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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (17 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Yo podría estar como ellos, pensé, en cuclillas bajo el tórrido y polvoriento sol mientras la gente paseaba. ¿Era aquello peor que trotar con la respiración entrecortada, la cabeza y las caderas estiradas inexorablemente hacia delante, la carne escocida reanimada constantemente por los sonoros y profundos azotes que venían desde detrás ? Aunque no alcanzaba a ver bien a mi señor, con cada flagelación, lo recordaba como la noche anterior, y me quedaba atónito ante la facilidad con que me atormentaba. No es que hubiera soñado que fuera a detenerse por los abrazos del día anterior, pero que los intensificara de este modo... De repente, comprendí la profundidad pavorosa del concepto de sumisión que esperaba de mí.

Los corceles se abrían paso con orgullo entre la numerosa multitud, provocando que más de una cabeza se volviera entre los lugareños que se arremolinaban por doquier con cestas para comprar o junto a esclavos amarrados. Una y otra vez, los observadores desplazaban la vista de los corceles tan espléndidamente adiestrados al esclavo que se movía tras ellos. Yo esperaba miradas de desdén y me desilusionó encontrar simplemente un divertimento silencioso en sus rostros. Estas gentes estaban acostumbradas a encontrar allí donde miraban, para su deleite, algún delicioso pedazo de carne desnuda, castigado, enjaezado o colocado en alguna grotesca postura.

A medida que doblábamos una esquina tras otra, apresurándonos a través de estrechas callejuelas, me sentí mucho más perdido que en la plataforma giratoria.

Cada día me depararía sorpresas devastadoras, tendría un atroz derrotero. A pesar de que estos pensamientos me hacían lloriquear con más desesperación, hinchaban mi pene entre las ligaduras y me forzaban a marchar con más brío intentando esquivar la chasqueante fusta, todo ello dotaba a mi entorno de un extraño lustre. Sentí el impulso irreprimible de arrojarme a los pies de mi amo, decirle silenciosamente que entendía mi suerte, que lo comprendía con más claridad con cada una de las penosas pruebas, y que se lo agradecía desde lo más profundo de mi ser por estimar conveniente vencer mi resistencia de manera tan absoluta. ¿No había hablado él de aquello el día anterior, de que el nuevo esclavo cediera? ¿No había dicho que el falo era bueno para ello? El falo me hendía ampliamente otra vez, y el que me estiraba la boca hacía que mis gritos sonaran roncos e ingobernables.

Quizás él comprendiera mis sentimientos a través de los gritos. Si al menos se dignara a consolarme tan sólo con el roce de sus labios... Me di cuenta casi con un sobresalto de que ninguno de los rigores del castillo me había vuelto tan manso y servil.

Habíamos llegado a una gran plaza. Por todas partes se veían signos distintivos de posadas, calles de doble calzada y altas ventanas. Los mesones de esta parte del pueblo eran suntuosos y elegantes, con las ventanas tan ornamentadas como las de una casa solariega. Mientras rodeábamos ampliamente el pozo situado en medio de la plaza, abriéndonos paso entre la multitud que se apartaba afablemente, descubrí con gran sorpresa al capitán de la guardia de la reina ganduleando tranquilamente ante la entrada de una de las posadas.

Se trataba, sin lugar a dudas, del capitán.

Recordaba su cabello rubio, la barba de dos días y aquellos melancólicos ojos verdes. No era fácil de olvidar. Fue él quien me trajo de mi tierra natal, me capturó cuando intentaba escaparme del campamento y me llevó de regreso al castillo, atado de manos y tobillos a un palo transportado entre dos de sus jinetes. Aún podía recordar aquel grueso falo que me empalaba y la sonrisa silenciosa con la que él ordenaba noche tras noche que me azotaran por el campamento, hasta que llegábamos al castillo. Tampoco había olvidado aquel extraño e inexplicable momento en el que nos separamos y nos miramos el uno al otro.

—Adiós, Tristán —había dicho con voz sumamente cordial. Yo le había besado la bota espontáneamente, en silencio y con la mirada aún fija en la suya.

Mi pene también lo reconoció. A medida que me llevaban cada vez más cerca de él, sentí un repentino terror de que me viera.

Me pareció una deshonra que sería incapaz de soportar. Por un instante, todas las extrañas normas del reino parecían justas e inmutables, y yo mientras tanto seguía atado, penitente, condenado al pueblo. El capitán se enteraría de que me habían expulsado del castillo para sufrir un trato más severo incluso que el que él me había concedido.

Pero él estaba mirando algo a través de la puerta abierta del Signo del León. Eché una ojeada al pequeño espectáculo. Una encantadora mujer con una vistosa falda roja y una blusa blanca con volantes azotaba diligentemente a su esclava, colocada sobre un mostrador de madera. y el precioso rostro que se asomaba surcado de lágrimas no era otro que el de Bella. Forcejeaba y se retorcía bajo la pala pero descubrí que no estaba atada, exactamente como yo la noche anterior en la plataforma pública.

