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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (13 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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—A partir de hoy —dijo con gran calma—, no os volveré a decir que tenéis que barrer y restregar esta habitación, cambiar la cama y encender el fuego. Lo haréis cada mañana al levantaros. y también ahora mismo, esta noche, para que aprendáis. Cuando terminéis, os lavarán a fondo en el patio de la posada para servir como es debido a la guarnición.

De inmediato, Bella se puso manos a la obra. Arrodillada, empezó a trabajar con movimientos rápidos y cuidadosos.

El capitán salió de la habitación y al cabo de unos momentos apareció el príncipe Roger con el recogedor, el cepillo y el cubo. Le enseñó cómo hacer estas pequeñas tareas, a cambiar la ropa de cama, preparar la leña para la chimenea y retirar las cenizas.

A Roger no le sorprendió que Bella se limitara a asentir con la cabeza sin hablarle. A ella ni se le ocurrió hablar con él.

El capitán había dicho «cada mañana». ¡Así que tenía intención de quedársela! Aunque fuera propiedad del Signo del León, su principal huésped, el capitán, la había escogido a ella.

La princesa no conseguía hacer las tareas lo suficientemente bien, aunque alisó la cama y sacó brillo a la mesa, procurando permanecer de rodillas en todo momento, levantándose únicamente cuando era necesario.

La puerta volvió a abrirse y la señora Lockley la cogió por el pelo. Bella sintió el tirón de pelo y la pala de madera que la guiaba escaleras abajo, pero se sosegó ilusionada al pensar en el capitán.

En cuestión de segundos se encontró de pie en el tosco barreño de madera del patio. La llama de las antorchas vacilaba a la entrada del mesón, al igual que junto al cobertizo. La señora Lockley restregaba la piel de Bella con rapidez y rudeza, lavó su escocida vagina con un chorro de vino mezclado con agua y luego cubrió de espuma las nalgas de la muchacha.

La mesonera no pronunció palabra mientras torcía a Bella a uno y otro lado, le doblaba las piernas para que se acuclillara y enjabonaba su vello púbico. Después la secó con bruscos movimientos.

Bella vio cómo lavaban a otros esclavos con igual rudeza, y oyó las chillonas y burlonas voces de la vulgar mujer del delantal y de otras dos recias muchachas del pueblo que estaban plenamente entregadas a su tarea, aunque de vez en cuando se detenían para propinar un azote en las nalgas de uno u otro esclavo sin motivo aparente. Pero lo único que Bella podía pensar era que pertenecía al capitán, y que iba a ver a la guarnición. Con toda seguridad, el capitán estaría allí, se decía. Las risotadas y el griterío que llegaban desde la posada la incitaban y la atormentaban al mismo tiempo.

Cuando Bella estuvo completamente seca y con el pelo cepillado, la señora Lockley apoyó un pie en el borde del barreño y echó a Bella sobre su rodilla. Le aplastó fuertemente los muslos con varios palazos y luego le propinó un empujón para que se pusiera a cuatro patas.

Bella luchó denodadamente por recuperar el equilibrio y el aliento.

Indiscutiblemente, resultaba insólito que no le hablaran, ni siquiera para darle órdenes severas e impacientes. Bella alzó la vista mientras la señora Lockley giraba en torno a ella hasta situarse a su lado. Por un instante, atisbó la sonrisa de la mesonera antes de que tuviera ocasión de recuperar su expresión habitual. Súbitamente, Bella sintió cómo le levantaba la cabeza con delicadeza, estirando su melena en toda la longitud, y se encontró el rostro de la señora Lockley justo encima de ella:

—Así que vos ibais a ser mi pequeña alborotadora... Éstas son las nalgas que iba a tener que cocer para el desayuno mucho más rato que las de los demás...

—Tal vez aún debierais hacerlo —susurró Bella sin querer ni pensarlo —... Si es eso lo que os gusta para desayunar. —Un violento temblor se apoderó de ella en cuanto acabó la frase. ¡Oh, qué había hecho!

