Nos despedimos con suma afabilidad y me prometió que vendría a verme a la aldea, pues se proponía recorrer todos los rincones de su territorio para ver por sus propios ojos lo que ocurría. Naturalmente, yo no me lo acabé de creer, pues no era probable que ningún funcionario abandonara las comodidades de su residencia; pero me equivocaba. Vino a verme y dio una vuelta por la aldea haciendo preguntas ciertamente interesantes. Los dowayos estaban aterrorizados. La presencia de un funcionario fulani era más o menos tan bien recibida como la visita de un antepasado. Al marcharse, señaló la aldea con expresión de beatífico optimismo y dijo: «Imagínese, dentro de unos años todo esto habrá dado paso al progreso. Poco a poco ya están mejorando las cosas. Hoy mismo he comprado lechugas en el mercado. Alguien ha empezado a cultivarlas.» Yo conseguí mascullar alguna evasiva. Era una lástima desengañar a un hombre con semejante fe en el futuro.
Para un occidental resulta chocante que tantas actitudes africanas coincidan con las que han sido desechadas en Occidente. Cualquier funcionario colonial de los años cuarenta estaría de acuerdo con las opiniones del maestro bamileke o del
sous-préfet
fulani, aunque sin duda los dos africanos no aceptarían el paralelismo. La fe en ese mal definido concepto, «el progreso», y la certeza de que la obstinación y la ignorancia caracterizaban a los indígenas, que, por su propio bien, habían de ser obligados a adaptarse al presente, los equiparaba con los imperialistas más acérrimos.
No sólo persisten las partes «buenas» del imperialismo; las «malas» también están presentes. La explotación económica en nombre del desarrollo, y el racismo y la brutalidad absolutos forman asimismo parte del panorama. Indudablemente, son tan autóctonos de África como cualquier otra cosa. No hay por qué aceptar la opinión del liberal romántico en el sentido de que todo lo bueno de África procede de las tradiciones indígenas y todo lo malo es legado del imperialismo. Hasta a los africanos cultos les cuesta aceptar que se pueda ser negro y racista, aunque poseen lo que nosotros llamaríamos esclavos y escupen en el suelo para limpiarse la boca después de pronunciar el nombre de los dowayos. El doble estereotipo quedó ejemplarizado por un estudiante universitario con el que estaba hablando de la matanza de blancos ocurrida en Zaire. Les estaba bien empleado, mantenía, eran unos racistas. Y se notaba que eran racistas porque eran todos blancos. ¿Quería eso decir que aceptaría él a una dowayo como esposa? Me miró como si estuviera loco. Un fulani no podía casarse con un dowayo. Eran perros, meros animales.< >¿Qué tenía eso que ver con el racismo?
Los fulani procuraban disociarse de los pueblos negroides que los rodeaban. Habían oído hablar de un pueblo sudamericano llamado bororo, cuyo nombre relacionaron con el generalmente aplicado a los fulani nómadas, los mbororo. Se trataba de una prueba irrefutable de que los fulani provenían de Sudamérica y habían colonizado a estas razas inferiores. Varios fueron los jóvenes que me expusieron esta teoría digna de Thor Heyerdahl. Ello explicaba el tono claro de su piel, su cabello largo y liso, sus narices rectas y sus labios finos. Con frecuencia se empeñaban en demostrarme que las partes de mi cuerpo expuestas y tostadas por el sol eran del mismo color que las de ellos pálidas por la ropa.
