Decidió esperar otro rayo de luna para saltarle a la cabeza. Nadie se para a hablar con una criatura de pesadilla. El tamaño de aquel ser aceleró los latidos de su corazón:
¿tendría colmillos una criatura tan descomunal?
La Luna salió de nuevo; estaba listo. Echó su cuchillo hacia atrás antes de atacar: la oscura cabeza se perfilaba nítidamente contra la plateada llanura, y miraba hacia el otro lado, hacia el norte.
—¡Ay, la Virgen! —dijo el urgach.
El brazo de Torc ya había iniciado su acometida. Con un gran esfuerzo logró detener el movimiento del cuchillo, aunque se hirió en el intento.
Las criaturas del mal no invocaban a la diosa, y menos con aquella voz. Mirándolo otra vez a la luz de la luna, Torc vio que el ser que tenía ante él era un hombre; con extrañas ropas y muy alto, pero, al parecer, desarmado.
Tomando aliento, Torc se dirigió a él en voz alta con toda la cortesía que las circunstancias le permitían.
—Date la vuelta despacio y dime quién eres.
Ante aquel gruñido imperioso, el corazón de Dave le subió a la garganta y sintió una punzada en sus costillas. ¿Quién demonios…? Pero en vez de seguir con la pregunta, optó por darse la vuelta despacio y decir quién era.
Volviéndose hacia la voz y con las manos en alto sosteniendo sólo los apuntes de Procesal, dijo tan alto como pudo:
—Mi nombre es Dave Martyniuk. No sé dónde estoy y estoy buscando a una persona que se llama Loren; él me trajo hasta aquí.
Pasó un instante. Notó que el viento del norte alborotaba sus cabellos. Era consciente de que estaba muy asustado.
Luego una sombra se levantó de un agujero que él ni siquiera había visto y avanzó hacia él.
—¿Manto de Plata? —preguntó la sombra, haciéndose visible a la luz de la luna como un hombre joven, sin camisa pese al viento, descalzo y con unas polainas negras.
Llevaba en sus manos un largo cuchillo de apariencia escalofriante.
«Oh, Dios», pensó Dave, «¿qué me han hecho?» Sin dejar de mirar el cuchillo, contestó despacio:
—Sí, Loren Manto de Plata. Ése es su nombre. —Tomó aliento tratando de calmarse—.
Por favor, no me malinterpretes: estoy aquí en son de paz. Ni siquiera quería estar aquí.
Me separé…, se suponía que teníamos que ir a un lugar llamado Paras Derval. ¿Sabes dónde está?
El otro hombre también pareció tranquilizarse.
—Claro que lo sé. ¿Cómo es que tú no lo sabes?
—Porque no soy de aquí —contestó Dave con una voz llena de frustración—. Hicimos la travesía desde mi mundo, la Tierra —dijo esperanzado; luego se dio cuenta de lo estúpido que era.
—¿Dónde está Manto de Plata?
—¿Es que no me has oído? —se impacientó Martyniuk—. Ya te lo he contado. Yo me separé. Y lo necesito para volver a casa. Lo único que deseo es regresar a casa lo antes posible. ¿No puedes entenderlo?
Se hizo un silencio.
—¿Por qué no te habré matado? —preguntó el otro hombre.
Dave suspiró. No se las había arreglado demasiado bien. Dios, no sabía ser diplomático. ¿Por qué no habría sido Kevin quien se separara de los otros? Dave pensó en atacar a aquel sujeto, pero algo le dijo que aquel hombre delgado sabía utilizar muy bien su cuchillo.
Tuvo una repentina inspiración.
—Porque a Loren no le habría gustado. Soy su amigo; él debe de estar buscándome.
«Reniegas de la amistad con demasiada rapidez», le había dicho el mago la noche anterior. No siempre, pensó Dave, y desde luego no esta noche.
Aquello pareció funcionar. Martyniuk bajó poco a poco sus manos.
—Estoy desarmado —dijo—. Me encuentro perdido. ¿Quieres ayudarme, por favor?
El otro hombre al fin envainó su cuchillo.
—Te llevaré hasta Ivor y Gereint. Ambos conocen a Manto de Plata. Volveremos al campamento por la mañana.
—¿Por qué no ahora?
—Porque tengo trabajo —contestó el otro— y supongo que ahora tendrás que compartirlo conmigo.
—¿Cómo? ¿Qué hay que hacer?
—Hay dos criaturas en este bosque que están ayunando para encontrar sus animales.
Tenemos que vigilarlos para asegurarnos de que no se hagan daño o algo semejante. —
Levantó su mano lastimada—. Como a mí me ha pasado, por no matarte. Estás entre los dalreis, en la tribu de Ivor, la tercera. Has tenido suerte de que Ivor sea un hombre tan tenaz; de otro modo, lo único que habrías encontrado aquí habrían sido eltors y svarts alfar, los unos habrían huido al verte y los otros te habrían matado. Mi nombre es Torc.
Ahora, vamonos.