El rostro de la señora Lockley se iluminó con una expresión más que curiosa, y de sus labios se escapó una risa a duras penas reprimida.

—Os veré por la mañana, querida mía, con todos los demás. Cuando el capitán se haya marchado y el mesón esté tranquilo, sin nadie más que los otros esclavos, que estarán esperando en fila sus azotes matinales. Entonces os enseñaré a abrir la boca sin permiso. —Lo dijo con una efusividad inusual. Las mejillas de la señora Lockley habían cogido color; estaba tan guapa—. y ahora, al trote —le ordenó con suavidad.

La gran sala de la posada estaba ya abarrotada de soldados y otros hombres que bebían.

El fuego crepitaba en la chimenea y una pieza de cordero giraba en el espetón. Varios esclavos, en pie y con las cabezas inclinadas, se precipitaban de puntillas para servir vino y cerveza en docenas de jarros de peltre. Allí donde Bella miraba, entre el gentío de bebedores vestidos de oscuro con pesadas botas de montar y espadas, veía el destello de traseros desnudos y relucientes vellos púbicos de esclavos que servían humeantes platos de comida, se inclinaban para enjugar el líquido vertido, se arrastraban a cuatro patas para fregar el suelo o correteaban para recoger una moneda que alguien había arrojado juguetonamente al suelo lleno de serrín.

Desde un rincón sombrío llegaba el rasgueo resonante y monótono de un laúd, el ritmo de una pandereta y los soplidos de una trompeta que interpretaban una lenta melodía. Pero la cancioncilla apenas se oía debido a las risotadas de los comensales. Los fragmentos interrumpidos de un coro arrancaban con entusiasmo pero se desvanecían enseguida. De todas partes llegaban las voces que ordenaban más comida y bebida, y las peticiones de más esclavas y esclavos guapos que acompañaran y entretuvieran a los soldados.

Bella no sabía dónde mirar. Por aquí un robusto oficial de la guardia con su reluciente cota de malla levantaba de un tirón a una princesa muy rubia y rosada y la colocaba de pie sobre la mesa.

La esclava, con las manos detrás de la cabeza, danzaba y brincaba aceleradamente, tal y como le indicaban, con el rostro sonrojado, los pechos rebotando y el pelo plateado volando en largos rizos de espirales perfectas alrededor de los hombros.

Sus ojos brillaban con una mezcla de temor y excitación patentes. Por allá, otra esclava de delicadas facciones era arrojada contra un tosco regazo y azotada mientras intentaba frenéticamente cubrirse la cara con las manos antes de que un espectador divertido se las apartara a un lado y se las estirara con regocijo.

Entre los toneles de las paredes había más esclavos desnudos, que permanecían en pie, con las piernas abiertas y las caderas adelantadas, por lo visto esperando que les llamaran. En una esquina de la estancia, un hermoso príncipe con espesos rizos rojos que le llegaban a los hombros estaba sentado con las piernas separadas sobre el regazo de un soldado gigantesco. Los labios de ambos se fundían en un beso mientras el soldado acariciaba el órgano erecto del príncipe. El príncipe pelirrojo chupaba la barba negra toscamente afeitada del soldado, tomaba su mandíbula con la boca y luego abría los labios para reanudar los besos. Se le juntaban las cejas a causa de la intensidad de su pasión, aunque estaba sentado, indefenso e inmóvil como si lo tuvieran allí atado, elevando el trasero al compás del movimiento de la rodilla del soldado, que pellizcaba el muslo del príncipe para que diera saltos. El esclavo rodeaba con el brazo izquierdo el cuello del soldado y hundía la mano derecha en la espesa cabellera del oficial, acariciándola lentamente.

Una princesa de negra melena forcejeaba en el suelo del rincón más alejado, tumbada boca arriba con las manos sujetas a los tobillos y las piernas separadas. Su larga melena barría el suelo mientras le vertían un jarro de cerveza sobre sus tiernas partes íntimas y los soldados se inclinaban juguetonamente para lamer el líquido que se escurría del vello rizado del pubis. De repente la pusieron boca abajo sobre las manos, con los pies levantados para que un soldado llenara de cerveza el sexo de la princesa hasta desbordarlo.

