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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (6 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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—¡Incorporaos, pero continuad de rodillas! —ordenó la mesonera.

Agarró a Bella por el pelo y recogió los mechones en un rodete en la parte posterior de la cabeza. Se sacó unas horquillas de los bolsillos y se lo sujetó.

A continuación chasqueó los dedos:

—Príncipe Roger —llamó—, traed aquí el cubo y el cepillo.

El príncipe de pelo negro obedeció al instante, moviéndose con serena elegancia pese a estar a cuatro patas, y Bella comprobó que tenía las nalgas rojas, en carne viva, como si poco antes él también se hubiera visto sometido a la disciplina de la pala. Besó las botas de su señora, con los oscuros ojos abiertos y directos, y luego se retiró por la puerta trasera hacia el patio para atender la indicación de la mujer. El vello negro se espesaba alrededor del ojete rosáceo del ano del príncipe, las pequeñas nalgas eran de una redondez exquisita para pertenecer a un hombre.

—Ahora, tomad el cepillo entre los dientes y restregad el suelo, empezando por aquí, hasta allá —ordenó fríamente la señora Lockley—. Hacedlo bien, que quede bien limpio, y mantened las piernas bien separadas mientras fregáis. Si os veo con las piernas juntas, o si os frotáis esa boquita hambrienta contra el suelo, o si veo que os la tocáis, acabaréis colgada, ¿queda claro? Inmediatamente, Bella besó otra vez las botas de su ama.

—Muy bien —asintió la mesonera—. Esta noche, los soldados pagarán mucho dinero por ese pequeño sexo. Lo alimentarán muy bien. Pero por ahora, pasaréis hambre, con obediencia y humildad, y haréis lo que os diga.

Bella se puso a trabajar al instante con el cepillo, fregando con fuerza el suelo de baldosas, moviendo la cabeza adelante y atrás. El sexo le dolía casi tanto como las nalgas pero, mientras trabajaba, el dolor se mitigó y Bella sintió que su cabeza se despejaba de un modo sumamente extraño.

¿Qué sucedería —se preguntó—, si los soldados la adoraban, pagaban con creces por ella, alimentaban generosamente su sexo, por así decirlo, y luego Bella era desobediente? ¿Podría permitirse la señora Lockley colgarla a las puertas del mesón?

«¡Qué mala me estoy volviendo!», se dijo.

Pero lo más extraño de todo aquello era que su corazón latía velozmente al pensar en la señora Lockley. Le gustaba su frialdad y severidad, de una manera que no había experimentado antes en su adulad ora ama del castillo, lady Juliana. No podía evitar preguntarse si la señora Lockley sentiría algún placer cuando la azotaba con la pala. Al fin y al cabo, lo hacía muy bien.

Bella continuaba fregando mientras pensaba. Intentaba dejar las baldosas marrones del suelo tan relucientes y limpias como podía, cuando de repente se percató de que sobre ella se cernía una sombra. Pertenecía a alguien que se hallaba en el umbral de la puerta abierta. Entonces oyó la voz de la señora Lockley que decía con suavidad:

—Ah, capitán.

Bella levanto la vista con prudencia pero no sin cierto atrevimiento, ya que era consciente de que posiblemente incurría en una insolencia. De pie, ante ella, descubrió a un hombre rubio que calzaba botas de cuero cuya caña subía por encima de las rodillas y que llevaba una daga enjoyada sujeta al grueso cinturón de cuero, del que también colgaban un espadón y una larga pala de cuero. A Bella le pareció más grande que los demás hombres que había conocido en este reino, a pesar de que era de constitución delgada, excepto por la anchura de los hombros. El cabello rubio le cubría profusamente la nuca y se rizaba y espesaba en las puntas. Sus brillantes ojos verdes se estrecharon con las líneas de una sonrisa cuando la miro.

La princesa sintió una punzada de consternación; sin saber por qué, experimentó un repentino derretimiento de la frialdad y la dureza que la afectaba. Con calculada indiferencia, continuó fregando.

Pero el hombre se situó justo delante de ella.

—No os esperaba tan pronto —dijo la señora Lockley—. Contaba con que trajerais esta noche a toda la guarnición.

—Decididamente, señora —contestó. Su voz se alzaba con un sonido casi brillante. Bella sintió una peculiar tensión en la garganta y continuó restregando, intentando no prestar atención a las botas de becerro finamente arrugadas que tenía delante—. Presencié la subasta de esta tortolita —prosiguió el capitán, y Bella se sonrojó mientras el hombre caminaba orgullosamente formando un círculo en torno a ella—. Qué rebelde —comentó—. Me sorprendió que pagarais tanto dinero por ella.

—Sé cómo tratar a las rebeldes, capitán —dijo la señora Lockley con voz fría como el acero, pero sin delatar orgullo ni ironía—. Sin embargo, es una tortolita excepcionalmente suculenta. Pensé que os gustaría disfrutar de ella esta noche.

—Lavadla bien y enviádmela a mi habitación, ahora mismo —ordenó el capitán—. Creo que no quiero esperar hasta la noche.

