«Se ha apuntado un tanto», pensó Kevin, al descubrir —aun desde la distancia en que él estaba— que Aileron había palidecido al oír sus palabras. «Y además ha jugado limpiamente.»
—Da la casualidad —continuó Diarmuid— de que no pasé por la fortaleza del río.
—Supongo que irías volando —lo interrumpió Jaelle con tono sarcástico.
Diarmuid le dedicó su mejor sonrisa.
—No. Cruzamos el río Saeren junto a la vertiente de Dael y luego escalamos por los asideros excavados en la roca de la otra orilla.
—¡Es una vergüenza! —exclamó Aileron dueño otra vez de sí mismo—. ¿Cómo puedes decir tantas mentiras en tan poco tiempo? —Se levantó un murmullo entre los allí reunidos.
—Sucede —intervino Kevin, inclinándose sobre la barandilla para que pudieran verlo— que está diciendo la verdad. —Todos miraron hacia arriba—. La pura verdad —continuó—
. Nueve de nosotros lo acompañábamos.
—¿No te acuerdas —preguntó Diarmuid a su hermano— del libro de Nygath que leímos cuando éramos niños?
De mala gana Aileron asintió.
—Descifré el código —dijo Diarmuid muy satisfecho—. Aquel que no pudimos nunca resolver. Hablaba de unos escalones excavados en el acantilado de Cathal hace quinientos años por Alorre, antes de que fuera rey. Cruzamos el río y subimos por esos escalones. En modo alguno era una locura, como ahora puede parecer; era una expedición de entrenamiento como tantas otras. Y también algo más.
Ella mantenía la cabeza muy alta con la mirada fija en los ventanales. Pero cada uno de los sonidos de su voz resonaba en su interior. «Algo más. ¿Deja un halcón de ser un halcón cuando ya no vuela en solitario?»
—¿Cómo cruzaste el río? —preguntó el duque Niavin de Seresh con gran interés.
Kevin advirtió que ya los tenía a todos en su poder. Ahora cubría su primera mentira con sucesivas capas de verdad.
—Con las flechas de Loren y una cuerda tensada. Pero no se lo digas a él —Diarmuid sonreía tranquilamente pese a la daga clavada en su brazo— o nunca podré enterarme del final de esta historia.
—¡Demasiado tarde! —dijo alguien a sus espaldas, desde la entrada del salón.
Todos se volvieron y allí estaba Loren, revestido por primera vez desde la travesía con el manto de su poder, que brillaba con un colorido variado que acababa convergiendo en el color de la plata. Y junto a él estaba quien había hablado.
—Contemplad esto —anunció Loren Manto de Plata—. Os traigo al Dos Veces Nacido del que habla la profecía. Aquí tenéis a Pwyll el Extranjero que ha vuelto con nosotros convertido en el Señor del Árbol del Verano.
Apenas tuvo tiempo de acabar de hablar cuando un grito espontáneo salió de la garganta de la vidente de Brennin y una segunda figura saltó desde la galería gritando de alegría mientras caía.
Kim fue la primera en estrechar a Paul en su fuerte y apretado abrazo, que fue correspondido con idéntica intensidad. Había lágrimas en el rostro de Kim cuando se hizo a un lado para contemplar cómo Kevin y Paul se miraban frente a frente. Sonreía como una loca.
—¡Amigo mío! —dijo Paul, y sonrió.
—Bienvenido a casa —dijo Kevin simplemente; luego toda la nobleza de Brennin contempló con respetuoso silencio cómo los dos hombres se abrazaban.
Cuando Kevin se separó de él, tenía los ojos brillantes.
—Lo hiciste —dijo con energía—. Ahora ya estás tranquilo, ¿verdad?
Paul sonrió.
—Lo estoy —respondió.
Sharra los miraba y no entendía lo que estaba pasando; luego vio que Diarmuid se acercaba a los dos y captó la alegría que había en sus ojos, una alegría sincera y absoluta.
