—No —respondió el rey y se volvió hacia Kevin.
Pasaron unos instantes antes de que todas las piezas encajaran en su lugar.
—¡Dios mío! —exclamó Kevin—. ¡Paul! —Y escondió su rostro entre las manos.
Kim se despertó embargada por el conocimiento.
«Quien mata sin amor morirá con toda seguridad», le había dicho Seithr, el rey de los enanos, a Colan el Deseado, tiempo atrás. Y después, bajando su voz, había añadido unas palabras al oído del hijo de Conary: «El que muere lleno de amor, hace de su alma un regalo para aquel que está marcado con la señal que hay en el mango de la daga».
—Un valioso regalo —había murmurado Colan.
—Más valioso de lo que supones. Una vez hecho el regalo, el alma desaparece, fuera del tiempo. Más allá de los muros de la Noche no hay medio posible para buscar la luz junto al Tejedor.
El hijo de Conary había hecho una profunda reverencia.
—Gracias —dijo—. La hoja tiene doble filo y doble filo tiene también el regalo. Que Mörnir nos conceda la gracia de hacer uso de él con justicia.
Incluso antes de verlos, Kim supo que sus cabellos eran ahora blancos. Echada sobre la cama aquella primera mañana lloró, pero en silencio y no demasiado rato. Había mucho que hacer. Incluso con el vellin en la muñeca, sentía el día como una fiebre. Sería indigna del regalo recibido si se dejaba ahogar en lamentaciones.
Así pues, se levantó; ahora era la vidente de Brennin, la más reciente soñadora de sueños, y debía empezar a hacer aquello por lo que Ysanne había muerto para lograr que ella lo hiciera.
Había más que muerto.
Hay, por suerte o por desgracia, maneras de obrar que van más allá del comportamiento normal, que nos fuerzan, al reconocer que han ocurrido, a reestructurar nuestra manera de entender la realidad. Y tenemos que hacer sitio a esas maneras de obrar.
Eso, pensó Kim, era lo que Ysanne había hecho. Con un acto de amor tan grande —y no sólo hacia ella— que a duras penas podía ser asimilado, había despojado a su alma de todo aquello que tiene que ver con el tiempo. Se había ido, de forma total. No sólo había renunciado a la vida, sino a más, a mucho más, pues Kim sabía ahora que había renunciado también a la muerte, a lo que está reservado en los dibujos del Tejedor para sus criaturas.
A cambio, la vidente le había dado a Kim cuanto había podido, se lo había dado todo.
Ya no podría decir Kirn que no era de Fionavar, pues en ella latía ahora un intuitivo conocimiento de aquel mundo, más profundo incluso que el que tenía del suyo. Mirando ahora la bannion, sabía lo que era; también sabía el significado del vellin que estaba en su muñeca, y también algo del tenebroso Baelrath que estaba en su dedo; y algún día sabría quién debía llevar la Diadema de Lisen y recorrer el más lúgubre de los caminos.
Eran las palabras de Raederth a quien Ysanne había perdido otra vez para que Kim pudiera tener todo esto.
Era injusto. ¿Qué derecho tenía la vidente a hacer semejante sacrificio? ¿A imponerle semejante carga con su insoportable regalo? ¿Cómo se había atrevido a decidir por Kim?
La respuesta sobrevino con facilidad poco después: no tenía ningún derecho. Kim podía marcharse, abandonar, renunciar. Podía volver a cruzar a su mundo y teñirse los cabellos, o dejárselos de aquel color que estaba de moda, si lo prefería. Nada había cambiado.
Excepto que, por supuesto, todo había cambiado. «¿Cómo se puede separar al bailarín del baile?», había leído en algún sitio. O al soñador de los sueños, corrigió ella, sintiéndose perdida. La respuesta era sencillísima.
No se puede.
Poco después apoyó su mano, tal como ahora sabía, sobre el suelo, bajo la mesa, y vio que aparecía la puerta.
