La boca de él se abrió y volvió a cerrarse. De pronto pareció muy joven.
—Es igual —dijo ella con presteza—, está bien así. Y ahora deberíamos ponernos en marcha. Deberías estar esta misma noche en Paras Derval, ¿no crees?
Parecía que él había tenido el caballo ensillado en el establo todo aquel tiempo y que sólo la había estado esperando a ella. Mientras Aileron iba a buscar el caballo, emprendió la tarea de cerrar la casa. La daga y la Diadema de Lisen estarían a salvo en la cámara subterránea. Sabía ahora ese tipo de cosas, de una forma instintiva.
Pensó en Raederth y se preguntó si no era una locura lamentar la muerte de un hombre ocurrida hacía tanto tiempo. Pero no lo era —ahora lo sabía—, pues los muertos siguen perteneciendo al tiempo; viajan, pero no están perdidos. Ysanne sí estaba perdida.
Necesitaba algún tiempo más para estar sola, pensó Kim, pero ya no había tiempo, de modo que no podía pensar en tales cosas. La Montaña había puesto esos lujos fuera del alcance de todos ellos.
De todos ellos. Hizo una pausa en sus pensamientos. Comprendió que ya se consideraba una de ellos, incluso en lo más profundo de su mente. «¿Te das cuenta», se preguntó a sí misma con un cierto temor, «de que ahora eres la vidente del Soberano Reino de Brennin en Fionavar?»
Lo era. «Vaca sagrada», pensó, «¡vas a hablar de fenómenos sobrenaturales!» Pero luego sus pensamientos volvieron a Aileron y su animada frivolidad desapareció. Aileron, a quien ella iba a ayudar, si podía, a convertirse en rey, a pesar de que su hermano era el heredero. Lo haría porque su hermano era el heredero. Lo haría porque su sangre le decía que era lo justo, y en esto, ahora lo sabía, consistía el ser vidente.
Estaba tranquila y preparada cuando él se acercó a caballo. Llevaba una espada, un arco que colgaba de su silla y cabalgaba con gracia sobre el negro corcel. Ella tuvo que admitir que quedó impresionada.
Al principio se suscitó un pequeño problema porque ella se negaba a abandonar el gato; pero, cuando amenazó muy seria con ir andando, Aileron, con expresión inescrutable, le tendió la mano y la subió al caballo. Con el gato. Y ella comprobó que era muy fuerte.
Muy poco después ya tenía el hombro arañado, pues a Malka no parecía gustarle demasiado ir a caballo. Aileron, por su parte, parecía singularmente hábil en soltar juramentos. Ella se lo reprochó con toda la dulzura que pudo y fue recompensada con un expresivo silencio.
El viento había dejado de soplar y la neblina del día iba desapareciendo. Había luz todavía, y el sol, que se iba poniendo tras ellos, dejaba caer sus largos rayos en el sendero.
Ésa fue una de las razones por las que fracasó la emboscada.
Fueron atacados en el recodo del camino desde el cual ella y Matt habían contemplado por primera vez el lago. Antes de que el primer svart saltara al camino, Aileron, guiado por un sexto sentido, ya había puesto el caballo al galope.
Esta vez no dispararon flechas. Se les había ordenado que capturaran viva a la mujer de los cabellos blancos y ella sólo iba protegida por un hombre. Resultaría muy fácil, pues ellos eran quince.
Sólo quedaron doce, después del primer ataque de Aileron desde el caballo, pues su espada segó como una guadaña ambos lados del camino. Pero ella le resultaba un estorbo. Con un rápido movimiento, saltó del caballo y mató a otro svart en el momento en que sus pies tocaban el suelo.
—¡Vete! —gritó.
El caballo se lanzó al trote y luego al galope sendero abajo. «De ningún modo», pensó Kim y, agarrando el gato como pudo, tiró de las riendas y detuvo al caballo.