—Paul —dijo el príncipe—, éste es un feliz e inesperado hilo. Llorábamos tu muerte.
Schafer asintió con la cabeza.
—Siento la muerte de tu padre.
—Era su hora, creo —dijo Diarmuid. Luego también ellos se abrazaron y, mientras lo hacían, el silencio que reinaba en el Salón fue roto por un tremendo estruendo procedente de la galería, pues los hombres de Diarmuid se habían puesto a gritar y a golpear ruidosamente sus espadas. Paul levantó su mano para saludarlos.
Luego el ambiente cambió por completo y se cerró el paréntesis de alegría, pues Aileron avanzó hasta detenerse frente a Paul mientras su hermano se hacía a un lado.
Los dos hombres se miraron uno a otro con expresión indescifrable durante un tiempo que parecía una eternidad. Nadie podía saber allí lo que había pasado entre ellos en el Bosque Sagrado dos noches atrás, pero se intuía algo que además debía de ser muy grave.
—¡Alabado sea Mörnir! —exclamó Aileron y cayó de rodillas ante Paul.
Al momento, todos en la habitación hicieron lo mismo, excepto Kevin y las tres mujeres.
Con el corazón encogido por la emoción, de repente Kevin entendió la verdad de Aileron: era él quien los conducía con la tremenda fuerza de su ejemplo y de su convicción.
Incluso Diarmuid había imitado el gesto de su hermano.
Sus ojos se encontraron con los de Kim por encima de las cabezas de los dos hermanos arrodillados. Sin saber demasiado por qué lo hacía, efectuó un gesto de asentimiento con la cabeza y se conmovió al ver la sensación de alivio que se reflejaba en el rostro de ella. Al fin y al cabo, ya no parecía tan extraña con sus cabellos blancos.
Aileron se levantó y lo mismo hicieron los demás. Paul no se había movido ni había hablado; parecía seguir conservando su fuerza. Con calma, el príncipe le dijo:
—Te agradecemos más allá de toda medida lo que has entretejido.
La boca de Schafer esbozó una media sonrisa.
—Después de todo, no te robé tu muerte —dijo.
Aileron se puso rígido y, sin decir nada, se encaminó hacia el trono; subió los escalones y se volvió hacía ellos con mirada autoritaria.
—Rakoth está libre —declaró—. Las piedras se han roto y estamos en guerra con la Oscuridad. Y yo os digo a todos vosotros y a ti, hermano —había cierta crudeza en su voz—, a todos os digo que yo nací para este conflicto. Lo he intuido siempre sin saberlo.
Ahora lo sé. Es mi destino. ¡Es mi guerra! —gritó Aileron con la pasión relampagueando en su rostro.
El poder de su grito era inapelable; era un grito de convicción que salía del corazón.
Incluso en la amarga mirada de Jaelle había una cierta aceptación, y ya no había burla en los ojos de Diarmuid.
—Eres un arrogante bastardo —dijo Paul Schafer.
Fue como una patada en los dientes. Incluso Kevin lo sintió así. Vio que Aileron echaba atrás su cabeza con los ojos desorbitados por la sorpresa.
—¿Cómo puedes ser tan presuntuoso? —continuó Paul avanzando unos pasos hacia Aileron—. Tu muerte. Tu corona. Tu destino. Tu guerra. ¿Tu guerra? —Su voz se hizo más aguda. Se apoyó con una mano en la mesa.
—¡Pwyll! —exclamó Loren—. Paul, espera.
—No —contestó con brusquedad Schafer—. Odio esto, odio tener que llegar a esto. —
Se volvió hacia Aileron—. ¿Y qué ocurre con los líos alfar? —preguntó—. Loren me ha dicho que ya han muerto veinte de ellos. ¿Y qué ocurre con Cathal? —Y señaló a Sharra—. ¿Y Eridu? ¿Y los enanos? ¿Acaso no es también la guerra de Matt Sören? ¿Y qué pasa con los dalreis? Aquí tenemos a dos de ellos y otros diecisiete ya han muerto.
