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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (16 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Luego apliqué a conciencia la crema, frotando incluso los testículos, alisando el espeso y rizado vello blanco hasta que quedó reluciente. El falo estaba entonces de color rojo oscuro y pulsaba cimbreante.

Mi señor tendió sus manos hacia mí. Yo, vacilante, le unté los dedos con más crema. Él me indicó con un gesto que quería más y yo se la apliqué.

—Daos la vuelta —dijo, y así lo hice, con el corazón embalado. Noté la crema en mi ano. La aplicó profundamente y en buena cantidad, y luego sus manos me rodearon. Con la izquierda recogió mis testículos hacia arriba, unió la carne colgante a mi pene de tal manera que los testículos fueron impelidos hacia delante. Solté un breve y desesperado grito implorante cuando sentí que me penetraba lentamente.

No encontró resistencia. Fui alanceado otra vez, con igual ahínco que con el falo y, con fuertes y sonoras embestidas, sentí que se clavaba cada vez más. La mano que rodeaba mi verga enderezó el miembro hacia delante y sentí que con la mano derecha envolvía la punta y la crema se escurría en torno a la carne torturada. Luego apretó la mano e impulsó la verga arriba y abajo siguiendo el ritmo de las embestidas que me penetraban por detrás.

Mis sonoros gruñidos reverberaban por toda la habitación. Toda mi pasión contenida brotó a chorros.

Mis caderas se balanceaban violentamente adelante y atrás, y el miembro de mi amo me partía en dos mientras mi propio órgano disparaba sus fluidos con impetuosos regueros.

Por un instante no vi nada. Aguanté los espasmos sumido en la oscuridad. Estaba enganchado desvalidamente de la verga que me sesgaba. Gradualmente, al final mismo de la oleada, sentí que mi miembro volvía a levantarse. Las manos lubricadas de mi amo lo animaban con mimos a erguirse de nuevo. Había estado atormentado durante demasiado tiempo como para quedar satisfecho tan fácilmente. No obstante, la recuperación era atroz. Casi gemí para ser liberado, pero mis quejas se parecían demasiado a suspiros de placer. Su mano me manipulaba con habilidad, su polla me colmaba sin cesar, y yo oía mis quejidos, los mismos gritos cortos, con la boca abierta, que había soltado bajo la pala del maestro de azotamientos en la plataforma giratoria. Sentí que mi miembro padecía los mismos espasmos que allí, y vi todas aquellas caras a mi alrededor. Pero sabía que estaba a solas en el dormitorio de mi señor y que yo era su esclavo; él no iba a dejarme marchar hasta que volviera a arrancar de mí otra tremenda explosión.

Sin embargo, mi pene no recordaba nada. Se deslizaba adelante y atrás entre sus experimentados dedos. Las embestidas que recibía por detrás eran cada vez más prolongadas, rápidas y bruscas.

Sentí que alcanzaba el clímax mientras sus caderas chocaban contra mi trasero escaldado. y cuando él soltó un grave gemido de estremecimiento y descargó en mi interior con sacudidas incontrolables, sentí que mi pene estallaba de nuevo en la vaina apretada que formaba su mano, esta vez de un modo más lento, más profundo e incluso más devastador. Me desplomé hacia atrás contra él, con la cabeza caída sobre su hombro mientras las convulsiones de su verga seguían maltratando mi interior. No nos movimos durante un largo rato.

Luego, él me levantó y me empujó hacia los cojines. Yo me tendí y él se echó a mi lado. Él tenía la cara vuelta hacia el otro lado y yo observé amodorrado su hombro desnudo y el cabello blanco. Debería haberme quedado dormido irresistiblemente. Pero no lo hice.

Seguía pensando en que estaba a solas con él en este dormitorio y él aún no me había ordenado marcharme. Los acontecimientos de la jornada no se retiraban. Todo lo que me había sucedido continuaba omnipresente en mi mente. Mi lengua se trababa en mi boca como si quisiera empezar a hablar, y mis ojos permanecían abiertos.

Quizá pasó un cuarto de hora. Las velas creaban una agradable y débil luz dorada. Me incliné hacia delante y besé el hombro del amo. Él no me lo impidió. Le besé por detrás de la cintura y luego el trasero. Liso, sin erupciones ni marcas rojas, virginal, el trasero de un señor del pueblo, un lord o un soberano del castillo.

Sentí cómo se agitaba debajo de mí pero no dijo nada. Besé la hendidura entre sus nalgas y lancé la lengua hasta el círculo rosado del ano.

Noté cómo empezaba a moverse ligeramente. Separó las piernas muy despacio y yo abrí las nalgas un poco más. Lamí la pequeña boca rosa, saboreando el extraño amargor, y la mordisqueé.

Mi propia verga se hinchó bajo las sábanas.

Descendí lentamente por la cama y avancé con suavidad por encima de sus piernas, acurrucándome sobre él. Apreté el miembro contra sus piernas mientras lamía la pequeña boca rosa y clavaba mi lengua en ella.

Entonces le oí decir en voz baja:

—Podéis poseerme si lo deseáis.