La novedad de la estación seca que más gustó a los dowayos fue la llegada de mi frigorífico. Hacía tiempo que intentaba comprar uno de parafina, los miraba con añoranza en los escaparates pero costaban más de lo que yo podía pagar y la dificultad de transportarlos los dejaba totalmente fuera de mi alcance. Sin embargo, en la casa que habían ocupado los lingüistas holandeses desplazados hasta allí para estudiar la lengua de los dowayos había una de esas máquinas. Un día tuve la fortuna de encontrármelas en N'gaoundéré y me la ofrecieron en préstamo. Menuda suerte la mía, iba a tener agua fría y carne fresca. Además, podía dejar de consumir tanta comida enlatada con lo cual se aliviaría, en cierta medida, mi estado financiero. Lo coloqué junto a mi flamante casa nueva, cuya techumbre estaban terminando. Cuando pregunté por qué no me habían puesto las púas que protegen de la brujería les pareció un chiste graciosísimo. Todo el mundo sabía que los blancos no estaban sujetos a los ataques de brujería, lo mismo que todo el mundo sabía que debían vivir en casas cuadradas y no redondas. En consecuencia, mi casa era cuadrada y, en lugar de protección contra la brujería, me colocaron encima una botella vacía de cerveza.
Jon y Jeannie vinieron a celebrarlo y tomamos cerveza fría con un Zuuldibo extasiado. Mi «granero frío» causaba la admiración de todo el mundo. Los desconcertaba —más o menos como a mí— que el fuego volviera frío mi «granero». No pude resistir la tentación de enseñarles el hielo, que sólo los que tenían más mundo habían visto alguna vez. Se quedaron aterrorizados. Jamás habían experimentado tan extrema diferencia de temperatura e insistían en que el hielo estaba «caliente»; si lo tocaban se quemarían. No logré convencerlos del todo de que no era sino agua bajo otra forma. Cuando veían cómo se derretía al sol decían: «La materia fría ha desaparecido, sólo queda el agua de dentro.» Hasta el Viejo de Kpan se vio obligado a venir a ver aquella maravilla en calidad de depositario de los arcanos del mundo.
Ello me permitió volver a establecer contacto con él y refrescarle la memoria sobre su promesa de recibirme. Acordamos que le haría una visita la semana siguiente. Su hijo vendría a buscarnos.
Para gran sorpresa mía, el chico llegó el día señalado. Zuuldibo insistió en acompañarnos. Mientras nos aproximábamos por vez primera a las imponentes montañas, la caminata se vio amenizada por encuentros con habitantes de esas tierras. Me resultó curioso comprobar que al saludarme las mujeres se dirigían a mí llamándome «amado». Me explicaron que se trataba de una peculiaridad de la región y le sacaron todo el jugo a la anécdota. Después de atravesar las largas y abrasadoras llanuras salpicadas de salitrales donde animales salvajes y ganado buscaban el sustento uno al lado de otro, empezamos la ascensión. En esa época del año, a mediodía las temperaturas podían rebasar con holgura los cuarenta y tres grados, y tanto Matthieu como yo en seguida quedamos bañados en sudor. Yo me había llevado agua para beber que él rechazó cortésmente, aun cuando no había podido saciar su sed en el único riachuelo que pasamos, pues, como ya he dicho, los dowayos de las tierras bajas no pueden beber el agua de las tierras altas, a no ser que se la ofrezca alguien de la zona. El «hijo» del Viejo resultó ser una especie de primo de Matthieu y no podía formular tal invitación. El sendero ascendía de forma constante entre raquíticos arbolillos. Fuera cual fuera la época del año en que se viajara, era siempre con grave riesgo. En la estación de las lluvias uno se podía agarrar a la vegetación para trepar por las rocas, pero en cuanto el sendero se convertía en una línea de puntos trazada en la pared del precipicio lo más fácil era caer al vacío. En la estación seca se veía la superficie y se podían colocar mejor los pies, pero no había agarraderos para rectificar ningún error.
Compartimos el viaje con unos soliviantados babuinos que lanzaban trozos de pizarra sobre nuestras cabezas. Debajo teníamos un precipicio de unos cien metros o más, por cuyo fondo, siseando entre peñas de granito, discurría un riachuelo. Todos soltamos unas risitas nerviosas cuando Zuuldibo comentó que tenía miedo de caerse porque no sabía nadar. Después de varias horas de duro avance, desembocamos en una meseta con fantásticas vistas sobre todo el país Dowayo que alcanzaban hasta Nigeria. Justo cuando ya pensaba que el resto iba a ser coser y cantar, empezaron a aparecer profundas grietas en la ladera. Para atravesarlas no se podía hacer otra cosa que saltar sobre el abismo y aferrarse a la arenilla del otro lado hasta haber recuperado el equilibrio.
