Ivor soltó un bufido.
—Mucho tiempo, sí, anciano glotón. Doce días han pasado desde que fue nombrado Walen. ¿Cómo es posible que no engordes?
—Porque —replicó con tono paciente el anciano— nunca sirves comida suficiente en los banquetes.
—Diecisiete, entonces —rió Ivor—. Nos veremos mañana antes de que se vayan. Es asunto de Levon, pero voy a sugerirle que vayan hacia el este.
—Sí, hacia el este —afirmó Gereint con gravedad—. Pero todavía nos veremos otra vez hoy, más tarde.
Ivor ya estaba acostumbrado a estas cosas desde niño.
«La Visión aparece cuando la luz se va», decían los dalreis. No era una Ley, pero para Ivor tenía la misma fuerza. Ellos encontraban sus tótems en la oscuridad y todos sus chamanes adquirían su poder con la ceguera en una ceremonia celebrada la noche del solsticio de verano, mientras las antorchas brillaban y las estrellas se apagaban de pronto.
Encontró a Levon con los caballos, cuidando a una yegua que tenía un espolón con muy mal aspecto. Levon se levantó al oír los pasos de su padre y se dirigió hacia él, apartándose de los ojos un mechón de cabellos rubios. Sus cabellos eran largos y jamás los llevaba recogidos. Al verlo, el corazón de Ivor saltó de gozo; siempre le sucedía.
Se acordó, probablemente porque había pensado en ello hacía solo un momento, de la mañana en que Levon había regresado después de sus tres días de ayuno. Había dormido durante todo el día, rendido y con la piel casi translúcida por el cansancio. Más tarde, por la noche, se había levantado y había ido a ver a su padre.
Ivor y su hijo, que tenía sólo trece años, habían paseado solos, mientras todo el campamento dormía.
—Vi un cerne, padre —había dicho de pronto Levon. Era un regalo para él, el más íntimo y extraño regalo: su animal, su nombre secreto. Un cerne era una visión espléndida, pensó Ivor con orgullo. Fuerte y valiente, luciendo orgulloso sus astas como el dios de quien recibía el nombre, que se había convertido en leyenda por cómo podía defender a sus crías. Un cerne era la visión más espléndida que habría podido tener.
Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta. Leith siempre se reía de su propensión al llanto. Quiso abrazar al muchacho, pero Levon era ahora un jinete, un hombre, y le había hecho un regalo de hombre.
—Yo vi un halcón —había dicho Ivor y había permanecido quieto junto a su hijo, hombro con hombro, mientras miraban el cielo de verano que se cernía sobre el dormido campamento.
—Hacia el este, ¿no? —dijo ahora Levon saliendo a su encuentro. Sus ojos castaños parecían reír.
—Creo que sí —contestó Ivor—. No debemos ser temerarios. Pero es asunto tuyo —añadió con presteza.
—Lo sé. El este está bien. Además, tendré dos nuevos cazadores; ésa es una región con mucha caza. ¿Cuántos?
—Creo que dieciséis estará bien, pero Gereint quiere un eltor para él solo.
Levon echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Y tiene miedo de que no haya comida suficiente, ¿verdad?
—Como siempre —se rió su padre entre dientes—. ¿Cuántos cazadores, pues, para diecisiete eltors?
—Veinte —contestó Levon al instante.
Cinco menos de los que él habría elegido. Eso supondría más esfuerzo para los cazadores, sobre todo teniendo en cuenta que irían en la expedición dos neófitos, pero Ivor guardó silencio. La organización de la cacería era asunto de Levon y su hijo conocía mejor que nadie a los cazadores, a los caballos y a los eltors. Y también sabía cómo hacer que se esforzaran. Además, así se agudizaría su astucia. Se decía que Revor había hecho lo mismo.
Por eso dijo:
—Bien. Es una buena elección. Nos veremos más tarde en casa. —Levon levantó su mano y después siguió atendiendo a la yegua.