Bajó los gastados escalones de piedra otra vez. La Diadema de Lisen alumbraba sus pasos. La daga debía estar allí, lo sabía, con sangre roja en la hoja azul-plata forjada con thieren. Con seguridad no habría ningún cuerpo, pues Ysanne la vidente, al morir llena de amor y por obra de aquella hoja, se había marchado más allá de los límites del tiempo, a donde no podía ser seguida. Perdida y para siempre. Era el final, irremediablemente.
Todo había acabado.
Y ahora ella se encontraba abandonada en el primero de los mundos, soportando aquella pesada carga.
Limpió la hoja de Lökdal, la envainó con un sonido parecido a las cuerdas de un arpa y la volvió a poner en la vitrina. Luego subió las escaleras otra vez, hacia el mundo que la necesitaba, hacia todos los mundos que necesitaban lo que al parecer ella era ahora.
—¡Dios mío! —dijo Kevin—. ¡Paul!
Se hizo un pesado silencio, agobiante por su significado. Era algo para lo que ninguno de ellos estaba preparado. «Sin embargo», pensó Kevin, «debería haberlo adivinado.
Debería habérmelo figurado cuando por primera vez me habló del Árbol.» Una amargura que iba convirtiéndose en rabia hacía latir con furia su corazón…
—Debió de suceder en alguna de las partidas de ajedrez —le dijo con brutalidad al rey.
—Así fue —contestó Ailell con sencillez. Y continuó—: Vino hasta mí y me hizo su ofrecimiento. Yo nunca se lo hubiera pedido, nunca se me hubiera ocurrido tal cosa. ¿No me crees?
Sí le creía. Todo encajaba. Su furia contra el rey era injusta, porque Paul debió de hacer lo que quería, sólo lo que quería, y ésa era una manera de morir mejor que dejarse caer desde una cuerda en un acantilado. Su manera de actuar había sido deliberada, estaba seguro de que había sido deliberada. Pero era difícil de aceptar, muy difícil, y…
—¡No! —exclamó Loren con decisión—. Debemos detenerlo. No puede ser. Ni siquiera es uno de los nuestros, señor. No podemos cargar nuestras desgracias sobre él de semejante manera. Es un huésped de vuestra casa, Ailell, de nuestro mundo. ¿En qué estabas pensando?
—En nuestro mundo, en mi casa, en mi pueblo. El se me ofreció, Manto de Plata.
—¿Y no podías haberlo rechazado?
—Loren: fue un sincero ofrecimiento —intervino Gorlaes con una voz inusitadamente insegura.
—¿Tú estabas allí? —se encrespó el mago.
—Yo lo até. El caminaba hacia el Árbol delante de nosotros. Parecía que estuviera solo. No sé cómo, y me da miedo hablar de lo que sucedió en el Bosque Sagrado, pero juro que fue un ofrecimiento auténtico.
—No —repitió Loren, con el rostro crispado por la emoción—. Es imposible que entendiera lo que está haciendo ahora. Señor, hay que ir a buscarlo antes de que muera.
—Se trata de su propia muerte, Loren. Fue su elección. ¿Cómo te atreves a arrebatársela? —Los ojos de Ailell eran viejos y estaban cansados.
—Por cierto que me atrevo —replicó el mago—. No lo traje aquí para que muriera por nosotros.
Era la hora de hablar.
—Quizá no —dijo Kevin lleno de dolor, esforzándose por articular sus palabras y tartamudeando—. Pero creo que él vino por eso. —Había perdido a los dos. Primero a Jennifer y ahora también a Paul. Le dolía el corazón.— Si vino, fue porque sabía lo que hacía y porque quería hacerlo. Deja que muera por vosotros, ya que no puede vivir por sí mismo. Déjalo, Loren. Deja que se vaya.
No se preocupaba por esconder sus lágrimas, ni siquiera ante los fríos ojos de Jaelle.
—Kevin —dijo el mago con dulzura—, es una muerte horrible. Nadie sobrevive al Árbol, pero será un sacrificio inútil. Deja que vaya a buscarlo.
