Luego se acercó al asesino y con su brazo herido le quitó el sombrero, de modo que quedaron sueltos los oscuros cabellos de Sharra.
Había sido un error haber mandado matar a Devorsh por dos razones. Primero, porque eso había dado a su padre ventaja en su empeño por casarla con alguno de los señores que la rondaban. Con algún frivolo señorito. Ventaja que se había aprestado a aprovechar.
En segundo lugar, porque se había equivocado de hombre.
Y mientras Rangat enviaba al cielo su espantosa mano —visible incluso en Cathal aunque desde allí no se veía la Montaña—, su colérica explosión de rabia se había transformado en algo más. En algo casi mortal, aunque estaba exquisitamente disfrazado de arrepentimiento.
Se había mostrado de acuerdo en pasear con Evien de Lagos por el jardín durante la mañana, y en recibir a otros dos pretendientes por la tarde; se había mostrado sumisa en todo momento.
Pero, cuando por la noche se levantó aquella Luna roja, se recogió los cabellos y, aprovechando aquella oscuridad coloreada de modo tan extraño y la precipitación de la partida, se unió a la embajada que salía hacia Paras Derval.
Fue fácil; demasiado fácil, pensaba mientras cabalgaban hacia Cynan; la disciplina era escandalosamente laxa entre las tropas del País del Jardín, y eso servía a sus planes, como también habían servido la explosión de la Montaña y aquella Luna de color rojo.
Fuera cual fuese el significado de aquel cataclismo y fuera cual fuese el caos que sobreviniera después, Sharra sólo tenía un objetivo en su mente; el halcón era, al fin y al cabo, un ave de presa.
En Cynan todo era una enorme confusión. Cuando por fin encontraron al capitán del puerto, éste envió señales de luces a través del delta de Seresh que obtuvieron pronta respuesta. Luego él mismo los ayudó a atravesar el río, caballos incluidos, en una gran barcaza. La familiaridad de los saludos intercambiados a ambos lados del río Saeren hacía evidente que los rumores de tratos impropios entre las dos fortalezas del río estaban bien fundados. Ahora comprendía cómo habían llegado ciertas cartas a Cathal.
Mientras cabalgaban hacia Cynan se habían oído en el norte ecos de truenos, pero, cuando desembarcaron en Seresh horas antes del alba, todo estaba tranquilo y la Luna roja se cernía sobre el mar, apareciendo y desapareciendo con el correr de las nubes. Por todos lados se oían temerosos rumores de guerra, aunque entre los hombres de Brennin se respiraba un cierto alivio por la lluvia que decían estaba cayendo. Ella coligió que habían sufrido una terrible sequía.
Los emisarios de Shalhassan aceptaron bastante aliviados la invitación del comandante de Seresh para que pasaran lo que restaba de la noche en la fortaleza. Se enteraron de que el duque ya se había marchado a Paras Derval, así como de otra noticia: Ailell había muerto aquella misma mañana. La noticia había llegado a la puesta del Sol. Al día siguiente, se celebrarían los funerales y luego la coronación.
¿De quién? Del príncipe Diarmuid, como era natural. El heredero. Era un poco salvaje, comentó el comandante, pero un gallardo príncipe. Apostaba a que no había nadie en Cathal que pudiera igualarlo. Sólo la hija de Shalhassan. ¡Vaya vergüenza!
Ella se apartó de la embajada cuando se dirigían a la fortaleza de Seresh y, rodeando la ciudad hacia el nordeste, se encontró totalmente sola en la carretera que conducía a Paras Derval.
Llegó allí a última hora de la mañana. Era fácil pasar inadvertida, dada la histeria producida por los interrumpidos festejos de la coronación, la muerte del rey y el terror desencadenado por Rakoth. Una parte de su mente le decía que también ella debería sentir aquel terror, porque como heredera de Shalhassan sabía lo que se avecinaba y además había visto la cara de su padre al contemplar al centinela de piedra hecho trizas.
La cara reflejaba un pavoroso terror; él, él que jamás dejaba transparentar sus pensamientos. Pero, pensaba ella, ya habrá tiempo de tener miedo más adelante.
Ahora iba de caza.
Las puertas de palacio estaban abiertas de par en par. Con motivo del funeral entraba y salía tanta gente que Sharra pudo deslizarse dentro sin problema alguno. Primero pensó en dirigirse a la cripta, pero con seguridad allí habría demasiada gente.
Luchando por vencer los síntomas de fatiga, procuró pensar con calma. Tras el funeral se celebraría la coronación, inmediatamente después porque no se podía perder un segundo en tiempos de guerra. ¿Dónde se celebraría? Incluso en Cathal era famosísimo el Gran Salón de Tomaz Lal. Debía de ser allí.
Toda su vida había vivido en palacios. Ningún otro asesino habría podido moverse con tan instintiva facilidad pot aquel laberinto de pasillos y escaleras. Además, su aspecto seguro le facilitaba las cosas.