Experimenté el mismo asombro paralizador que cuando me dijo que me metiera en la cama. Sobé y besé sus sedosas nalgas y luego me incorporé apresuradamente para cubrir toda su longitud con mi cuerpo, apretando mi boca contra su nuca y deslizando mis manos por debajo de él. Encontré su falo ya erecto y lo sostuve en la mano izquierda mientras hacía entrar mi miembro en él.

Su ano era angosto, escabroso e indeciblemente delicioso.

Dio un pequeño respingo pero yo aún estaba bien lubricado y mi verga se deslizaba con facilidad adelante y atrás. Atenacé con ambas manos su órgano y tiré hacia arriba de él para que se arrodillara un poco con la cara aún apretada contra las almohadas. Entonces galopé con fuerza sobre él, golpeando con mi vientre sus suaves y limpias nalgas mientras le oía gemir, estirando su polla, cada vez más erecta, hasta que le oí gritar a pleno pulmón y entonces descargué en su interior, al tiempo que su semen se derramaba sobre mis dedos.

Esta vez, cuando me tumbé supe que iba a dormir. Mis nalgas hervían bajo mi cuerpo y las ronchas me escocían detrás de las rodillas, pero estaba satisfecho, Alcé la vista al cielo de satén verde de la cama y perdí lentamente todo conocimiento, Noté que él nos cubría a los dos con la colcha y apagaba las velas, Entonces supe que su brazo estaba sobre mi pecho, y después ya no fui consciente de nada más, excepto de que me sumergía profundamente mientras el escozor de mis músculos y toda mi carne se convertían en una sensación exquisita.

TRISTÁN DESCUBRE UN POCO MAS SU ALMA

Tristán:

Debía de ser media mañana cuando me despertó uno de los sirvientes, que rápidamente me sacó de la cama. El muchacho, demasiado joven para ser amo de un esclavo, parecía gozar con la tarea de ponerme el desayuno en una cacerola en el suelo de la cocina.

Luego me hizo salir apresuradamente a la calzada que daba a la parte posterior de la casa, donde se hallaban dos espléndidos corceles humanos colocados uno junto al otro, con las riendas enganchadas aun único arnés de unos dos metros de longitud aproximadamente. La guarnición se prolongaba tras ellos hasta llegar a otro muchacho que la sostenía y que ayudó rápidamente al primero a situarme en el tiro. Mi verga ya se había puesto firme pero, sin explicación aparente, me sentí paralizado, lo que obligó a los muchachos a manejarme con rudeza.

No había ningún carruaje en las proximidades de la casa, a excepción de los que pasaban con estruendo a todo galope y con el chasquido de los látigos. Las herraduras de las botas de los esclavos producían un sonido plateado, claro, mucho más ligero y rápido que el de los caballos de verdad, pensé, mientras mi pulso se aceleraba vertiginosamente.

Me habían colocado en solitario detrás del primer par del tiro. Con maestría y rapidez, ligaron las correas alrededor de mis testículos y mi pene, levantándolos hasta el miembro erecto para que quedaran guarecidos bajo él. No pude evitar retorcerme cada vez que las firmes manos apretaban las ligaduras. Me ataron las manos a la espalda y me colocaron un grueso cinturón alrededor de las caderas, con el pene erecto sujeto contra él.

Luego, introdujeron con ímpetu un falo en mi trasero, que a su vez quedó atado al cinturón con unas sogas que ascendían por detrás y pasaban entre las piernas por delante. Parecía estar mucho mejor ajustado que el día anterior pero no llevaba la cola de caballo; ni tampoco me pusieron botas, lo cual, cuando me di cuenta, me asustó más de lo concebible.

Notaba mis nalgas apretadas por las ligaduras de cuero que sostenían el falo, con lo que me sentí más expuesto y desnudo en esa parte. Al fin y al cabo, la cola de caballo había representado una forma de protección.

Pero experimenté verdadero pánico cuando me colocaron el arnés, que me metieron por la cabeza y los hombros. Los jaeces eran delgados, casi delicados, y estaban cuidadosamente bruñidos.

Uno de ellos me rodeaba la parte superior de la cabeza y bajaba por los lados, ramificándose para no cubrir las orejas y enganchándose en el cuello mediante un collar ancho y suelto. Otro jaez delgado bajaba sobre mi nariz y biseccionaba un tercero que me rodeaba la cabeza a la altura de la boca, donde mantenía sujeto un falo corto de inmenso grosor que habían metido a la fuerza entre mis labios sin darme tiempo a protestar. Este falo llenaba la boca, aunque no penetraba excesivamente, y yo mordía y chupaba su base casi sin poder controlarme. Aun así respiraba bastante bien, a pesar de que mi boca estaba estirada de un modo tan doloroso como mi ano. La sensación de estar dilatado y penetrado por ambos extremos me provocaba una desesperada turbación que me obligaba a gemir miserablemente. Cuando todo aquello quedó bien apretado y ajustado, me abrocharon el collar por la nuca y amarraron las riendas de los corceles anteriores a esa hebilla posterior del collar, pasándolas por encima de mis hombros. El resto de riendas que llegaban desde las caderas bien guarnecidas de los corceles delanteros iba enganchado a la hebilla del cinturón que me rodeaba el vientre.