Bella volvió la cabeza y deliberadamente lanzó una severa mirada al capitán. le pareció descaradamente guapo, con una rubia y áspera barba, como si le hubieran frotado el rostro con polvo de oro. El sol había dejado su marca en él; el intenso bronceado de su piel hacía brillar aún más las cejas doradas y los dientes blancos. Apoyaba la mano enguantada en la cadera y, cuando la señora Lockley ordenó gélidamente a Bella que bajara la vista, él se limitó a sonreír ante la insolencia de la princesa.

LA EXTRAÑA HISTORIA DEL PRÍNCIPE ROGER

La señora Lockley levantó a Bella con brusquedad, le retorció las muñecas para colocárselas en la nuca y seguidamente la obligó a salir por la puerta trasera a un gran patio cubierto de hierba y frondosos árboles frutales.

Allí, en un tinglado descubierto, sobre unos bancos de madera, media docena de esclavos desnudos dormían, al parecer tan profunda y confortablemente como si estuvieran en la suntuosa sala de esclavos del castillo. También había una mujer del pueblo con las mangas remangadas que tenía a otro esclavo metido de pie en un gran barreño de agua jabonosa. Él estaba atado por las manos a una rama que sobresalía del árbol mientras la mujer le restregaba las carnes con la misma rudeza con que se desala la carne para la cena.

Sin darle tiempo a comprender lo que sucedía, Bella se vio metida en aquel barreño, con el agua jabonosa remolineando a la altura de las rodillas.

Mientras le ataban las manos a la rama de la higuera que colgaba sobre su cabeza, oyó que la señora Lockley llamaba al príncipe Roger.

El esclavo apareció de inmediato, esta vez de pie, con el cepillo de fregar en la mano, y al instante se ocupó de Bella. La mojó de arriba abajo con agua caliente, le frotó codos y rodillas con más fuerza, y a continuación la cabeza, que volvió a uno y otro lado con gran rapidez.

En este lugar el lavado se reducía a lo indispensable, sin lujos superfluos. Bella dio un respingo cuando el cepillo le restregó entre las piernas y gimió al notar las ásperas cerdas sobre las ronchas y magulladuras.

La señora Lockley se había ido. La corpulenta posadera había enviado a la cama al pobre esclavo quejumbroso, recién restregado, guiándolo con azotes, y a continuación había desaparecido hacia el interior de la posada. En el patio sólo quedaban los esclavos que descansaban.

—¿Me responderéis si hablo? —preguntó Bella en un susurro. La piel oscura del príncipe le pareció de una suavidad cérea en contraste con la suya. Éste le echaba la cabeza ligeramente hacia atrás para verterle el jarro de agua caliente por encima. Ahora que estaban a solas, los ojos del príncipe tenían un brillo alegre.

—Sí, pero tened mucho cuidado. Si nos pillan, nos mandarán a recibir el castigo público. Me asquea sobremanera servir de diversión en la plataforma giratoria para los patanes del pueblo.

—Pero, decidme, ¿por qué estáis aquí? —preguntó Bella—. Yo creía que había llegado con los primeros esclavos que enviaron desde el castillo.

—Llevo años en el pueblo —dijo—. Casi no recuerdo el castillo. Me sentenciaron por escabullirme con una princesa. ¡Estuvimos dos días enteros escondidos antes de que nos encontraran! —explicó con una sonrisa—. Pero nunca volverán a llamarme.

Bella se quedó conmocionada. Recordó la noche furtiva que pasó con Alexi muy cerca de la alcoba de la mismísima reina.

—¿Y qué le sucedió a ella? —preguntó Bella.

—Oh, estuvo un tiempo en el pueblo y luego regresó al castillo. Se convirtió en una de las favoritas de la reina y cuando llegó el momento de regresar a su reino, prefirió quedarse a vivir aquí y ser una dama de la corte.

—¡No hablaréis en serio! —exclamó Bella llena de asombro.

—Pues así es. Se convirtió en miembro de la corte. En una ocasión incluso bajó a caballo hasta el pueblo con sus nuevos ropajes para verme y preguntarme si me gustaría regresar y ser su esclavo. La reina estaba dispuesta a permitirlo, dijo, porque ella había prometido castigarme con toda contundencia y fustigarme sin descanso. Sería la ama más perversa que jamás hubiera tenido esclavo alguno, afirmó. Como podéis imaginaros, yo me quedé absolutamente pasmado. Cuando la había visto por última vez estaba desnuda, en las rodillas de su señor. En cambio, ahora cabalgaba sobre un caballo blanco, llevaba un fantástico vestido de terciopelo negro con ribetes dorados y el pelo trenzado con oro. Venía dispuesta a cargarme desnudo sobre su silla. Yo me escapé corriendo pero hizo que el capitán de la guardia me trajera de vuelta, y desde su montura me azotó con la pala en el centro mismo de la plaza ante una muchedumbre de lugareños. Disfrutó como una loca.

—¿Cómo pudo hacer una cosa así? —Bella estaba indignada—. ¿Habéis dicho que llevaba el cabello peinado en trenzas?

—Sí —respondió—. He oído decir que nunca lo lleva suelto. Le recuerda demasiado sus tiempos de esclava.