Fue muy fácil. Encontró la galería de los músicos, que ni siquiera estaba cerrada con llave. De cualquier modo, se las habría arreglado para abrirla: su hermano le había enseñado cómo hacerlo años atrás. Entró y se dispuso a esperar en un rincón oscuro.
Disimulada entre las sombras podía ver cómo abajo los criados se afanaban en disponer vasos, jarras, bandejas de comida y cómodos sillones para la nobleza.
Reconocía que era un espléndido salón; en especial los ventanales eran singularmente magníficos. Pero Larai Rigal era más hermoso. Nada podía compararse con los jardines que ella tan bien conocía.
Quizá no pudiera volver a verlos nunca más. Y por primera vez, cuando ya había llegado a su destino y no tenía más que esperar, atenazó su ánimo un ramalazo de miedo. Pero pronto se desprendió de él. Inclinándose desde la barandilla, calculó la distancia que tenía que salvar. Era grande, más que las que había salvado saltando desde los familiares árboles de sus jardines, pero podría hacerlo. Y él podría ver la cara de ella antes de morir y así moriría sabiendo. No había que pensar en nada más.
De pronto un ruido la sobresaltó. Se retiró de prisa a su rincón y contuvo la respiración al tiempo que seis arqueros se deslizaban por la puerta y tomaban posiciones a lo largo de la galería. Esta era ancha y profunda y nadie la vio, aunque uno de ellos se colocó muy cerca de ella. Con todo sigilo, se acurrucó en el rincón y se enteró por las conversaciones de que iba a celebrarse algo más que una conversación y de que en aquel salón otros deseaban disponer de la vida que ella reclamaba para sí.
Trató de imaginar cómo sería aquel príncipe Aileron, recién llegado, que enviaba allí a sus hombres con la orden de matar al único hermano que tenía. Por un momento se acordó de su propio hermano, Marlen, al que tanto había querido y que había muerto.
Pero sólo por un momento, porque aquellos pensamientos eran demasiado tiernos para lo que tenía que hacer, sobre todo teniendo en cuenta aquella nueva dificultad. Todo le había resultado fácil hasta entonces; no tenía derecho a esperar que no apareciera ningún obstáculo.
Poco después, sin embargo, las dificultades aumentaron, pues otros diez hombres irrumpieron por las dos puertas de la galería; avanzaron con los cuchillos y las espadas desenvainados y, en eficiente silencio, desarmaron a los seis arqueros y la descubrieron a ella.
Tuvo la presencia de ánimo suficiente como para mantener su cabeza baja mientras la obligaban a reunirse con los arqueros. La galería había sido diseñada para permanecer en penumbra, sólo semiiluminada por las antorchas, de modo que su resplandor se viera desde abajo y la música pareciera emanada de criaturas incorpóreas, como si naciera del propio fuego. Esto la salvó de ser vista con claridad antes de que los nobles de Brennin comenzaran a desfilar sobre el magnífico entarimado del salón.
Todos los hombres de la galería, y también la única mujer, estaban absortos contemplando cómo aquellas figuras avanzaban hacia el fondo de la habitación donde estaba el trono de madera tallada. Ella sabía que era de roble, lo mismo que la corona que descansaba sobre una mesa junto a él.
Después él se puso al alcance de su vista, en un extremo de la habitación; irremisiblemente tenía que morir, porque a pesar de todo ella se había quedado sin respiración sólo con verlo. Sus cabellos de oro destacaban sobre los negros ropajes de luto. Llevaba en el brazo una cinta roja, tal como ella había observado que también llevaban los diez hombres que la habían rodeado a ella y a los arqueros. Entonces lo entendió todo y sintió, muy a pesar suyo, el poderoso atractivo de su personalidad. Oh, irremisiblemente tenía que morir.
El hombre de barba castaña que llevaba en su garganta el símbolo de canciller comenzó a hablar. Luego fue interrumpido y de nuevo lo fue una segunda vez incluso de modo más enérgico. Casi no se podía oír nada, pero cuando un hombre de oscura barba avanzó hasta detenerse frente al trono, ella adivinó que era Aileron, el príncipe exiliado que había regresado. No se parecía a Diarmuid.
—Kevin, por todos los dioses, quiero matarlo por su atrevimiento —siseó con fiereza el que comandaba a sus diez captores.
—Será fácil —replicó un hombre rubio—. Escucha.
Todos estaban escuchando. Diarmuid había dejado de pasear arriba y abajo y se había detenido con aire insolente ante su hermano.
—El trono es mío —declaró el príncipe de cabellos oscuros— y mataré o moriré por él antes de abandonar esta habitación. —La intensidad de su voz subió hasta la misma galería. Se hizo el silencio.
Lo rompió bruscamente el desganado aplauso de Diarmuid.
—Dios —murmuró el tal Kevin.
«Así pude haberte llamado yo», pensó ella, pero desechó con presteza ese pensamiento.
Ahora estaba hablando él, pero en voz tan baja que era imposible oírlo, lo cual era desesperante, pero todos oyeron y se quedaron rígidos ante la respuesta de Aileron.
—Allí en la galería de los músicos hay seis arqueros que te matarán a un leve movimiento de mi mano.