—No está en tu mano elegir, Manto de Plata —intervino entonces Jaelle—. Ni en manos de nadie.
Loren la miró con ojos duros como el pedernal.
—Si decido traerlo —habló dirigiéndose a ella—, tendrás que matarme para impedir que lo haga.
—Ten cuidado, mago —lo amonestó Gorlaes aunque con suavidad—. Eso es casi traición. El soberano rey ha tomado una decisión: ¿vas a ponerle trabas?
Ninguno de ellos parecía entender lo que había pasado.
—Nadie ha tomado ninguna decisión excepto el propio Paul —dijo Kevin. Se sentía agotado, pero totalmente lúcido. Sólo hubiera deseado saber lo que iba a ocurrir—. Loren, si alguien entendió lo que sucedía, fue él. Si sobrevive las tres noches, ¿lloverá?
—Seguramente —fue el rey quien contestó—, pero es magia salvaje y no podemos saberlo a ciencia cierta.
—Magia sangrienta —corrigió Loren con acritud.
Teyrnon sacudió la cabeza.
—El dios es salvaje; por eso debe haber sangre.
—Pero no puede sobrevivir —acotó Diarmuid con voz serena, mirando a Kevin—. Tú mismo dijiste que estaba enfermo.
Kevin soltó una sonora y áspera carcajada.
—Nada lo detiene nunca —dijo con furia y a la vez con gran pesar—. Es un tozudo y valiente hijo de puta.
En sus palabras se translucía un amor que conmovió a todos, y no había ayuda posible más que el amor; todos lo reconocían así, incluso Jaelle y, de un modo bien diferente, Loren Manto de Plata.
—Muy bien —dijo al fin el mago, dejándose caer en una silla—. Oh, Kevin. Todos aquí lo recordarán en sus canciones mientras Brennin sobreviva, sea cual sea su final.
—Canciones —dijo Kevin—. Las canciones os echan a perder. —Había hecho demasiados esfuerzos para no dejarse llevar por el dolor; pero ahora sentía que lo invadía por completo. A veces, le había dicho su padre, no se puede hacer nada. «¡Oh, abba!», pensó. Se sentía muy lejos y aislado por su dolor.
—Mañana —manifestó Ailell levantándose de nuevo, alto y flaco— nos encontraremos aquí a la salida del sol. Veremos lo que la noche trae consigo.
Eran palabras de despedida. Todos fueron saliendo, dejando al rey sentado y solo en la Sala de Consejos, con sus años a cuestas, su desprecio de sí mismo y la imagen del extranjero en el Árbol sacrificándose en su nombre, en el nombre del dios, en su nombre.
Salieron al patio central Diarmuid, Loren, Matt y Kevin Laine. Caminaron todos juntos en silencio, con la misma cara grabada en sus pensamientos, y Kevin se sintió reconfortado por la presencia de sus amigos.
El calor era agobiante y un viento desabrido soplaba bajo un sol pálido y opaco. Una punzante tensión parecía entretejida en la tela de aquel día. Y, de repente, aumentó.
—¡Mirad! —gritó Matt el enano, cuyo pueblo vivía en las recónditas cavernas de la Tierra, en las raíces de las montañas de las viejas moles de roca—. ¡Mirad, algo va a ocurrir!
Y en ese mismo instante, al noroeste de donde se encontraban, Kim Ford se levantó, con un latido cegador en su cabeza, con la intuición de inmensidad, y salió, como si algo la empujara, al patio posterior de la casa, donde estaba trabajando Tyrth.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Oh, Dios mío!
Al ver con distorsionada visión que el brazalete de vellin se retorcía en su muñeca y a sabiendas de que no podría impedir lo que se estaba acercando, lo que se había estado acercando desde hacía tiempo, lo que nadie, nadie había visto, lo que estaba aquí, aquí mismo, ahora, exhaló un tremendo grito de agonía.
Y el techo del mundo estalló.