—¿No será lady Juliana?

—Sí, precisamente de ella se trata. ¿Cómo lo habéis sabido?

—Fue mi torturad ora en el castillo; era mi ama, y el príncipe de la Corona, mi señor —explicó Bella. Recordaba perfectamente el encantador rostro de lady Juliana y esas espesas trenzas. ¿Cuántas veces había tenido que escapar de su pala en el sendero para caballos? —. ¡Oh, qué horror! —balbució—. Pero ¿qué sucedió después?

¿Cómo conseguisteis huir de ella?

—Ya os he dicho que eché a correr y el capitán de la guardia me trajo de vuelta. Estaba claro que aún no estaba preparado para regresar al castillo —se rió—. Por lo que me contaron, lady Juliana suplicó y rogó para que me entregaran, y prometió domesticarme sin ayuda de nadie.

—¡Vaya monstruo! —exclamó Bella.

El príncipe le secó los brazos y la cara.

—Salid del barreño y callaos. Creo que la señora Lockley está en la cocina. —Luego susurró—: La señora Lockley no estaba dispuesta a dejarme marchar. Pero Juliana no es la primera esclava que se queda en el castillo y acaba coinvirtiéndose en un terror para los demás cautivos.

Quizás algún día os encontréis ante esta disyuntiva. De repente descubriréis que tenéis una pala en las manos y todos esos traseros desnudos a vuestra merced. Pensad en ello —dijo Roger, sonriendo con naturalidad.

—¡Jamás! —respondió Bella con voz entrecortada.

—Bueno, démonos prisa. El capitán está esperando.

La imagen de lady Juliana desnuda junto a Roger fulguró brillante en la mente de Bella. ¡Cómo le gustaría colocar a lady Juliana sobre sus rodillas, aunque sólo fuera por una vez! Sintió una intensa agitación entre las piernas. Pero ¿qué estaba pensando? La simple mención del capitán le provocó una debilidad instantánea. Bella no tenía ninguna pala en las manos, ni nadie a su merced. Era una esclava desnuda y díscola, a punto de ser enviada ante un soldado bregado que sentía una evidente debilidad por los rebeldes. Al imaginarse el apuesto rostro bronceado por el sol y los profundos ojos centelleantes del oficial, pensó: «Si de verdad soy una muchacha tan mala, entonces actuaré como tal.»

EL CAPITÁN DE LA GUARDIA

La señora Lockley había salido por la puerta.

Desató las manos de Bella y le secó el pelo con rudeza. Después de atarle las muñecas detrás de la espalda, la obligó a entrar en la posada y subir por una estrecha y curva escalera de madera que ascendía desde detrás del hogar. Bella hubiera sentido el calor de la chimenea a través del muro mientras subía al piso de arriba si no la hubieran obligado a marchar con tanta rapidez.

La señora Lockley abrió una pequeña puerta de roble y forzó a Bella a arrodillarse al entrar en la habitación. La empujó con tal ímpetu que la princesa tuvo que estirar los brazos para no caer de bruces.

—Aquí está, mi apuesto capitán —anunció la mujer.

Bella oyó el sonido de la puerta que se cerraba a su espalda. Se había arrodillado sin estar aún segura de lo que la mesonera quería de ella. Su corazón se aceleró al ver las familiares botas de piel de becerro, el resplandor del pequeño fuego encendido en el hogar y la gran cama artesonada de madera bajo un techo inclinado. El capitán estaba sentado en un pesado sillón, junto a una larga mesa de madera oscura.

Pero, aunque Bella esperaba, él no le dio ninguna orden sino que se limitó a recoger su larga melena con la mano y a levantarla por el pelo, lo que la obligó a gatear un poco hacia delante y arrodillarse luego ante él. Se quedó mirándolo asombrada. Volvió a contemplar el rostro descaradamente apuesto, el abundante cabello rubio del que con toda seguridad él se vanagloriaba, y los ojos verdes hundidos en la bronceada piel, que respondieron a la mirada de la princesa con igual intensidad.

Una terrible debilidad se apoderó de Bella.

Algo en su interior, una mansedumbre que parecía crecer, que infectaba todo su corazón y espíritu, se ablandó completamente. La joven se opuso de inmediato a aquella extraña reacción, pero parecía que empezaba a entender algo...

El capitán puso a Bella de pie sujetándola por la melena que aún tenía enrollada en la mano izquierda. Elevándose sobre ella, le separó las piernas de una patada.

—Ahora vais a mostraros a mí —dijo sin el menor atisbo de sonrisa. Antes de que Bella tuviera tiempo de pensar qué iba a pasar, el capitán le soltó la cabellera y la princesa se encontró en medio de la habitación, desatada y humillada.

El capitán se hundió de nuevo en la silla, totalmente confiado en que la joven obedecería sus órdenes. El corazón de Bella palpitaba con tal fuerza que se preguntó si su captor alcanzaría a oír los latidos.

—Bajad las manos y abrid los labios del sexo. Quiero comprobar vuestros atributos.

Un intenso rubor quemó el rostro de Bella, que se quedó mirando al oficial sin moverse. En aquellos instantes su corazón latía a toda velocidad.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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