Se trataba de un arnés sumamente ingenioso.

La marcha de los corceles delanteros tiraría de mí hacia delante, impediría que me cayera e incluso que perdiera el equilibrio. Eran dos para aguantar mi peso y, por lo que veía, a decir de los gruesos músculos de las pantorrillas y los muslos, se trataba de corceles consumados.

Mientras esperaban, sacudían la cabeza como si les gustara el contacto con el cuero, en cambio a mí ya empezaban a saltarme las lágrimas. ¿Por qué no me enjaezaban también a mí al carro como a ellos? ¿Qué iban a hacerme? De pronto, ellos me parecieron resplandecientes y privilegiados, con sus brillantes colas de caballo y las cabezas erguidas. Yo, en cambio, me sentía amarrado como un prisionero de la peor calaña. Mis pies desnudos patearían pesadamente el suelo por detrás de la resonancia metálica de sus pies calzados con botas herradas. Me retorcí y di tirones, pero las correas estaban bien apretadas y los mozos, atareados en untar con aceite mis nalgas, ni me hicieron caso.

De repente la voz de mi amo me sobresaltó.

Lo vi aparecer por el rabillo del ojo, con una larga correa de cuero colgando de su cintura. Preguntó con voz suave a los muchachos si yo ya estaba listo, los mozos contestaron afirmativamente y uno me propinó un buen cachete con la palma abierta, mientras el otro apretaba aún más firmemente el falo en mi boca abierta. Solté un sollozo áspero y desesperado.

Mi señor se puso frente a mí. Llevaba un hermoso jubón de terciopelo color ciruela con unas caprichosas mangas abombadas. Cada centímetro de él estaba tan exquisitamente ataviado como los príncipes del castillo. El recuerdo de la efusión de las relaciones de la noche anterior se apoderó de mí y me obligó a ahogar en silencio los gritos que pugnaban por salir de mi garganta. En su lugar surgieron de mí unos desesperados sonidos nada naturales.

Intenté contenerme pero a estas alturas estaba ya tan seriamente reprimido que parecía haber perdido toda capacidad de dominio. Traté de oponerme a las ligaduras y comprendí lo absolutamente indefenso que estaba. Aunque quisiera, no podría ni echarme al suelo ya que los fuertes corceles humanos me sostenían sin ningún esfuerzo.

Mi amo se acercó y me volvió la cabeza con brusquedad para besarme los párpados. La ternura de sus labios, la limpia fragancia de su piel y cabello, me recordaron toda la intimidad de la alcoba. Pero él era el amo. Siempre lo había sido, incluso cuando yo lo poseía y lo hacía gemir bajo mis embates. Mi pene se retorció y una nueva descarga de gemidos y sollozos se desató en mí. Distinguí en la mano de mi señor una larga y tiesa fusta que entonces puso a prueba sobre uno de los corceles. Más de medio metro de la misma era un mango rígido que se ahusaba formando una tira de igual longitud de cuero plano que sobresalía recta cuando no la chasqueaba contra las nalgas de los corceles.

Ordenó con voz clara:

—La habitual vuelta matinal por el pueblo.

Los caballos humanos arrancaron inmediatamente y yo les seguí la marcha a trompicones.

Mi amo caminaba a mi lado. Era exactamente como la noche anterior, cuando los dos habíamos recorrido esta misma calzada, sólo que ahora yo estaba preso por las monstruosas correas y los dos falos tan firmemente ajustados. Aterrorizado por la posibilidad de que tuviera que reprenderme, intenté marchar correctamente como me había enseñado.

El ritmo no era excesivamente rápido, pero el látigo plano jugueteaba con las erupciones de mi piel. Me golpeaba y acariciaba la parte inferior de las posaderas. Aunque mi dueño avanzaba en silencio, el par de jacas que me precedían doblaron una esquina como si conocieran el camino y entramos en una amplia calleja que llevaba al centro del pueblo. Era la primera vez que podía ver la villa en un día normal, y me quedé asombrado.

Mandiles blancos, zuecos de madera, pantalones de cuero sin curtir, mangas remangadas y voces ruidosas y alegres. Había esclavos atareados por doquier. Vi a princesas desnudas fregando umbrales de puertas y los balcones de arriba, limpiando escaparates. Avisté príncipes con cestos en la espalda, que daban saltitos por delante de los látigos de sus señoras, tan deprisa como eran capaces y, a través de una puerta abierta, distinguí un grupo de traseros desnudos, enrojecidos, en torno a un enorme barreño para lavar la ropa.

Tras doblar un recodo, apareció una tienda de arneses con una princesa maniatada igual que yo, colgando de un letrero colocado encima de la puerta. Más adelante, pasamos junto a una taberna en la que vi una fila de esclavos situados sobre una rampa donde esperaban a ser castigados uno a uno sobre un pequeño estrado, para distracción de docenas de parroquianos indiferentes. Al lado había una tienda de falos que exhibía en su portal tres príncipes agachados en cuclillas de cara a la pared con los traseros equipados con muestras de la mercancía.

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