En aquel instante la señora Lockley tiraba de Bella para que cogiera en sus manos una jarra de cerveza y un plato de peltre con comida humeante. Luego le volvió la cara para que viera la figura distante del capitán. Estaba sentado en una concurrida mesa situada al otro lado de la gran estancia, de espaldas a la pared, con la pierna apoyada sobre el banco que tenía ante él y la mirada fija en Bella.

La princesa se esforzó por moverse deprisa de rodillas, con el torso erguido, sosteniendo el plato bien alto hasta llegar allí y quedarse arrodillada junto al capitán. Se estiró por encima del banco para depositar la comida sobre la mesa. El oficial, apoyado en un codo, acarició el pelo de Bella y observó su rostro como si estuvieran a solas, aunque a su alrededor los hombres reían, hablaban y cantaban. Su daga de oro destellaba a la luz de las velas, al igual que su cabello dorado, sus cejas y el escaso vello que un mal afeitado había olvidado sobre el labio superior. La inusual delicadeza de su mano, al apartar hacia atrás el cabello de Bella y alisarlo detrás de los hombros, provocó escalofríos en los brazos y la garganta de la princesa, así como un espasmo ineludible entre las piernas.

Casi sin querer, el cuerpo de Bella describió una imperceptible ondulación.

Al instante, la fuerte mano derecha del capitán la agarró por las muñecas, y levantándose del banco alzó a la muchacha del suelo, dejándola colgada por encima de él.

La princesa, desprevenida, primero palideció, y luego sintió que la sangre le inundaba el rostro.

Mientras el capitán la agitaba a uno y otro lado, los demás soldados se volvían para mirarla.

—A la salud de mis soldados, que han servido a la reina como se merece —dijo el capitán y de inmediato se oyó un fuerte pataleo acompañado de una salva de aplausos—. ¿Quién va a ser el primero? —inquirió el capitán.

Bella sentía que sus labios púbicos se juntaban a causa de su creciente grosor, y una densa humedad fluía a través de su arruga púbica. Pero un silencioso acceso de terror invadió su alma y la dejó paralizada. ¿Qué va a sucederme? , se preguntó al tiempo que unas oscuras figuras que se aproximaban cada vez más la rodeaban. La robusta silueta de un hombre fornido se elevó ante ella. Los pulgares del forzudo se hundieron suavemente en los tiernos sobacos de Bella para cogerla de las manos del capitán, agarrándola con fuerza. Los jadeos de Bella cesaron.

Otras manos guiaron las piernas de la princesa hasta colocarlas alrededor de la cintura del soldado. Bella sintió que con la nuca tocaba la pared que tenía detrás y levantó las manos para protegerse, con la mirada fija en el rostro del soldado que rápidamente se llevó la mano derecha a los pantalones para desabrochárselos.

El olor de cuadra, el aliento de cerveza, el aroma penetrante y delicioso de la piel bronceada por el sol y del cuero sin curtir emanaban de aquel hombre, cuyos ojos negros se estremecieron brevemente y se cerraron por un momento cuando hundió la verga en el cuerpo de Bella, ensanchando los dilatados labios de la muchacha, cuyas caderas golpeaban contra la pared con un ruido sordo ya un ritmo frenético.

Sí. Ahora. Sí. El miedo se disolvió dando paso a una emoción aún mayor y más difícil de expresar. Los pulgares del hombre se clavaban en los sobacos de la princesa mientras continuaban las acometidas. Alrededor de ellos, en la penumbra, Bella veía numerosos rostros cuyas miradas se centraban en ella, mientras el ruido de la posada se elevaba y descendía en violentas oleadas.

El pene descargó su caliente y anegador fluido dentro de ella, mientras su propio orgasmo se difundía por todo su cuerpo, cegándola, y de su boca abierta surgían gritos espasmódicos. Con el rostro encendido, desnuda, Bella experimentó su placer en medio de esta ordinaria taberna.