Diecisiete dalreis han muerto. ¡Muertos! ¿Y no es ésta su guerra, príncipe Aileron?
Y míranos a nosotros. Mira a Kim, mira en lo que ella se ha convertido por ti. Y —su voz enronqueció— piensa en Jen, aunque sea sólo por un momento, antes de reclamar todo esto para ti solo.
Se hizo un difícil silencio. Los ojos de Aileron no se habían separado de él mientras hablaba, y tampoco ahora lo hicieron. Cuando volvió a hablar, su tono era diferente: sonaba casi como un disculpa.
—Entiendo —dijo con seriedad—, entiendo lo que me estás diciendo, pero eso no cambia lo que sé. Pwyll, yo vine al mundo para librar esta guerra.
En un extraño delirio, Kim Ford habló por primera vez como vidente de Brennin.
—Paul —declaró— y todos los demás: tengo que deciros lo que he visto. También lo vio Ysanne y por eso lo ocultó. Paul, lo que él ha dicho es cierto.
Schafer la miró. La contundencia de su cólera le restaba a ella seguridad, recordándole al mismo tiempo lo que el había sido antes de la muerte de Rachel «Oh, Ysanne», pensó ella, «¿cómo pudiste mantenerte en pie bajo una carga semejante?»
—Si tú me lo dices, lo creeré —dijo Paul evidentemente exhausto—. Pero sabes muy bien que seguirá siendo su guerra aunque no sea rey de Brennin. Todavía tiene que librar esa batalla. Y no parece la mejor manera de elegir un rey.
—¿Tienes algo que sugerir? —preguntó Loren, sorprendiéndolos a todos.
—Sí —contestó Paul. Los dejó expectantes y luego continuó—: Sugiero que la diosa decida. Ella fue quien envió la Luna. Dejad que la suma sacerdotisa exprese su deseo— concluyó la Flecha del dios mirando a Jaelle.
Todos se mostraron de acuerdo. Al fin y al cabo, parecía algo inevitable: la diosa se llevaba a un rey y les enviaba a otro en su lugar.
Jaelle había estado esperando, en medio de aquel tenso diálogo, el momento oportuno para hacerlos callar y hablarles. Y él lo había hecho por ella.
Lo miró un instante antes de levantarse, alta y hermosa, para hacerles conocer el deseo de Dana y Gwen Ystrat, como se había hecho tiempo atrás a la hora de elegir a los reyes. En aquella habitación cargada de poder, el suyo no era el último y además era, con mucho, el más antiguo.
—Es de lamentar —comenzó, inquietando a todos con sólo mirarlos— que tuviera que ser un extraño en Fionavar el que os recordara el verdadero orden de las cosas. Pero sea como sea, debéis conocer el deseo de la diosa…
—No —interrumpió Diarmuid, y también eso parecía inevitable—. Lo siento, hermosa.
Con todos los respetos al resplandor de tu sonrisa, yo no quiero saber cuál es el deseo de la diosa.
—¡Insensato! —exclamó ella—. ¿Es que acaso quietes set maldecido?
—Ya he sido maldecido —dijo Diarmuid con cierto pesar—. Hace poco me han maldecido bastante. Hoy me han sucedido ya demasiadas cosas y necesito con urgencia una pinta de cerveza. Se me acaba de ocurrir que como soberano rey no podría ir con facilidad a beber a «El Jabalí» por la noche, cosa que me propongo hacer en cuanto hayamos coronado a mi hermano y me haya sacado esta daga del brazo.
Incluso Paul se sintió humillado por la expresión de alivio que iluminó en aquel momento la barbada faz de Aileron dan Ailell, hijo de Marrien de los Garantaes, y que sería coronado aquel mismo día por Jaelle, la suma sacerdotisa, como soberano rey de Brennin, para conducir a su reino y a sus aliados a la guerra contra Rakoth Maugrim, y todas las legiones de la Oscuridad.