Ivor todavía no había comido, ni había hablado con Leith, y el sol ya estaba muy alto.
Regresó a su casa. Estaban esperándolo en la habitación de delante. Y no se sorprendió en absoluto a causa de las palabras que Gereint había pronunciado al despedirse.
—Éste —dijo Torc sin ninguna ceremonia— es Davor. Cruzó desde otro mundo con Loren Manto de Plata ayer por la noche, pero se separó de él. Anoche matamos un urgach juntos en el bosquecillo de Faelinn.
«Sí», pensó Ivor, «sabía que ocurriría algo más.» Miró a los dos jóvenes. El extranjero, un hombre muy alto, tenía un cierto aire de agresividad, pero, según juzgó Ivor, era sólo apariencia. Las tensas palabras de Torc habían asustado y complacido a la vez al jefe. Un urgach era una noticia insólita, pero al oír que el Proscrito decía «matamos» Ivor no pudo menos que sonreír. Los dos hombres habían compartido en cierto modo aquella muerte, pensó Ivor.
—Bienvenido —dijo al extranjero, y luego añadió con cortesía—: Tu llegada es un radiante hilo que se entreteje con nuestra vida. Tendrás que contarme con todo detalle tu historia. Matar a un urgach es una gran hazaña. Pero primero comamos —agregó enseguida sabiendo las costumbres de Leith con los huéspedes—. ¡Liane! —llamó.
Al instante apareció su hija. Naturalmente, había estado escuchando detrás de la puerta. Ivor contuvo una sonrisa.
—Tenemos invitados a comer —dijo—. ¿Querrás decirle a Tavor que vaya a buscar a Gereint y a Levon?
—Gereint no querrá venir —contestó ella con impertinencia—. Siempre dice que esto está muy lejos.
Ivor observó que le estaba dando la espalda a Torc. Era vergonzoso que su hija tratara así a un hombre de la tribu. Tendría que hablar seriamente con ella. Aquel asunto del Proscrito debía terminar.
Pero se limitó a decir:
—Que Tabor le diga de mi parte que esta mañana estaba en lo cierto.
—¿Acerca de qué?
—Obedece, muchacha —dijo Ivor. Todo tenía sus límites.
Echando sus cabellos hacia atrás, Liane se volvió con rapidez y salió de la habitación.
El extranjero, observó Ivor, tenía una expresión divertida en su cara y ya no blandía como una defensa los papeles que llevaba en sus manos. Todo iba bien, de momento.
¿Loren Manto de Plata y un urgach en Faelinn? Hacía quinientos años que no se tenía noticia de semejantes criaturas en Celidon. «Sabía», pensó Ivor, «que había otra razón más para que nos quedáramos aquí.»
Y parecía ser ésta.
No fue un trabajo fácil encontrar un caballo para él. Los dalreis eran en general bajitos, veloces y delgados, y sus caballos tenían sus mismas características. Pero en invierno habían tenido tratos comerciales con los hombres de Brennin en las tierras colindantes entre el Soberano Reino y la Llanura, cerca del río Latham, y por eso en todas las tribus había uno o dos caballos más grandes que ellos sabían utilizar para trasladar sus enseres de un campamento a otro. Montado sobre el pacífico caballo gris que le habían dado y con el hijo menor de Ivor, Tabor, como guía, Dave había salido al alba con Levon y los cazadores para contemplar una cacería de eltors.
Sus brazos no estaban en plena forma, pero los de Torc debían de estar igual o incluso peor, y sin embargo había salido a cazar; por eso Dave imaginó que podría arreglárselas para cabalgar y contemplar la cacería.