Pasamos de largo, pero el capitán alzó la vista y, como si se tratara de una pesadilla, oí que mi amo hacía detener los corceles. Yo me quedé quieto, con el pene constreñido contra el cuero. Aquello era ineludible. Mi amo y el capitán se estaban saludando e intercambiaban comentarios jocosos.

El capitán admiró los corceles. Tiró con rudeza de la cola de caballo del que estaba a la derecha, levantó y acarició el lustroso pelo negro y luego pellizcó el muslo enrojecido del esclavo que sacudió la cabeza y transmitió un tiritón por los arneses.

El capitán se rió.

—¡Ah, ya veo que tiene buen humor! —dijo y se volvió al corcel con ambas manos, provocado al parecer por aquel gesto. Levantó la barbilla del esclavo y luego empujó el falo hacia arriba con varias sacudidas violentas hasta que el caballo pataleó moviendo las piernas fogosamente. Luego recibió una suave palmada en el trasero y el corcel se apaciguó.

—Sabéis, Nicolás —dijo con aquella voz familiar y grave, capaz de provocar miedo con una sola sílaba—, le he dicho en varias ocasiones a su majestad que debería prescindir de sus caballos en los trayectos cortos y confiar en los corceles esclavos. Podríamos equipar un gran establo para ella con bastante rapidez y creo que disfrutaría enormemente. Pero lo considera un pasatiempo del pueblo y no lo toma verdaderamente en cuenta.

—Tiene un gusto muy particular, capitán —dijo mi amo—. Pero decidme, ¿habéis visto antes a este esclavo?

Para horror mío tiró de mi cabeza hacia atrás con las correas del arnés.

Sentí los ojos del capitán sobre mí pese a que yo no miraba. Podía imaginar mi boca cruelmente estirada, con las correas del arnés segándome la piel.

El capitán se acercó un poco más. Se quedó a poco más de un palmo de mí y entonces oí su grave voz que sonó aún más profunda.

—¡Tristán! —Su gran mano se cerró en torno a mi pene. Lo apretó con fuerza, cerró la punta de un pellizco y luego lo soltó, dejando un nudo de sensaciones en mí. Me acarició los testículos y pellizcó con la punta de los dedos la protección de piel que las ligaduras estiraban tan extremadamente.

Yo estaba como la grana, era incapaz de encontrar su mirada. y mis dientes parecían querer acabar con el enorme falo, como si pudiera devorarlo. Sentía moverse mis mandíbulas y la lengua que lamía el cuero como si me viera forzado a hacerlo. El capitán pasó la mano por mi pecho y hombros.

Me vino a la mente una imagen relampagueante del campamento, en la que yo estaba atado a

una gran cruz de madera en un círculo formado por más cruces, mientras los soldados se paseaban ociosos a mi alrededor, importunando y educando mi pene, y yo esperaba hora tras hora los latigazos de la noche; la sonrisa sigilosa del capitán cuando pasaba a grandes zancadas, su capa dorada echada sobre un hombro.

—De modo que es así como se llama —dijo mi amo con una voz que sonaba más joven y refinada que el profundo murmullo del capitán—, Tristán.

—Oírle pronunciar mi nombre aumentó mi tormento.

—Por supuesto que lo conozco —dijo el capitán. Su grande y misteriosa figura se desplazó un poco para dejar pasar a un grupo de mujeres jóvenes que reían y hablaban en voz alta—. Lo traje al castillo hace tan sólo seis meses. Era uno de los esclavos más desmandados, se escapó y huyó por el bosque cuando le ordenaron desnudarse. Pero cuando lo puse de nuevo a los pies de su majestad estaba perfectamente domesticado. Se había convertido en el capricho de dos de mis soldados, que se encargaban de fustigarlo a diario por todo el campamento. Cuando lo devolvimos al castillo, lo habían echado de menos más que a ningún otro esclavo que hubieran disciplinado antes.

Me estremecí en silencio, reprimiendo todo sonido, aunque la mordaza, inexplicablemente, lo hacía aún más difícil.

—Una pasión —dijo la suave y retumbante voz—. No era la severidad de los latigazos lo que le hacía comer de mi mano sino el ritual diario.

Oh, qué ciertas eran sus palabras, pensé. El rostro me escocía. Aquella temible e inevitable sensación de desnudez descendió de nuevo sobre mí. Aún podía ver la tierra revuelta ante las tiendas del campamento, sentir las correas y oír los pasos y la conversación de los soldados que avanzaban conmigo. «Sólo una tienda más, Tristán.» O aquel saludo de todos los atardeceres, «Vamos, Tristán, es hora de nuestra pequeña excursión por el campamento; así, así, mirad esto Gareth, qué pronto aprende este jovencito. ¿Qué os dije yo, Geoffrey? Que en tres días podría prescindir de las manillas.» y la forma en que a continuación me daban de comer de sus manos, me limpiaban la boca casi con cariño, me daban palmaditas y me daban a beber cantidades excesivas de vino, antes de llevarme al bosque a la hora en que oscurecía. Recordaba sus penes, las discusiones sobre quién empezaba, y si era mejor por la boca o por el ano. A veces uno de ellos se ponía delante y el otro detrás, y por lo visto el capitán nunca estaba muy lejos, siempre observando sonriente. Así que me habían tomado cariño. No había sido cosa de mi imaginación, como tampoco lo era el afecto que yo sentía por ellos. Caí en la cuenta con una lenta e innegable comprensión.