La levantaron otra vez, vacía.

Sintió que la arrodillaban sobre la mesa, ya continuación le separaban las piernas y le colocaban sus propias manos bajo los pechos.

Mientras una ávida boca succionaba su pezón, la princesa elevó el pecho arqueando la espalda y apartó tímidamente los ojos de los que la rodeaban. La hambrienta boca se nutrió seguidamente de su pecho derecho, aspirando intensamente mientras la lengua apuñalaba el diminuto y duro pezón.

Otra boca había tomado el pecho izquierdo.

Mientras ella se apretaba contra los labios que la chupaban y le daban un placer casi desmesurado, unas manos le separaron las piernas aún más, haciendo descender el sexo casi hasta dejarlo sobre la mesa.

Durante un instante volvió a invadirla aquel miedo irreprimible. Había manos sobre todo su cuerpo, mientras la sostenían por los brazos y le sujetaban a la fuerza las manos a la espalda. No podía liberarse de las bocas que succionaban con fuerza sus pechos. Alguien la obligó a levantar la cabeza y vio una sombra oscura que la cubría mientras se ponía a horcajadas sobre ella. La verga penetró en su boca, que se abría, y Bella se quedó mirando el vientre velludo situado sobre ella. Succionó el falo con toda su fuerza, con la misma intensidad con que las bocas le chupaban los pechos, y continuó gimiendo mientras el miedo se evaporaba una vez más.

Su vagina temblaba, los fluidos descendían por sus muslos separados y sufría violentas sacudidas de placer.

La verga que tenía en la boca la cautivaba, pero no le daba ninguna satisfacción. Absorbió el pene más y más hasta que su garganta se contrajo y la eyaculación salió disparada contra ella. Mientras, las bocas tiraban con delicadeza de sus pezones, trataban de morderlos, y sus labios púbicos se cerraban en vano capturando el vacío.

De pronto, algo tocó su clítoris palpitante y lo raspó a través de la gruesa película de humedad.

Algo se hundió entre sus ávidos labios púbicos.

Era el mango tosco y enjoyado de la daga... seguro que lo era... y la empaló.

Bella tuvo un orgasmo desenfrenado. Entre jadeos contenidos, levantaba cada vez más las caderas, y todas las imágenes, sonidos y aromas de la posada se disolvieron en su frenesí. El mango de la daga la sostenía, la empuñadura le maltrataba el pubis sin permitir que el orgasmo cesara, forzando un grito tras otro.

Pese a que la tendieron de espaldas sobre la mesa, la atormentaba, la obligaba a culebrear y retorcer las caderas. Apenas pudo ver el rostro del capitán por encima de ella, mientras se contorsionaba como un gato y el mango de la daga la mecía arriba y abajo, obligándola a golpear la mesa con las caderas.

Esta vez no iba a correrse tan pronto.

La estaban levantando. Sintió cómo la tendían sobre un barril de grandes dimensiones, con la espalda arqueada sobre la húmeda madera y su cabello desparramado sobre el suelo, podía oler la cerveza. En esa posición veía el mesón patas arriba, en una exhibición de colores. Otro pene entró en su boca mientras unas manos firmes aseguraban sus muslos contra la curva del tonel y una verga penetraba en su lubricada vagina. Bella había dejado de pesar, no había equilibrio. No veía nada aparte del oscuro escroto y la ropa desabrochada que tenía ante sus ojos. Entretanto, le palmoteaban los pechos y se los chupaban, agarrados por fuertes dedos que la sobaban. Bella buscó a tientas las nalgas del hombre que llenaba su boca y se aferró a él, guiando sus movimientos. Pero la otra verga la machacaba contra el barril, la taponaba, pulverizaba su clítoris mecánicamente con un ritmo diferente. Sintió en todos sus miembros la consumación abrasadora, como si no surgiera de su entrepierna, mientras sus pechos se multiplicaban. Todo su cuerpo se convirtió en el orificio, el órgano.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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