Al darse la vuelta, vio la batalla y el corazón le subió hasta la garganta, pero no por causa del miedo.
A la luz del sol poniente, Kimberly fue testigo de la primera batalla de Aileron dan Ailell en su guerra; en aquel camino solitario se desplegó para una sorprendente y casi apabullante gracia. Verlo con la espada en la mano hacía saltar de gozo el corazón.
Parecía una danza, o más que una danza. Al parecer, algunos hombres habían nacido para una cosa determinada; era muy cierto.
Con inquietud y estupor vio que la lucha había sido irregular desde el principio. Quince, con armas y con dientes para la lucha cuerpo a cuerpo, contra un hombre solo que blandía en su mano una espada y que ella sabía que iba a ganar. Iba a ganar casi sin esfuerzo.
Y no se demoró mucho: ni uno de los quince svarts sobrevivió. Respirando apenas un poco más deprisa que lo normal, limpió su espada y la enfundó, antes de dirigirse hacia ella sendero adelante, con el sol a sus espaldas. Todo estaba tranquilo ahora. Pero ella vio que sus ojos estaban sombríos.
—Te dije que te fueras —dijo.
—Lo sé. Pero no siempre hago lo que me dicen. Ya te avisé.
Él permaneció en silencio, mirándola.
—Es una de mis habilidades —lo imitó ella con mucho acierto.
Vio con satisfacción que la expresión en la cara de él era de pronto tímida.
—¿Por qué —preguntó Kim Ford— tardaste tanto?
Y por primera vez lo oyó reír.
En el crepúsculo llegaron a Paras Derval, Aileron se ocultó con una capucha. Una vez dentro de la ciudad, se encaminaron rápida y silenciosamente hacia los cuarteles de Loren. Allí estaba el mago, con Matt y Kevin Laine.
Kim y Aileron contaron sus historias con toda la brevedad que pudieron, pues había poco tiempo. Hablaron de Paul en un susurro, mientras oían retumbar un trueno en el oeste.
Luego, cuando fue evidente que tanto ella como el príncipe lo ignoraban, les contaron lo que había pasado con Jennifer.
Y entonces se puso de relieve que, a pesar del aterrorizado gato y a pesar de la necesidad que el reino tenía de ella, la nueva vidente de Brennin podía todavía desmoronarse como cualquier otra persona.
Dos veces, en el curso de aquella mañana, pensó que había llegado el final. Sentía un tremendo dolor. Estaba terriblemente quemado por el sol, y además seco. Seco como la tierra, lo cual, había pensado antes —¿qué significaba antes?—, era el punto culminante.
El nexo. A veces todo parecía muy fácil y se llegaba a conclusiones muy simples. Pero luego su mente comenzaría a girar, a desvanecerse, y con el desvanecimiento llegaría también la claridad.
Debía de ser la única persona en todo Fionavar que no había visto cómo la Montaña expulsaba el fuego. El sol ya era un fuego suficiente para él. Oyó la carcajada, pero tan lejana que creyó que surgía de su propio infierno interior. También allí le dolía; no se le perdonaba nada.
En otro momento lo despabilaron unas campanas. Estaba bastante lúcido y supo dónde sonaban, pero no por qué. Sus ojos ardían; estaban hinchados por las quemaduras y se sentía deshidratado por completo. El Sol parecía tener un color diferente. Lo parecía, pero, ¿qué sabía él? Estaba tan desorientado que no podía confiar en nada de lo que percibía.
Aunque en verdad las campanas estaban tocando en Paras Derval, estaba seguro.
Pero…, pero al cabo de un momento, al escuchar, le pareció oír también el sonido de un arpa y eso era una mala señal, la peor, porque salía de sí mismo, de detrás de la puerta cerrada. No venía de fuera. Las campanas sí sonaban allá fuera, pero su tañido se desvanecía. El se sentía ir otra vez y no había nada donde agarrarse: ni una rama, ni una mano. Estaba atado y seco, desvaneciéndose, yéndose. Vio que los cerrojos saltaban, que la puerta se abría y aparecía la habitación. «Oh, señora, señora, señora», pensó. Ya no había más cerrojos, ni puertas que atrancar. Abajo. Allí, en el fondo del mar…
Estaban en la cama, la noche antes de su partida. Claro, debía de ser un recuerdo.
