos Conocidos y los Petrobautistas y las otras religiones de gente rica se mantenían alejadas, pero alguna vieja banda del Ejército de Salvación pasaba por allí, resoplando por el peso de sus tambores y trompas. Se acercaba algún grupo de giróvagos con turbante de de Corazón Puro, o los Atik Yomin vestidos de negro, o grupos de Hare Krishna con túnicas de color azafrán, tocando y cantando, atrayendo abucheos y verduras podridas de los transeúntes. Los Leones de Isaías y los Lobos de Isaías predicaban en las esquinas, peleándose cuando se encontraban: estaban enfrentados sobre la cuestión de si era el león o el lobo el que yacería con el cordero en el advenimiento del Reino Apacible. Cuando se producían refriegas, las bandas de las plebillas —los Tex-Mex de tez oscura, los Linthead blancos, los Asian Fusión, los Blackened Redfish— se arremolinaban en torno a los caídos, rebuscando entre sus ropajes algo valioso, o simplemente algo que se pudieran llevar.

Al acercarse la procesión, Toby los vio con más claridad. El líder llevaba barba y lucía un caftán que parecía cosido por elfos colocados. Detrás de él iba un surtido de niños —de diversas alturas y de todas las razas, pero vestidos de oscuro sin excepción— que sostenían pizarras con sus eslóganes: «Jardineros de Dios por el Jardín de Dios»; «No comas cadáver»; «Nosotros somos los animales». Parecían ángeles harapientos, o si no, enanos vestidos con bolsas. Eran ellos los que cantaban: «¡Carne no! ¡Carne no! ¡Carne no!», entonaban. Había oído hablar de ese culto: se decía que tenían un huerto en algún sitio, en un tejado. Una faja de barro seco, unas pocas caléndulas, una penosa hilera de judías achicharrándose bajo el inclemente sol.

La procesión se congregó delante del puesto de SecretBurgers. Se estaba reuniendo una multitud dispuesta a abuchear.

—Amigos míos —dijo el líder, a la multitud en general.

Sus prédicas no continuarían demasiado, pensó Toby, porque la gente de no lo toleraría.

—Queridos amigos. Me llamo Adán Uno. También yo fui materialista, un carnívoro ateo. Como vosotros, pensaba que el hombre era la medida de todas las cosas.

—¡Cierra la bocaza, ecofriqui! —le gritó alguien.

Adán Uno no hizo caso.

—De hecho, queridos amigos, pensaba que medir era la medida de todas las cosas. Sí, era científico. Estudié epidemiología, contaba animales enfermos y muertos, y también gente, como quien cuenta guijarros. Creía que sólo los números podían dar una descripción verdadera de la realidad. Pero entonces...

—Lárgate, capullo.

—Pero entonces, un día, cuando estaba justo donde estáis ahora, devorando, sí, devorando un SecretBurger y deleitándome con su grasa, vi una gran luz. Oí una gran voz. Y esa voz decía...

—Decía: «Que te den por el culo.»

—Decía: «Salva a tus compañeros animales. ¡No comas nada con cara! No mates tu propia alma.» Y entonces...

Toby sentía a la multitud, la forma en que todos estaban dispuestos a saltar. Iban a tirar al suelo a ese pobre loco y a los pequeños niños Jardineros con él.

—¡Vete! —dijo lo más alto que pudo.

Adán Uno le dedicó un saludo cortés con la cabeza, una sonrisa amable.

—Hija mía —dijo—, ¿tienes alguna idea de lo que estás vendiendo? Seguramente no te comerías a tus propios parientes.

—Lo haría —dijo Toby—, si tuviera suficiente hambre. ¡Vete, por favor!

—Veo que has pasado una mala época, hija —dijo Adán Uno—. Tienes una cáscara callosa y dura. Pero esa cáscara dura no es tu verdadero ser. Dentro de esa cáscara tienes un corazón ardiente y tierno, y un alma amable...

Tenía razón sobre la cáscara; sabía que estaba endurecida. Pero su cáscara era su armadura: sin ella, sería papilla.

—¿Este capullo te está molestando? —intervino Blanco.

Había aparecido detrás de ella como tenía por costumbre. Le puso la mano en la cintura, y Toby la vio incluso sin mirarla: las venas, las arterias. Carne cruda.

—No pasa nada —respondió Toby—. Es inofensivo.

Adán Uno no hizo ademán de apartarse. Continuó como si nadie hubiera hablado.

—Estás deseando hacer el bien en este mundo, hija mía...

—No soy tu hija —soltó Toby. Era más que consciente de que ya no era la hija de nadie.

—Todos somos unos hijos de otros —dijo Adán Uno con expresión triste.

—Largo —ordenó Blanco—, antes de que te arree.

—Por favor, vete o te harán daño —dijo Toby, con la máxima urgencia posible. Ese hombre no tenía miedo. Ella bajó la voz y le susurró—: ¡Largo! ¡Ahora!

—Serás tú la que saldrá trasquilada —dijo Adán Uno—. Cada día que pasas aquí vendiendo la carne mutilada de las amadas criaturas de Dios, te causa más daño. Únete a nosotros, querida, somos tus amigos, tenemos un lugar para ti.

—Quita tus putas zarpas de mi empleada, pervertido de mierda —gritó Blanco.

—¿Te estoy molestando, hija mía? —dijo Adán Uno, sin hacerle caso—. Ciertamente no he tocado...

Blanco salió de detrás del puesto y se abalanzó sobre Adán Uno, pero éste parecía acostumbrado a que lo atacaran: se echó a un lado, y Blanco se vio propulsado hacia el grupo de niños que cantaban, derribando a algunos de ellos y cayendo él mismo. Un Linthead adolescente enseguida le atizó en la cabeza con una botella vacía —Blanco no era muy querido en el barrio— y lo dejó postrado, sangrando de una herida en la cabeza.

Toby rodeó corriendo la cabina de la parrilla. Su primer impulso fue el de ayudarle, porque sabía que se metería en grandes problemas si no lo hacía. Un grupo de plebiquillos Redfish le estaban atacando, y algunos Asian Fusion trataban de quitarle los zapatos. La multitud lo rodeó, pero él ya pugnaba por ponerse en pie. ¿Dónde estaban sus dos guardaespaldas? Ni rastro.

Toby se sentía curiosamente eufórica. Asestó una patada a Blanco en la cabeza. Lo hizo sin pensarlo siquiera. Se dio cuenta de que estaba riendo como un perro, sintió que su pie conectaba con el cráneo de Blanco: era como una piedra cubierta con una toalla. En cuanto lo hizo se dio cuenta de su error. ¿Cómo había podido ser tan tonta?

—Vente, querida —dijo Adán Uno, cogiéndola del codo—. Será mejor. De todas maneras, has perdido el trabajo.

Los dos matones de Blanco ya habían aparecido y estaban echando a golpes a los mocosos. Aunque él estaba aturdido, tenía los ojos abiertos y clavados en Toby. Le había dolido esa patada; peor, había quedado humillado por ella en público. Lo había desprestigiado. En cualquier momento se levantaría y la pulverizaría.

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