—Era uno de los príncipes más espléndidos, de modales más exquisitos de todos —murmuró el capitán con aquella voz que parecía surgir de su pecho, no de su boca. De repente quise volver la cabeza y mirarlo, comprobar si seguía tan apuesto como entonces. La breve ojeada que le eché momentos antes había sido demasiado rápida—. Se lo entregaron a lord Stefan como esclavo personal, con la bendición de la reina. Me sorprende verlo aquí. —En ese momento su voz insinuaba cierto enfado—. Le dije a la reina que yo personalmente había vencido toda su resistencia, hasta domarlo. Me levantó la cabeza y la empujó a uno y otro lado. Comprendí, cada vez con más tensión, que durante todo este rato yo había guardado un silencio casi absoluto, esforzándome por no emitir ningún sonido en su presencia; pero entonces estaba a punto de rendirme, hasta que finalmente no pude controlarme. Solté un gemido grave, que al menos era mejor que llorar.

—¿Qué hicisteis? ¡Miradme! —inquirió— ¿Disgustasteis a la reina?

Yo respondí negativamente con la cabeza pero sin mirarle a los ojos, todo mi cuerpo parecía hincharse bajo las guarniciones.

—¿Fue Stefan quien se disgustó?

Hice un gesto de asentimiento. Eché una rápida mirada a sus ojos y aparté al instante la vista, incapaz de soportarlo. Entre este hombre y yo existía un extraño vínculo. En cambio —esto era lo horrible de todo aquello—, no existía ningún vínculo entre Stefan y yo.

—Y había sido vuestro amante anteriormente, ¿no es cierto? —insistió el capitán, que se había acercado a hablarme al oído, aunque sabía que mi amo podía oírle a la perfección—. Años antes de que él viniera a vivir al reino.

Yo volví a asentir.

—¿Y esa humillación era más de lo que podíais soportar? —inquirió— ¿Vos, que habíais aprendido a abrir el culo a los soldados rasos?

—¡No! —grité desde detrás de la mordaza sacudiendo la cabeza con violencia. Sentía martillazos en las sienes. La lenta e ineludible comprensión que se había iniciado momentos antes se tornaba cada vez más evidente.

La total frustración que sentía me hizo llorar.

Si al menos pudiera explicarme...

Pero el capitán agarró la pequeña anilla de plata del falo que me habían metido en la boca y empujó mi cabeza hacia atrás.

—¿O tal vez —preguntó— el problema era que vuestro antiguo amante no tenía suficiente carácter para dominaros?

Yo volví la vista y entonces lo miré directamente a los ojos. Si se puede decir que alguien era capaz de sonreír con aquella mordaza en la boca, yo sonreí. Me oí lanzar lentamente un suspiro. y luego, a pesar de que él empujaba el falo con la mano, asentí con la cabeza.

Su rostro era claro y hermoso, tal y como lo recordaba. Vi su figura corpulenta y robusta al sol cuando cogió la fusta de la mano de mi amo.

Mientras ambos nos mirábamos a los ojos, empezó a fustigarme.

Sí, la comprensión fue completa en ese instante. Yo había deseado la degradación total que brindaba el pueblo. No podía soportar el amor de Stefan, su inseguridad, su incapacidad para dominarme. Lo despreciaba por toda su debilidad en nuestro vínculo predestinado.

Bella había comprendido mi verdadero propósito. Conocía mi alma mejor que yo mismo.

Esto era lo que me merecía. Además, era algo anhelado por mí; aquello era tan violento como el campamento de los soldados en el que mi dignidad, mi orgullo y mi persona habían sido vulnerados por completo.

Castigo, aquí, en esta plaza abarrotada de gente, bañada por la luz del sol, rodeado incluso por las muchachitas del pueblo y una mujer que estaba de pie ante la puerta de la posada con los brazos cruzados, y los sonoros chasquidos de la fusta; castigo era lo que me merecía, lo que ansiaba, pese a estar aterrorizado. En un momento de absoluta entrega, separé mis piernas, eché la cabeza hacia atrás y balanceé las caderas en un gesto que mostraba mi total aceptación de los azotes.

El capitán blandió la fusta plana con movimientos largos y oscilantes.

Mi cuerpo revivió con las punzadas y heridas que me provocó. Sin duda, mi amo entendía mi secreto. Después de este diálogo, no habría clemencia para mí cuando reanudara el recorrido, por mucho que yo suplicara más tarde con quejidos y gimoteos.

La zurra había concluido pero yo no me retiré de mi posición suplicante. El capitán devolvió la fusta a su dueño y de repente me acarició el rostro, al parecer impulsivamente, y me besó los párpados como había hecho mi amo. Este gesto desató el último nudo que quedaba aún en mí. Era la agonía de no poder besar sus pies, sus manos, sus labios.

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