—¿Se ha dado cuenta? —exclamó el bamileke—. ¡Qué gente! Aquí está la mano de un hechicero. Alguien ha provocado la tormenta para hacerme callar. No tienen remedio.
Matthieu le susurró al brujo una traducción simultánea en dowayo e intercambiamos sonrisas de complicidad. Yo tuve una larga discusión con el maestro en la que negué la posibilidad de que nadie pudiera hacer llover e incluso la existencia de los hechiceros y la efectividad de la magia; él defendió todas estas creencias con firmeza. El jefe de lluvia trataba de disimular la risa hasta conseguir ponerse rojo de histeria.
Cuando se marchó el maestro le pregunté al Viejo si había él hecho llover. Me dirigió una mirada de tortuga seráfica y dijo:
—Solo Dios hace llover. —Prorrumpiendo en risas y visiblemente complacido por el resultado del día, añadió: Pero si viene a verme la semana próxima, le enseñaré cómo se puede ayudar a Dios.
A esas alturas el brujo ya me había contado la mayor parte de lo que habría de aprender sobre la propiciación de las lluvias. En última instancia dependía de la posesión de ciertas piedras como las que favorecían la fertilidad de las plantas y el ganado y hubieron de transcurrir muchos meses antes de que llegara a verlas en la cueva secreta situada detrás de una cascada donde se guardaban. Cada vez me prometía enseñármelas en la siguiente ocasión. Por desgracia, aquel día era imposible porque todavía estábamos en la estación seca y acercarse a las piedras podía ocasionar una inundación, o porque estábamos en la estación de las lluvias y podía fulminarnos un rayo, o porque una de sus mujeres esta a menstruando y resultaba peligrosa para las piedras. Con sus trece esposas, rara era la ocasión en que no hubiera alguna menstruando.
De momento, el jefe de lluvia me enseñó su equipo portátil para producir lluvia. Una vez había dado inicio a la estación de las lluvias con las piedras especiales del monte, podía originar precipitaciones localizadas mediante el contenido de un cuerno de cabra hueco. Me llevó a campo abierto y nos agazapamos detrás de una peña mirando teatralmente a nuestro alrededor y oteando el horizonte. Dentro había un tapón de lana de carnero. «Para las nubes», explicó. Seguidamente venía un anillo de hierro que servía para localizar el efecto de la lluvia; si, por ejemplo, se iba a celebrar una fiesta de las calaveras, haría que lloviera en el centro de la aldea hasta que le llevaran cerveza. A continuación estaba la pieza más poderosa. Se trataba de un gran secreto que no le había revelado nunca a nadie. Se inclinó hacia adelante muy serio y volcó el cuerno. Lentamente rodó hasta su mano una canica azul de niño, de las que se compran en cualquier sitio. Yo hice ademán de cogerla pero retiró la mano horrorizado. «Te mataría.» Le hice unas preguntas: ¿No procedía eso de la tierra de los blancos? Desde luego que no; pertenecía a sus antepasados desde hacía muchos miles de años. ¿Cómo producía la lluvia aquella piedra? Se embadurnaba con grasa de carnero. Aquello era interesante, pues los cráneos humanos también tenían que untarse de grasa antes de ser llevados al campo. Empecé a sospechar que cráneos, cántaros y piedras formaban parte de un mismo complejo. Así resultó ser, puesto que los jefes de lluvia servían de punto de engrase entre unos y otros. Los cráneos de los jefes de lluvia producen precipitaciones y con frecuencia durante los festivales son sustituidos por cántaros de agua; por otra parte, el monte donde se guardan las piedras mágicas se llama «La corona de la cabeza del niño». Es decir, los montes son tratados como si fueran los «cráneos de la tierra». Una vez más, un modelo único centrado en las piedras y los cráneos se utilizaba para estructurar muchas áreas y vincular entre sí lluvia y fertilidad humana.