Suscitado por el arpa, seguramente.
Su habitación. Una noche de primavera, un tiempo casi de verano. La ventana estaba abierta, los visillos se movían, los cabellos de ella reposaban esparcidos, las sábanas colgaban de modo que él podía ver su cuerpo a la luz de la vela. La vela que ella le había regalado. Pero la auténtica luz provenía de ella.
—¿Sabes —dijo Rachel— que al fin y al cabo tú eres un músico?
—Me gustaría —se oyó decir—, pero sabes que ni siquiera sé cantar.
—Pues sí —dijo ella siguiendo con su idea y jugando con sus cabellos sobre su pecho—, lo eres. Eres un arpista, Paul. Tienes manos de arpista.
—¿Dónde está, pues, mi arpa? —preguntó con inocencia.
Y Rachel contestó:
—Yo, por supuesto. Mi corazón son las cuerdas de tu arpa.
¿Que otra cosa podía hacer sino sonreír?
—¿Sabes? —continuó ella—. Cuando el mes que viene toque Brahms, será para ti.
—No, para ti misma. Reserva eso para ti.
Ella sonrió. Él no podía verla, pero sabía cuándo Rachel sonreía.
—¡Testarudo! —Lo rozó con sus labios—. Bueno, lo compartiremos. ¿Puedo dedicarte al menos el segundo movimiento? ¿Lo aceptarás? Deja que lo toque para ti porque te amo. Así podré decírtelo.
—¡Oh, señora! —había dicho él.
Una mano de arpista. Un corazón hecho con cuerdas de arpa.
Señora, señora, señora.
No supo lo que le había hecho recobrar el sentido. El sol se había puesto. Se cernía la oscuridad. Luciérnagas. Había llegado, pues, la tercera noche. La última. «Durante tres noches y para siempre», había dicho el rey.
Y el rey había muerto.
¿Cómo se había enterado? Y, después de un momento, le pareció que muy lejos, más allá de sus quemaduras, más allá del aislado dolor en que se había convertido, quedaba en él una parte que todavía podía tener miedo.
¿Cómo se había enterado de la muerte del rey? El Árbol se lo había dicho. El se enteraba de la muerte de los soberanos reyes, siempre lo había hecho. Había sido plantado allí sobre sus raíces para llamarlos y llevarlos a la tierra del tiempo. Desde Iorweth hasta Ailell, todos eran los Hijos de Mörnir, y el Árbol sabía siempre cuándo morían. Por eso ahora lo sabía también él. Podía entenderlo. «Te entrego ahora a Mórnir»; la otra cara de la consagración. El había sido ofrecido. Se estaba convirtiendo en raíz, en rama. Allí estaba desnudo, con su piel contra la corteza; le parecía estar desnudo en todos los aspectos, porque la oscuridad estaba cerniéndose otra vez, por la puerta sin cerrojos. Estaba tan abierto que el viento podía soplar a través de él, la luz brillar y la sombra caer.
Otra vez como un niño. Luz y sombra. Sencillez.
¿Cuándo había comenzado todo aquel tormento?
Podía recordar (y era una puerta diferente) cuando jugaba a baloncesto en la calle a la caída del sol. Jugaba incluso después de que se encendieran las farolas, de modo que la pelota podía ascender más allá de las luces e internarse en la oscuridad, esquiva pero alcanzable. Recordaba el aroma de la hierba segada y de las flores del porche, la piel de un guante nuevo para parar la pelota. Recordaba el crepúsculo del verano, la oscuridad del verano. Todo era continuidad. ¿Cuándo había cambiado aquello? ¿Por qué había tenido que cambiar? Aquel proceso se convertía en disyunciones, interrupciones, finales, que llovían como flechas, invisibles e ineludibles.