Por fin llegamos a un valle fresco y verde, abundantemente regado por un arroyo que parecía nacer en la misma cima. En el fondo había un grupo de casas bastante grande, la morada del brujo de la lluvia. Nos saludaron varias mujeres jóvenes, esposas del Viejo, que alborotaban y revoloteaban a nuestro alrededor. ¿Deseábamos sentarnos fuera o dentro? ¿Nos apetecía comer algo? ¿Queríamos un poco de agua o de cerveza? ¿La tomaríamos fría como los blancos o caliente como los dowayos? El Viejo se encontraba en un campo distante tratando a una enferma; lo mandarían llamar. Permanecimos allí sentados conversando y descansando durante aproximadamente una hora, pero entonces llegó la noticia de que cuando el mensajero se presentó a anunciarle nuestra llegada el Viejo ya había salido hacia Poli por otro camino. Estaba seguro de que se trataba de una jugarreta, pero no me quedaba más remedio que aceptarlo graciosamente. En aquellas tierras Matthieu y yo no podíamos aspirar a atrapar ni siquiera a un montañés anciano, por lo tanto no cabía la posibilidad de seguirlo. Zuuldibo, que se había quedado traspuesto, anunció que había soñado que una de sus vacas estaba enferma y debía regresar a ver si era cierto o se trataba simplemente de una broma gastada por el espíritu de un antepasado. Tuvimos que desandar el recorrido por los montes.
Esto señaló el inicio de mi campaña para ganarme a los jefes de lluvia y convencerlos de que compartieran sus secretos conmigo. Todos los «expertos» —misioneros, administradores, etc.— estaban convencidos de que no sacaría nada de los irracionales y testarudos dowayos. Y he de confesar que yo compartía esa opinión.
No obstante, inicié la política de visitarlos a todos, uno a uno, pidiéndoles que me vinieran a ver cuando pasaran por Kongle y enfrentándolos descaradamente entre sí. Ante el jefe de Mango fingí que sólo había acudido a él en la esperanza de que me pudiera decir algo del verdadero jefe de lluvia, el de Kpan. Cuando volví a ver al Viejo de Kpan, confesé que erróneamente le había considerado jefe de lluvia pero que me había enterado de que, en realidad, sabia poco del tema. Sin embargo, quizá podría contarme lo que ocurría en Mango. Puesto que estos dos personajes eran grandes rivales, conseguí mi objetivo. En una ocasión en que el Viejo de Kpan pasaba por Kongle, le dijeron que me había ido a pasar dos días en Mango. Por fin se abrió y comencé una serie de visitas. La primera vez confesó que su padre había sido jefe de lluvia y que, tras indagar un poco por ahí en mi nombre, se había enterado de un par de generalidades sobre las técnicas empleadas. Tuve cuidado de darle las más efusivas gracias y recompensarle generosamente, aun cuando mis finanzas se encontraban de nuevo en un estado lamentable.
A lo largo de los seis meses siguientes subí a la montaña donde vivía seis o siete veces. Invariablemente me encontré con que no acababa de cumplir sus promesas pero me contaba un poquito más. Cada detalle que se le escapaba podía utilizarlo yo para hablar con la gente de mi aldea; éstos suponían que sabía más de lo que en realidad sabía y soltaban otro poquito. Cuando Mayo se enemistó con el Viejo por la falta de pago de una esposa se me presentó una oportunidad de oro, pues hizo una denuncia pública de todo el pasado del brujo, enumerando sus fechorías: que había matado a gente con el rayo, que había arrasado los campos llenándolos de puercoespines, etc. No le tenía miedo al Viejo, aunque fuera capaz de causar la sequía. Me mostró varios montes relacionados con la propiciación de la lluvia, me habló de su importancia relativa y de qué tipos de piedras originaban los distintos tipos de lluvia. Cuando el Viejo y él se hubieron reconciliado, yo ya me había formado una idea bastante aproximada de todo el sistema. No obstante, era crucial verificar la información y tratar de presenciar las propias operaciones, puesto que constituían el núcleo de varias áreas simbólicas relacionadas con la sexualidad y la muerte.