Tras darle las gracias y una propina al Viejo, Matthieu y yo emprendimos el descenso, pensativos. Cuando regresé a la aldea mi flamante frigorífico se había parado, con lo cual se había estropeado la carne para varias semanas que guardaba dentro. Desde entonces no volvió a funcionar debidamente y parecía captar cuándo no estaba yo presente para mantenerlo a raya. En cuanto volvía la espalda se paraba y en cuestión de horas sumía su contenido en un estado de avanzada putrefacción. A mi regreso más de una vez encontré a varios dowayos literalmente deshechos en lágrimas ante el «granero frío», lamentándose por la comida echada a perder, incapaces de poner en marcha el aparato pero a la vez convencidos de que no podían tocar lo que había dentro porque no era suyo. Pronto lo relegué a la categoría de simple armario.
—África occidental ha vuelto a ganar —declaró Herbert Brown complacido.
Estando en el monte del jefe de lluvia se me había ocurrido un plan. Jon y Jeannie me habían preguntado si quería ir con ellos a N'gaoundéré al día Siguiente en un viaje de aprovisionamiento, de modo que podía ponerlo en práctica en seguida. Me detuve un momento a deshacerme de la carne podrida y cambiarme de camisa y me dirigí a la misión sin pérdida de tiempo. Al cabo de tres días me encontraba de nuevo en la aldea del brujo de la lluvia. Mediante una sutil combinación de lisonjas y soborno, me había hecho con una canica azul de los hijos de Walter que me llevé triunfalmente.
—¿Te acuerdas de la piedra que me mostraste? Te pregunté si era de la tierra de los blancos.
—Sí.
—¿Es igual que ésta? —Le entregué la canica y procedió a examinarla a contraluz asombrado.
—Es Igual. Las nubes de dentro son más oscuras.
—¿Podría causar lluvia esta piedra?
Mirándome perplejo, respondió:
—¿Cómo quieres que lo sepa? Para ver si funciona tendría que probarlo. No puedo decírtelo hasta que lo haya probado.
Sacudió la cabeza, claramente extrañado de que yo esperara que hiciera afirmaciones que no se basaran en la experiencia directa.
Hasta mi última semana en el país Dowayo no se me permitió acceder a la montaña mágica. Puesto que me quedaba ya poco tiempo consideré que se imponía realizar un último intento desesperado de demostrar los misterios. Le anuncié que lo iría a ver un día en concreto para despedirme, contento de que fuera la última vez que hacía aquel peligroso viaje. Cuando llegamos, la aldea estaba sumida en el silencio más absoluto; había obligado a las mujeres a marcharse. Charlamos unos momentos. ¿Habrían cosido el mijo mis esposas cuando regresara a mi aldea? ¿Tenía ganado mi padre? ¿Habrían empezado las lluvias? Aquélla era la señal que esperaba. Matthieu me había hecho ensayar un pequeño discurso de agradecimiento mezclado con cierto reproche. Le estaba muy reconocido por haber hablado conmigo pero tenía triste el corazón porque iba a tener que regresar a la tierra de los blancos sin haber visto las piedras de la lluvia. Esto tenía que ser expresado en un estilo bastante más rimbombante para que fuera aceptable en dowayo. «Es como un niño que anda junto a su padre —improvisé—. Su padre le dice: “No te fatigues. Cuando lleguemos a los montes te llevaré en brazos.” Pero cuando llegan allí el padre no cumple su promesa…» El Viejo captó la indirecta y aplaudió mi pequeña representación. Se había imaginado que estaría triste y pensaba que podía confiar en que no le contarla a ninguna mujer lo que iba a ver. Iríamos a ver las piedras de la lluvia. Matthieu empezó a gesticular y a suplicarme que no fuera, que me mataría. Le recordé que el rayo no puede matar al hombre blanco. El Viejo me dijo que me quitara toda la ropa y él hizo lo mismo. Masticó unas plantas especiales. Cuando me las escupió encima y empezó a frotarme con ellas el pecho reconocí el aroma del
geelyo
. Hube de ponerme una vaina peniana y, como concesión a mi «piel delicada», se me permitió dejarme las botas puestas. Me advirtió que no hablara ni hiciera movimientos bruscos, ni que tampoco tocara nada, y nos pusimos en marcha.