Tabor, delgado y muy moreno, cabalgaba a su lado sobre un caballo castaño. Llevaba sus cabellos atados atrás como Torc y la mayoría de los jinetes, pero no los tenía lo bastante largos y la coleta se alzaba en su cogote como un tocón. Dave se acordó de sí mismo cuando tenía catorce años y sintió por el muchacho que cabalgaba a su lado una simpatía inusual en él. Tabor hablaba sin parar —en realidad no había callado desde que habían salido—, pero Dave estaba interesado en lo que decía y no le importaba.
—Acostumbrábamos transportar nuestras casas con nosotros cuando nos trasladábamos de lugar —decía mientras avanzaban. Delante, Levon abría la lenta marcha hacia el este, hacia el sol naciente. Torc cabalgaba junto a él y, más atrás, unos veinte cazadores. Era una estampa magnífica en la espléndida mañana de verano.
—Claro que no eran casas como las que tenemos —seguía diciendo Tabor—. Las hacíamos con pieles de eltor y varas, para que fuera fácil trasladarlas de un lado a otro.
—Tenemos algo parecido en mi mundo —comentó Dave—. ¿Por qué las cambiasteis?
—Lo hizo Revor —explicó Tabor.
—¿Quién es Revor?
El muchacho lo miró con disgusto, como si lo aterrorizara descubrir que la fama de Revor no había llegado todavía a Toronto. Catorce años era una edad espléndida, pensó Dave, conteniendo una sonrisa. Estaba sorprendido de lo feliz que se sentía.
—Revor es nuestro más famoso héroe —explicó Tabor en tono reverencial—. Salvó al soberano rey en una batalla durante el Bael Rangat, cabalgando a través de Daniloth, y fue recompensado con la tierra de la Llanura, que pertenece a los dalreis para siempre.
Después de su hazaña —siguió contando Tabor—, Revor reunió a todos los dalreis en Celidon, el punto central de la Llanura, y les dijo que si a partir de entonces ésta iba a ser nuestra tierra, debíamos poner nuestra marca sobre ella. Por eso se construyeron entonces los campamentos: para que nuestras tribus tuvieran verdaderas casas cuando siguieran a los eltors a través de la Llanura.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Dave.
—Oh, por siempre jamás —contestó Tabor moviendo una mano.
—¿Por siempre y por Revor? —dijo Dave sorprendiéndose a sí mismo. Tabor pareció sorprendido por un momento y luego se rió. Era un magnífico muchacho, decidió Dave, aunque su cola de caballo era ridicula.
—Desde entonces los campamentos han sido reconstruidos muchas veces. —Tabor reanudaba su conferencia. Tomaba muy en serio su papel de guía—. Siempre cortamos madera cuando pasamos cerca de un bosque —excepto del Bosque de Pendaran, claro ésta— y la llevamos hasta el siguiente campamento cuando nos trasladamos. A veces los campamentos quedaron destruidos por completo. Hay incendios cuando la Llanura está reseca.
Dave asintió; ya lo entendía.
—Adivino que tenéis que reparar los daños causados por el tiempo y los animales mientras estáis fuera.
—Los daños del tiempo, sí —respondió Tabor—. Pero los animales no producen ningún daño. Gwen Ystrat concedió un hechizo a nuestros chamanes: ningún animal salvaje puede entrar en nuestros campamentos.
Dave todavía no podía entender eso. Se acordó de Gereint, el anciano y ciego chamán a quien habían conducido a la casa del jefe la mañana anterior. Gereint había dirigido sus ojos sin vista hacia él. Dave había sostenido como había podido su mirada —un duelo de miradas con un hombre ciego—, pero cuando Gereint había mirado hacia otro lado, con el rostro inexpresivo, estuvo a punto de gritar: «¿Qué es lo que has visto, maldito?».
El simple recuerdo de aquello lo ponía nervioso. Pero había sido sólo un momento.
Ivor, el jefe, un individuo pequeño y curtido, de ojos pequeños y una apacible manera de hablar, lo había tranquilizado.
—Si Manto de Plata iba a Paras Derval —había dicho—, con toda seguridad allí estará.