Las criaturas, como Torc se empeñaba en llamar a los dos jóvenes de trece años, parecían encontrarse muy bien. Si tenían suerte, había explicado Torc, verían sus animales antes del alba. Si no, el ayuno continuaría y ellos tendrían que vigilarlos otra noche. Estaban sentados apoyados contra un árbol, en un pequeño claro entre los dos muchachos. El caballo de Torc, un pequeño corcel de color gris oscuro, pacía cerca.
—¿Por qué estamos vigilando? —preguntó con cierto nerviosismo Dave, para quien la noche en el bosque no era su habitat natural.
—Ya te lo fíe dicho: hay svarts alfar en los alrededores. Su presencia ha obligado a las otras tribus a marcharse hacia el sur.
—También había un svart alfar en nuestro mundo —comentó Dave—. Había seguido a Loren. Matt Sören lo mató. Loren dijo que no eran peligrosos y que no había demasiados.
Torc enarcó sus cejas.
—Hay más de los que acostumbraba haber —dijo— y, aunque no son peligrosos para un mago, han sido engendrados para matar y lo hacen muy bien.
Dave experimentó una sensación incómoda y desagradable. Torc hablaba de matar con inquietante frecuencia.
—Los svarts serían suficiente motivo de preocupación —siguió diciendo Torc—, pero es que, además, antes de encontrarte a ti me topé con el rastro de un urgach; te confundí de espaldas con uno. Iba a matarte y a investigar después. No se habían visto semejantes criaturas desde hace centenares de años. Es una mala señal que hayan vuelto a aparecer, aunque no sé qué significa.
—¿Quiénes son?
Torc hizo un gesto extraño y sacudió la cabeza.
—No deberíamos hablar de ellos por la noche —dijo—. Y mucho menos aquí, en el bosque. —Y repitió el gesto.
Dave se apoyó en el árbol. Era tarde y habría debido tratar de dormir, pero tenía los nervios de punta. Torc ya no parecía tener ganas de hablar. Se estaba bien a su lado.
En conjunto, todo parecía ir bastante bien. Podría haber sido mucho peor. Había aterrizado entre personas que conocían al mago. Los demás no podían estar muy lejos; lo averiguaría si antes no lo devoraba algo en aquellos bosques. En cuanto a Torc, parecía saber bien lo que estaba haciendo. Ya veremos, pensó.
Al cabo de tres cuartos de hora, Torc se levantó para comprobar qué hacían sus criaturas. Se dirigió hacia el este y volvió diez minutos después, asintiendo con la cabeza.
—Barth está perfectamente y se ha escondido muy bien. No es tan estúpido como la mayoría de ellos. —Continuó hacia el oeste para echar una ojeada al otro y reapareció pocos minutos después.
—Bien… —empezó a decir acercándose al árbol.
Sólo un atleta podía hacer lo que él hizo. Con un movimiento reflejo, Dave se lanzó contra la aparición que surgió de los árboles detrás de Torc. Lanzó a aquella criatura peluda similar a un mono el más violento golpe de que fue capaz y pudo desviar así la espada que se disponía a decapitar a Torc.
Caído en el suelo y sin aliento, Dave vio que la otra mano de aquella criatura caía sobre él. Se las arregló para detener el golpe con el antebrazo y con el simple contacto experimentó una sensación paralizante. «¡Dios!», pensó mirando los enfurecidos ojos rojos de lo que debía de ser un urgach, «¡qué fuerte es este mamón!» Pero no tenía tiempo de asustarse; mientras se apartaba con torpeza fuera del alcance de la espada del urgach, vio que un cuerpo saltaba por encima de] suyo.
Torc, con el cuchillo en la mano, se había lanzado directamente contra la cabeza del monstruo. El urgach dejó caer su peligrosa espada y, con un terrible gruñido, golpeó el brazo de Torc. Asiéndolo con su garra arrojó lejos el cuerpo del jinete, que se estrelló contra un árbol y se quedó sin sentido por unos momentos.
«Uno a uno», pensó Dave. El salto de Torc le había dado tiempo a él para incorporarse, pero todo sucedía muy deprisa. Dando la vuelta, corrió hacia donde estaba atado el caballo de Torc relinchando de terror y cogió la espada que pendía de la silla.
«¿Una espada?», pensó, «¿qué demonios voy a hacer con una espada?»
Pues defenderse como un loco. El urgach, que había recuperado su arma, estaba frente a él, con la espada en las manos, preparado para asestarle un golpe. Dave era un hombre fuerte, pero el impacto que recibió al detener aquel golpe paralizó su mano derecha como ya lo estaba la izquierda; se tambaleó y cayó hacia atrás.
—¡Torc! —gritó con desesperación— ¡No puedo…!
Se detuvo porque de pronto ya no había necesidad de seguir gritando. El urgach osciló como una roca derribada y poco después cayó hacia adelante con enorme estrépito; el cuchillo de Torc estaba clavado hasta la empuñadura en su cráneo.
Los dos hombres se miraron uno a otro por encima del cuerpo de la monstruosa criatura.
—Bueno —dijo por fin Torc respirando con dificultad—, ahora ya sé por qué no te maté.
Lo que Dave sintió en aquel momento era tan raro e inesperado que tardó bastante rato en reconocerlo.