Y luego el amor, el amor, la más profunda discontinuidad.
Porque parecía que esa puerta había dejado paso a otra, a la única que él no se atrevía a mirar. Ni siquiera la infancia estaba a salvo, no aquella noche. Aquella noche no estaría a salvo en ninguna parte. Tampoco allí, al fin y al cabo, desnudo en el Árbol.
Y por fin entendió: entendió que aquel que iba hacia el dios tenía que estar desnudo, completamente desnudo. El Árbol lo estaba desnudando, capa a capa, y le mostraba aquello de lo que él había querido esconderse. Aquello —¿y no era por cierto una ironía?— de lo que incluso allí se había querido esconder. La música. El nombre de ella.
Las lágrimas. La lluvia. La autopista.
Desfallecía otra vez, se desvanecía: las luciérnagas que revoloteaban entre los árboles se habían convertido en faros de coches que se acercaban, lo cual era absurdo. Pero no lo era en absoluto, porque ahora él estaba con ella en el coche, conduciendo bajo la lluvia por el Lakeshore Boulevard.
Había llovido la noche en que ella murió.
«No quiero, no quiero ir ahí», pensó, sin poder agarrarse a nada y haciendo un esfuerzo desesperado por alejarse. «Por favor, déjame morir, déjame convertirme en lluvia para ellos.»
Pero no. Ahora era la Flecha, la Flecha en el Árbol de Mörnir, e iba a ser ofrecido desnudo del todo o no podría serlo de otro modo.
No de otro modo. Era eso, se dio cuenta. Podía morir. Todavía podía elegir, podía marcharse. Tenía esa oportunidad.
Y así, en la tercera noche, Paul Schafer se enfrentó con la última prueba, la que siempre había fallado, la puerta abierta. Allí los reyes de Brennin, o los que venían en su nombre, habían descubierto que en ninguno de ellos existía el valor suficiente para estar allí; la fuerza suficiente para soportarlo, e incluso el suficiente amor a su tierra. En el Árbol nadie podía ocultarse por mucho tiempo de la vida, de la muerte o de su propia alma.
Desnudo o de ningún otro modo se llegaba hasta Mörnir. Y aquello era demasiado para ellos, demasiado duro, demasiado injusto después de todo lo que habían soportado; eran débiles y extremadamente vulnerables para ser obligados a ir a los más tenebrosos lugares.
Y por eso se rendían, reyes de valiente espada, sabios, galantes príncipes; todos ellos volvían la cabeza para no enfrentarse con su total desnudez y morían demasiado pronto.
Pero no ocurriría así aquella noche… Por orgullo, por testarudez, y sobre todo por el perro, Paul Schafer encontró el valor para no volver la cabeza. Se desvaneció. Flecha del dios. Tan abierto que el viento soplaba a través de él y la luz brillaba a través de él.
La última puerta.
—El concierto de Dvorak —oyó. Su propia voz y su risa—. El concierto de Dvorak con la Sinfónica. ¡Kincaid, eres una estrella!
Ella se echó a reír con nerviosismo.
—Sólo es el Ontario Place. Al aire libre, con un partido de béisbol al fondo del estadio para que nadie pueda oír.
—Wally te oirá. Te aprecia de verdad.
—¿Desde cuándo tú y Walter Langside sois tan amigos?
—Desde el recital, señora. Desde que leí su crítica. Ahora es mi mejor amigo.
Ella lo había conseguido todo, los había ganado a todos. Estaba deslumbrada. Los tres periódicos habían estado allí, tan sólo porque con anticipación se había corrido la voz de lo que ella era. Era algo inaudito en un recital de graduación. El segundo movimiento, había escrito Langside del
Globe,
no podía ser interpretado de forma más magnífica.