Enviaré noticias tuyas a Celidon con los aubereis y un grupo de los nuestros te acompañará hacia el sur, a Brennin. Será conveniente para algunos de nuestros jóvenes hacer ese viaje y además tengo noticias que comunicar a Ailell, el soberano rey.
—¿Acerca del urgach? —dijo entonces una voz al otro lado de la puerta; Dave se volvió y vio de nuevo a Liane, la morena hija de Ivor.
Levon se había echado a reír.
—Padre— había declarado—, deberíamos hacer que ella formara también parte del Consejo de la tribu. Al fin y al cabo, siempre está escuchando.
Ivor la había mirado con una mezcla de disgusto y orgullo. Y en ese momento, Dave había decidido que le agradaba mucho el jefe.
—¡Liane! ¿Es que tu madre no te necesita?
—Ha dicho que la estorbaba.
—¿Cómo puedes estorbarla? Tenemos huéspedes y hay muchas cosas que deberías hacer —había replicado Ivor, aturdido.
—He roto un plato —había explicado Liane—. ¿Es ése el urgach?
Dave se había echado a reír sonoramente y enseguida había enrojecido ante la mirada que ella le dirigía.
—Sí —había contestado Ivor. Pero luego había mirado con serveridad a Liane—: Hija mía, voy a perdonarte porque me disgusta castigar a mis hijos delante de mis huéspedes, pero vas demasiado lejos. Eso te pasa por escuchar tras las puertas. Eso hacen las niñas mal educadas, pero no las mujeres.
Las desenfadadas maneras de Liane habían desaparecido por completo. Se puso pálida y le temblaron los labios.
—Lo siento —murmuró y, volviéndose sobre sus talones, salió de la casa.
—No le gusta perder —había comentado Levon, reafirmando lo que era obvio.
—Ahí están.
Tabor apuntaba hacia el sudeste, y Dave, parpadeando por el sol, vio que los eltors se dirigían hacia el norte atravesándose en su camino. Hasta ahora había creído que se trataba de una especie de búfalos, pero lo que estaba viendo lo dejó de pronto sin respiración y de súbito comprendió por qué los dalreis no hablaban de rebaños, sino de bandadas de eltors.
Se parecían a los antílopes: gráciles, astados, lustrosos y muy rápidos, rapidísimos. La mayoría eran de color marrón, en todas sus gamas, pero uno o dos eran de un inmaculado color blanco. La velocidad a la que atravesaban la llanura era deslumbrante.
Debía de haber unos quinientos y se movían como el viento sobre la hierba, con sus cabezas levantadas, arrogantes, magníficas, y sus crines volando al viento.
—Una bandada pequeña —dijo Tabor.
El muchacho procuraba guardar la calma, pero Dave pudo leer en su voz la excitación, al tiempo que notaba que su propio corazón se aceleraba. ¡Dios! ¡Eran espléndidos! Los jinetes, en respuesta a una concisa orden de Levon, se lanzaron a toda velocidad y se acercaron para interceptar a la bandada por un ángulo.
—¡Vamos! —dijo Tabor. Sus caballos, más lentos, iban rezagados—. Sé dónde van a encontrarse.
Torció hacia el norte y Dave lo siguió. Poco después subían a un otero algo más elevado que la llanura; dándose la vuelta, Dave vio que la bandada de eltors y los cazadores convergían y contempló la cacería de los dalreis mientras Tabor le iba relatando la Ley.
Un eltor sólo puede ser abatido por herida de cuchillo. No de otra forma. Cualquier otro tipo de caza significaría la muerte o el exilio del hombre que lo hiciera. Así estaba escrito en la Ley de Celidon desde hacía mil doscientos años.
Aún más: un eltor para cada hombre, y sólo una oportunidad para el cazador. Las hembras podían ser muertas, pero era un riesgo, porque la muerte de una hembra preñada significaba también la ejecución o el exilio.