Gracias a ciertos sucesos, nuestros caminos se cruzaron. Se decía que el jefe de lluvia era el poseedor de la planta mágica llamada
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, que curaba la impotencia masculina. Que él mismo se encontrara afectado por este mal, según divulgaron sus trece esposas y confirmó la investigación privada efectuada por mi amigo Augustin entre las damas insatisfechas del país Dowayo, no se consideraba un argumento refutatorio de sus virtudes. El Viejo de Kpan me preguntó si los blancos no tenían raíces para curar la impotencia. Le contesté que sí, que había oído hablar de semejantes remedios, pero no sabía si eran efectivos. Esta respuesta lo complació sumamente, señalándome como «un hombre de palabras rectas». A través de las oficinas de un sex-shop de Londres conseguí comprar una botella profusamente ilustrada de ginseng, y se la ofrecí como todo lo que podía hacer en este sentido. La única consecuencia fue un acceso de diarrea. Con todo, no se lo tomó a mal sino que convino en que hasta los mejores remedios fallaban algunas veces. Sacudió la cabeza sabiamente y sentenció: «No hay ningún remedio que haga nuevo un campo viejo.»
Otro incidente que contribuyó en gran medida a cimentar nuestra solidaridad fue una visita extraordinaria que nos hizo el
sous-préfet
ese mismo año para anunciar que, como medida encaminada a la modernización de los dowayos, debían cesar los sacrificios de ganado y la circuncisión debía limitarse a la época de vacaciones escolares. Llegó acompañado de una gran flota de coches llenos de funcionarios y burócratas que se reunieron debajo de un árbol enorme. Uno tras otro pronunciaron apasionados discursos en los que se prohibía una cosa u otra. Los dowayos asentían solemnemente con la cabeza y se dirigían furtivas sonrisitas entre ellos. El maestro bamileke se había preparado con antelación para la visita, de la que estaba claramente avisado, y aprovechó la oportunidad para denunciar el modo de vida indolente y bárbaro de los habitantes de la aldea. Hacía años que le habían prometido una escuela nueva pero no hacían sino retrasar su construcción. Cada vez que regresaba de las vacaciones, descubría que faltaban muebles y trozos del edificio. Cuando dijo esto yo me revolví incómodo, pues sabía que algunas partes de mi casa habían estado antes integradas en el combado techo de su escuela. El Viejo de Kpan se inclinó hacia un lado y comenzó a dirigirme miradas «significativas» y a señalar los montes con la cabeza. Estábamos justo al final de la estación seca y, aunque se veían nubes por todas partes, todavía no había caído ni una gota. Pero allí sobre los montes a unos doce o trece kilómetros, estaba lloviendo. El
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inició una larga arenga sobre la importancia de la educación. Los habitantes de Kongle debían beneficiarse de ella y de las ventajas de ser una zona subdesarrollada. La lluvia se acercaba. El maestro, alentado por el apoyo de las altas esferas, presentó una lista de los nombres de los padres que no llevaban a sus niños a la escuela. Seguidamente saco otra de los padres que mandaban a sus hijos sin otro alimento que el almuerzo tradicional, cerveza, que tenía ebrios a sus pupilos toda la tarde. En el momento en que entregaba la lista, una potente ráfaga de viento y lluvia envolvió a los congregados, que corrieron a los coches quejándose y maldiciendo, y desaparecieron camino del pueblo. Todos nos refugiamos en nuestras chozas. Tanto el jefe de lluvia como el maestro terminaron en la mía y nos tomamos un café para entrar en calor.