El tiempo parecía haberse detenido. Ella comprendió que no podría soportar mucho más. Allá abajo, en voz muy baja, las palabras se sucedían a las palabras. Luego dijo Diarmuid con toda claridad:
—¡Kell! —Y el hombretón avanzó hasta ser visto y dijo lo que ella había supuesto que diría:
—Aquí arriba tenía apostados siete hombres.
Todo parecía transcurrir con terrible lentitud y le sobró tiempo para pensar, para adivinar lo que sucedería después, antes de que Aileron dijera:
—Yo envié seis hombres ahí arriba. ¿Quién es el séptimo?
Entonces saltó cogiéndolos por sorpresa, y, mientras caía, desenvainó la daga, y lo hizo con tanta habilidad y destreza que, tras rodar un poco, se levantó justo frente a su amante.
Había planeado otorgarle un instante para que pudiera reconocerla; rogó por poder conseguirlo antes de que ellos la mataran.
Pero a él no le hizo falta ese instante. Permanecía impertérrito, con los ojos fijos en los de ella, y era evidente que lo había adivinado todo; probablemente ya lo sabía mientras ella se dejaba caer. ¡Maldito fuera para siempre! Entonces le arrojó la daga. Tuvo que arrojársela antes de que pudiera sonreírle.
Lo habría matado, porque ella sabía muy bien cómo manejar el cuchillo, si no hubiera sido por el golpe que recibió en la espalda al tiempo que lanzaba.
Se tambaleó, pero logró recuperar el equilibrio. El hizo lo mismo, con la daga clavada en el brazo izquierdo hasta la empuñadura, justo sobre la banda roja. Y luego, al tener por fin acceso de aquel modo tremendo a lo que había debajo de tanto poderío y esplendor, lo oyó murmurar en voz tan tenue que nadie pudo oírlo:
—¿Tú también?
Y en aquel momento pareció que se había quitado la máscara.
Pero sólo por un instante, tan corto, que ella casi dudó de que hubiera realmente existido, porque enseguida él volvió a sonreír, inaccesible y dueño de sí mismo. Con una alegre sonrisa bailándole en los ojos, cogió la corona que su hermano había arrojado para salvarle la vida y la puso sobre la mesa. Luego se sirvió vino, brindó por ella de forma extraña y soltó sus cabellos para que todos vieran quién era; y, aunque el cuchillo de ella estaba clavado en su brazo, parecía que era él quien la tenía a su merced, en la palma de su mano, y no al revés.
—¡Los dos! —exclamó Kell—. Los dos querían matarlo y ahora es él el que tiene a los dos en sus manos. ¡Oh, por todos los dioses! ¡Ahora los matará!
—No lo creo —dijo Kevin con sencillez—. No creo que haga tal cosa.
—¿Qué dices? —preguntó Kell desconcertado.
—Mira.
—Trataremos a esta mujer —estaba diciendo Diarmuid— con todos los honores que su dignidad merece. Si no me equivoco, viene encabezando la embajada de Shalhassan de Cathal. Debemos sentirnos honrados de que envíe a su hija y heredera a deliberar con nosotros.
Lo dijo con tanta tranquilidad, que por un momento los convenció a todos, pese a lo que habían visto con sus propios ojos.
—Pero —farfulló Ceredur con la cara roja de indignación—, trató de matarte.
—Tenía motivos —repuso muy sereno Diarmuid con calma.
—¿Querrás explicarte, príncipe Diarmuid? —Era la voz de Mabon de Rhoden, y Kevin notó que había deferencia en sus palabras.
—Ahora verás —gruñó de nuevo Kell.
«Ahora», pensó Sharra. «Suceda lo que suceda, ya no podré vivir con esta vergüenza.»
Diarmuid dijo:
—Hace cuatro noches robé una flor de Larai Rigal y la princesa se enteró. Fue una acción irresponsable, pues esos jardines, todos lo sabéis muy bien, son sagrados para ellos. Al parecer, Sharra de Cathal valora el honor de su país más que su propia vida, por lo cual nosotros debemos honrarla.
Por un instante, el mundo giró vertiginosamente en torno a Sharra; luego volvió a recuperar su equilibrio. Sintió que enrojecía y trató de controlarse. Él le estaba brindando una salida, la dejaba libre. Pero, se preguntaba a sí misma mientras su corazón seguía latiendo acelerado, ¿qué valor tenía la libertad si era sólo un regalo suyo?
Mas no tuvo tiempo de seguir dando vueltas a sus pensamientos, porque la voz de Aileron rompió en pedazos el encanto de su hermano, del mismo modo en que poco antes el aplauso de Diarmuid había destruido su autoridad:
—Estás mintiendo —dijo el primogénito con voz tensa—. Ni siquiera tú, que entonces eras el príncipe heredero, irías a través de Seresh y Cynan arriesgando tanto por una flor.
¡No juegues con nosotros!
Diarmuid enarcó una ceja y miró a su hermano.
—¿Quizá debería matarte en lugar de eso? —Y su voz era suave como el terciopelo.