Ivor, levantado desde el amanecer para escrutar el suroeste, vio que Barth y Navon regresaban juntos. Podía decir —no era demasiado difícil— por el modo en que avanzaban que ambos habían encontrado algo en el bosque.
Habían encontrado o habían sido encontrados, según decía Gereint. Se habían ido siendo niños y ahora, aunque seguían siendo sus hijos, volvían a él como jinetes, como jinetes de los dalreis. Y levantó su voz a modo de saludo, para que supieran que eran bienvenidos por su jefe a su regreso a la tribu desde el país de los sueños.
—Hola —gritó Ivor muy fuerte para que lo oyeran—. ¡Mirad quién viene! Vayamos a recibirlos y regocijémonos porque el Tejedor nos envía dos nuevos jinetes.
Todos corrieron hacia ellos, pues habían estado esperando con contenida excitación a que el jefe fuera el primero en anunciar su retorno. Era la tradición de la tercera tribu desde los días de Lahor, su abuelo.
Barth y Navon fueron acogidos con honor y júbilo. Sus ojos reflejaban todavía el asombro, pues aún no habían regresado del todo del otro mundo, de las visiones que les habían inspirado el ayuno, la noche y el secreto bebedizo que les había dado Gereint.
Parecían indemnes y renovados, como debía ser.
Ivor los condujo a los aposentos reservados a Gereint; caminaban junto a él, uno a cada lado, tal como correspondía a los que ya eran hombres. Entró con ellos y observó cómo se arrodillaban ante el chamán, que debía confirmar y consagrar a sus animales.
Jamás un hijo de Ivor había tratado de mentir acerca de su ayuno, de exigir un tótem cuando no había visto ninguno, o de pretender que un eltor era un águila o un oso.
Correspondía al chamán encontrar en ellos la verdad de su ayuno, de modo que en la tribu Gereint conocía los tótems de cada uno de los jinetes. Así se hacía también en las otras tribus. Así estaba escrito en Celidon. Así era la Ley.
Gereint, que estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una estera, levantó lentamente la cabeza. Se volvió sin equivocarse hacia donde estaba Ivor, cuya silueta se recortaba en la luz.
—Su hora conoce sus nombres —dijo el chamán.
Todo se había cumplido. Habían sido pronunciadas las palabras que definían a un jinete: la hora que nadie podía evitar y la inviolabilidad de su nombre secreto. Ivor de pronto se sintió invadido por la vastedad y la inmensidad del tiempo. Durante mil doscientos años los dalreis habían cabalgado por la Llanura. Durante mil doscientos años cada uno de los nuevos jinetes había sido proclamado de la misma manera.
—¿Celebraremos un banquete? —preguntó a Gereint siguiendo las costumbres.
—Por supuesto que lo celebraremos —fue la plácida respuesta—. Celebraremos el Banquete de los Nuevos Cazadores.
—Así debe ser —dijo Ivor. Muchísimas veces él y Gereint habían hecho lo mismo, verano tras verano. ¿Se estaba haciendo viejo?
Condujo de nuevo a los nuevos jinetes fuera; toda la tribu se había reunido a la puerta de la casa de Gereint.
—Su hora conoce sus nombres —anunció y sonrió ante el clamor que se levantó tras sus palabras.
Luego entregó a sus familias a Barth y a Navon.
—Dormid ahora —les ordenó a ambos, aunque sabía cómo pasarían aquella mañana y estaba seguro de que no le harían caso. ¿Quién podía dormir en un día semejante?
Levon sí lo había hecho, recordó; pero él había pasado tres noches en el bosquecillo y había regresado de su ayuno exhausto, física y espiritualmente; su ayuno había sido difícil y largo, como correspondía al que algún día sería jefe de la tribu.
Pensativo, contempló cómo su pueblo se dispersaba y entonces entró de nuevo en la oscuridad de la casa de Geteint. Nunca había luz en su casa, fuera cual fuese el campamento que ocuparan.
—Todo está en orden —dijo Ivor, sentándose en cuclillas junto al anciano.
Gereint asintió con la cabeza.
—Todo está bien, creo. Los dos cumplirán con su deber, y Barth seguramente aún más.
Era la confidencia más íntima que le había hecho acerca de lo que había visto en los neófitos. Ivor se maravillaba siempre ante el don y el poder del chamán.
Todavía recordaba la noche en que lo habían cegado. Ivor era aún un niño, le faltaban cuatro veranos para ver a su halcón, pero como único hijo de Banor había sido llevado con los hombres para que lo viera. Durante toda su vida el poder estaría simbolizado por los salmodiantes cantos y por la luz de las antorchas que oscilaban bajo las estrellas del solsticio de verano aquella noche cerrada.
Durante algunos momentos los dos hombres permanecieron sentados en silencio, cada uno de ellos sumido en sus propios pensamientos; luego Ivor se levantó.
—Debería hablar con Levon acerca de la cacería de mañana —dijo—. Dieciséis eltors, creo yo.
—Por lo menos —confirmó el chamán en tono quejumbroso—. Podría comerme un eltor entero yo solo. Hace mucho que no celebramos un banquete, Ivor.