Lejos, muy lejos, en el norte, junto a los hielos, Rangat, la de Hombros de Nubes, se elevaba, quince mil metros hacia el cielo, sobre todo Fionavar; era la señora del mundo y la prisión de un dios desde hacía miles de años.
Pero ya no lo sería más. Un gigantesco geiser de fuego del color de la sangre se alzó hacia los cielos con un estruendo que fue oído incluso en Cathal. Rangat explotó en una columna de fuego tan alta que ni la curva del mundo podía ocultarla. Y, en el punto culminante de su ascensión, se vio que la llama tomaba la forma de cinco dedos de una mano que tenía forma de garra, oh, de garra, y que se curvaba hacia el sur con el viento para apresarlos a todos de un zarpazo y hacerlos pedazos.
Era un desafío, una salvaje proclama de libertad dirigida a todos los que, llenos de terror, serían sus esclavos para siempre desde aquel momento. Y si habían sentido miedo de los svarts alfar y habían temblado ante el renegado mago y el poder de Galadan, ¿qué harían ahora al ver los dedos de fuego que desgarraban los cielos?
¿Qué harían al saber que Rakoth Maugrim se había liberado de sus cadenas y estaba libre, y podía inclinar a la misma Montaña para vengarse?
Y desde el norte el viento trajo la triunfante carcajada del primer dios caído, que los amenazaba como un martillo que les traía fuego y guerra.
La explosión hirió el corazón del rey como un puñetazo. Se tambaleó junto a la ventana del Salón del Consejo y se desplomó en una silla, con la cara gris, abriendo y cerrando las manos en un espasmo como si le costara respirar.
—¿Señor? —El paje Tarn entró corriendo en la habitación y se arrodilló junto a él con ojos aterrorizados—. ¿Señor?
Pero Ailell no podía hablar. Sólo oía la carcajada en el viento, sólo veía la mano cerniéndose para agarrarlos, enorme y del color de la sangre; una nube de muerte en el cielo que les traía no lluvia, sino ruina.
Le parecía que estaba solo. Tarn debía de haber salido para buscar ayuda. Con un esfuerzo enorme se levantó, respirando con roncos jadeos, y se dirigió a través del pequeño vestíbulo a su habitación. Allí tropezó con la puerta y la abrió.
Continuó por el pasillo familiar. Al final del pasillo se paró ante la pequeña mirilla. Veía con dificultad: le pareció que una joven estaba a su lado. Tenía los cabellos blancos, lo que era bastante raro. Sus ojos eran amables, como habían sido al final los de Marrien. Al fin y al cabo, él se las había arreglado para lograr su amor. Era paciencia lo que el poder enseñaba. Así se lo había dicho al extranjero, lo recordaba bien, después de jugar al ta'bael. ¿Dónde estaba el extranjero? Tenía algo que decirle, algo importante.
Luego se acordó. Abriendo la mirilla, Ailell el rey miró dentro de la Habitación de la Piedra y vio que estaba oscura. Se había apagado el fuego, el sagrado fuego de naal; el pilar decorado con las imágenes de Conary no soportaba nada en su parte superior, y en el suelo, rota para siempre en pedazos como su propio corazón, yacía la piedra de Ginserat.
Se sintió desfallecer. Le pareció que pasaba mucho tiempo. La joven estaba allí, con los ojos inundados de dolor. El deseó poder consolarla. «Aileron», pensó. «Diarmuid; oh, Aileron.» Muy lejos oyó un trueno. Un dios se estaba acercando. Sí, desde luego, pero qué locos habían sido todos ellos; era otro dios. Resultaba tan gracioso, tan gracioso.
Y con aquel pensamiento murió.
Así murió, la víspera de la guerra, Ailell dan Art, el soberano rey de Brennin, y el mando pasaba a su hijo en tiempos de oscuridad, cuando el miedo invadía la faz de todas las tierras. Un rey bueno y sabio, lo había llamado una vez Ysanne la vidente.