No hubo banquete ni celebraciones: era tiempo de luto y de guerra. Y, a la puesta de sol, Loren se reunió con los cuatro y con los dos jóvenes dalreis de quien Dave no quería apartarse ni un momento, en el alojamiento de los magos en la ciudad. Uno de los dalreis tenía una herida en una pierna. Su magia había podido curársela, lo cual había sido un pequeño consuelo, dadas las contrariedades sufridas en los últimos días.
Mirando a sus huéspedes, Loren hizo un recuento de lo sucedido. Ocho días; sólo habían pasado ocho días desde que los había traído hasta allí. Podía distinguir los cambios experimentados en Dave y los lazos que lo unían con los dos jinetes. Luego, cuando aquel gigantón le hubo contado sus aventuras, lo comprendió todo y se maravilló.
Ceinwen. Flidais en Pandaran. Y el Cuerno de Owein colgando de la cadera de Dave.
Cualquiera que fuera el poder que lo había inspirado cuando escogió a aquellas cinco personas, había sido un poder auténtico y profundo.
Pero eran cinco, no cuatro; en la habitación sólo había cuatro y la ausencia de la quinta persona resonaba en todos ellos como un acorde.
Entonces se oyó una voz.
—Es hora de pensar en cómo conseguir que vuelva —dijo Kevin con voz calma. Era curioso, pensó Loren, que siempre fuera Kevin el que instintivamente hablara en nombre de los demás.
Era una cuestión difícil, pero tenía que hablarse de ella.
—Haremos todo lo que podamos —manifestó Loren con determinación—, pero debéis saber que si el cisne negro la llevó hacia el norte, es que fue raptada para el propio Rakoth.
El corazón del mago estaba encogido por el dolor. A pesar de sus premoniciones, él la había hecho venir con engaños y la había entregado a los svarts alfar; con sus propias manos había atado su belleza a la putrefacción de Avaia y la había puesto en manos de Maugrim. Si le esperaba un juicio en las Salas del Tejedor, tendría que rendir cuentas por lo que le había sucedido a Jennifer.
—¿Has dicho un cisne? —preguntó el jinete rubio, Levon, el hijo de Ivor, a quien recordaba tan sólo hacía diez años como un simple muchacho en vísperas de su ayuno. Y
ahora era ya un hombre, aunque joven, en cuyas espaldas recaía el siempre difícil peso de los primeros hombres muertos bajo su mando. Todos ellos eran tan jóvenes, pensó de pronto, incluso el propio Aileron. «Vamos a combatir contra un dios», pensó y de pronto le asaltó una tremenda incertidumbre.
Procuró disimular sus sentimientos.
—Sí —contestó—, un cisne. Se lo llama Avaia el Negro desde hace mucho tiempo.
¿Por qué lo preguntas?
—Lo vimos —dijo Levon—. La tarde antes de que la Montaña explotara.
Por alguna desconocida razón, aquello pareció aumentar el dolor de todos.
Kimberly se agitó y todos la miraron. Los blancos cabellos en torno a sus jóvenes ojos eran inquietantes.
—Yo soñé con ella. Y también Ysanne.
Y, con sus palabras, el fantasma de otra mujer perdida para siempre apareció ante Loren. «Tú y yo no volveremos a encontrarnos en este lado de la noche», había dicho Ysanne a Ailell.
En este lado, o en el otro, al parecer. Ella se había ido tan lejos que nadie podría alcanzarla. Pensó en Lök-dal, la daga de Colan, el regalo de Seithr. Oh, los enanos fabricaban oscuros objetos con su poder debajo de sus montañas.
Kevin, haciendo un esfuerzo, rompió la inexorabilidad del silencio.
—¡Vaya con vuestros dioses y con vuestras tonterías! —exclamó—. Ésta es una gran reunión pero tenemos cosas más importantes que hacer.
«Buena idea», pensó Dave Martyniuk, sorprendiéndose a sí mismo de lo bien que entendía lo que Kevin estaba intentando hacer. Pero sólo iba a conseguir unas leves sonrisas. Sólo…