La ladera era muy escarpada y de vez en cuando resbalábamos con las piedras sueltas. El Viejo se reía solo; evidentemente se lo estaba pasando en grande. Yo no estaba tan a gusto, pues me preocupaba mi cámara fotográfica y sufría las agresiones de los espinos que salpicaban el recorrido. Por fin nos detuvimos justo debajo de la cumbre, a una altura de dos mil metros. Hacía muchísimo frío. Más arriba había un manantial y debajo del gélido surtidor se abría un hueco en la roca. En su interior había grandes recipientes de arcilla grumosa semejantes a cántaros, que guardaban piedras de colores distintos para la lluvia masculina y femenina. El Viejo las roció con el mismo ungüento que me había puesto a mí y las sostuvo en la mano para que las contemplara. Nos faltaba todavía una cosa. Atravesamos el agua hasta alcanzar una gran piedra blanca. Se trataba de la defensa última de los dowayos. Si se la movía, el mundo entero quedaría inundado y todo moriría.
Regresamos a una velocidad vertiginosa, agradeciendo el relativo calor del valle, nos lavamos y nos vestimos. El Viejo se retiró a su choza. Ya me lo había enseñado todo. Me había explicado los diversos tipos de lluvia y que el arco iris se hacía frotando ocre rojo sobre una hoz; por último, también me había revelado dónde estaban las vasijas de la lluvia. ¿Estaba ahora contento? Ya lo creo que lo estaba y se lo demostré recompensándolo por sus revelaciones. Sólo quedaba una cosa: no lo había visto provocar la lluvia. ¿Sería tan amable de hacerme una demostración?
Sonrió indulgente. ¿Acaso no había visto los remedios con que había rociado las piedras? Llovería entre aquel punto y Poli. Debíamos descender antes de que se hiciera de noche. A él, naturalmente, la oscuridad no le preocupaba, observó, aludiendo a su rumoreada capacidad para convertirse en el leopardo nocturno.
La tormenta nos alcanzó en la peor parte del descenso, el tramo donde teníamos que dar saltos de cabra para rebasar las grietas. El granito es muy resbaladizo cuando está mojado y hubo un momento en que tuve que ponerme a gatear. El Viejo se reía y miraba el cielo. ¿Estaba ahora satisfecho? Nos hablábamos a gritos para oírnos por encima de la tormenta. «Ya es suficiente —vociferé—. Ya puede hacerla parar.» Me miró con un centelleo en los ojos y dijo: «No se casa uno con una mujer para divorciarse el mismo día.»
Tanto Matthieu como el brujo estaban contentísimos con la tormenta. Yo, por supuesto, no me iba a creer una cosa que entraba en tan clara contradicción con mi propia cultura sin contar con pruebas más convincentes. Al igual que ellos, veo lo que espero ver. El antropólogo que hace trabajo de campo raras veces se deja importunar por las creencias «falsas» de los que lo rodean; se limita a ponerlas entre paréntesis, a mirar si encajan unas con otras y a aprender a convivir con ellas cotidianamente.
A Mariyo le hizo una gracia enorme el lamentable estado en que nos encontrábamos al llegar a Kongle. La célebre impotencia del jefe de lluvia y el hecho de que poseyera tantas esposas la llevó a sacar ciertas conclusiones sobre mi afán por subir al monte, sobre todo dado que el Viejo solía estar ausente cuando llegaba yo. Había adoptado además la costumbre de llamarme «amado mío», a la manera de las montañesas. También se había inventado que yo tenía en Garoua una fulani gorda con un aro en la nariz como desahogo de sus más bajas pasiones. Aquella fornida fulani alcanzó proporciones míticas: era tan gorda que tenía que ser transportada en camión y no podía andar sin la ayuda de sus criados; en la estación seca, mis parientes y yo nos sentábamos bajo la sombra que proyectaba.
Yo me vengaba preguntándole por el anciano koma que gozaba de sus favores. Cada tribu despreciaba a alguna otra. Para los dowayos los koma eran quienes desempeñaban esa necesaria función. Eran una tribu pagana que vivía a unos cincuenta kilómetros de distancia, al otro lado del río. Los dowayos les atribuían una forma degradada de lenguaje, un salvajismo y primitivismo terribles, y un increíble grado de suciedad. Su fealdad era un tópico en los chistes dowayos.
Cada vez que le hacía un regalo a Mariyo, fingía que me lo había dejado para ella su anciano koma, a quien no había podido comprender muy bien dado que se le habían caído todos los dientes a causa de la edad; sin embargo, me había dado a entender que era en pago de servicios sexuales. También le describía con todo lujo de detalles la mortaja que le había hecho ella. Puesto que estaba tan próximo a la muerte, no haría falta que envolvieran el cadáver; podían meterlo directamente en la tumba con el traje. En una ocasión cacé un insecto-palo y se lo regalé, fingiendo que pensaba que se trataba de su marchito koma que había venido a verla. Cuando tenía aspecto de cansada, en seguida lo imputaba a la fogosidad de su amante, que aprovechaba cuando iba a buscar agua; ambos sabíamos que se trataba de una excusa para encontrarse con su galán en el campo. Estas sesiones contribuían en gran medida a aliviar el tedio de la vida de la aldea y constituían un factor importante en la «aceptación» que me dispensaban los dowayos.
Dada la intensa actividad sexual de este pueblo, la vida asexual que llevaba yo los dejaba verdaderamente perplejos. Los hombres no paraban de hacerme preguntas. ¿Cómo lograba soportarlo? ¿Por qué no me ponía enfermo? En África existen dos modelos básicos de relaciones sexuales: en uno las mujeres son elementos debilitadores y peligrosos que le roban al hombre su virilidad esencial; en el otro, su sexualidad se nutre de ellas. Cuanto más fornica, más fuerte se vuelve.
Para mi sorpresa, dado que en la circuncisión aplicaban un principio de «exclusividad» masculina, los dowayos optaban por el último modelo. Mi capacidad para vivir sin esposa les resultaba misteriosísima y la comparaban con las costumbres de los sacerdotes católicos, que vivían asexualmente pero en compañía de monjas. Estos religiosos, astutamente, habían hecho hincapié en no llamar a las monjas «hermanas» —puesto que para los dowayos «hermana» es cualquier mujer de la misma edad— sino «madres», con las que no están permitidas las relaciones sexuales. El rumor sobre mis lujuriosas excursiones a la ciudad pronto quedó establecido, prestando credibilidad a los chistes de Mariyo. Puesto que una de mis principales ocupaciones durante esos viajes era buscar las piezas de recambio para mi equipo, que habían caído víctimas de la penetrante canícula africana, la expresión «Me voy a la ciudad a buscar repuestos», rápidamente adquirió una connotación salaz para Jon y para mí. Por desgracia, la realidad era que esos viajes guardaban bien poca semejanza con las orgías de la imaginación colectiva. Los encuentros sexuales son en África tan poco románticos y brutales en su naturaleza, que sirven más para incrementar la alienación del estudioso de campo que para moderarla y es preferible evitarlos. Sé por conversaciones informales mantenidas con colegas que no siempre es así. La posición sexual del investigador de campo ha sufrido una revisión radical en consonancia con las transformaciones de las costumbres sexuales de Occidente. Mientras que en la era colonial no estaba bien visto tener a miembros de otras razas —lo mismo que de otra clase social o religión— como pareja sexual, hoy día los limites son mucho menos estrictos. Resulta sorprendente el número de mujeres solas que en otro tiempo podían moverse libremente entre los «salvajes», en gran medida debido a que tampoco ellas figuraban en el «mapa sexual» de los nativos. En la actualidad, no obstante, las cosas han cambiado bastante, y la mujer solitaria puede decirse que se ve obligada a tener relaciones sexuales con la gente objeto de estudio, como parte del nuevo concepto de «aceptación». Cualquier mujer no acompañada que regresa sin experiencias tiende a suscitar comentarlos de sorpresa y casi de reproche entre sus compañeros. Ha desaprovechado una oportunidad de investigar.