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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (7 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Al momento el capitán se puso en pie, cogió a Bella por las muñecas y la levantó brutalmente para dejarla sentada sobre la mesa de madera. Dobló a la princesa hacia atrás apretándole las muñecas contra la columna vertebral y la obligó a separar de nuevo las piernas, esta vez con la rodilla, mientras la observaba fijamente.

Bella no se acobardó y en vez de apartar la vista se quedó mirándolo directamente a la cara. Al mismo tiempo sintió que los dedos enguantados ejecutaban la orden que había recibido momentos antes y separaban ampliamente los labios vaginales. A continuación el capitán procedió a estudiarla.

La princesa forcejeó, se retorció e intentó zafarse desesperadamente, pero los dedos la abrían como si fueran una palanca que se clavaba con fuerza en su clítoris.

Sintió el rubor que le abrasaba el rostro y sacudió las caderas resistiéndose abiertamente. Sin embargo, bajo la envoltura de cuero de los guantes, su clítoris se endureció y aumentó de tamaño. Estaba a punto de reventar bajo la presión del índice y el pulgar del capitán.

Bella jadeaba y tuvo que apartar la cara. Cuando oyó que él se desabrochaba los pantalones y sintió la dura punta de su verga que le rozaba el muslo, gimió y levantó las caderas en un gesto de ofrecimiento.

Seguidamente, el enorme miembro empezó a penetrar su sexo. La llenaba tan plenamente que sentía el caliente y húmedo vello púbico del capitán tapando herméticamente su vagina, mientras la izaba cogiéndola por las doloridas nalgas.

Cuando él la levantó de la mesa, Bella le rodeó el cuello con los brazos, se apoyó en su cintura con las piernas. El capitán se ayudaba de las manos para desplazarla por su órgano desgarrador, levantándola y bajándola siguiendo toda la longitud de su miembro mientras la princesa emitía unos gritos sofocados. La manejaba cada vez con más vigor aunque ella no se daba cuenta de que le mecía la cabeza con la mano derecha, le había vuelto la cara hacia arriba y le había metido la lengua en la boca. Bella sentía únicamente las estremecedoras explosiones de placer que la inundaban y luego su propia boca que se atenazaba a la de su agresor, su cuerpo tenso e ingrávido que él levantaba y volvía a bajar, levantaba y volvía a bajar, hasta que experimentó con un fuerte grito, un grito desmesurado, el demoledor orgasmo final.

Pero aquello no cesaba. La boca del capitán le succionó el grito, sin soltarla, y cuando la princesa pensó que la agonía llegaba a su fin, él vertió su propio clímax en su interior. Bella oyó el gruñido que surgió desde lo profundo de la garganta de su captor cuando paralizó las caderas para adoptar luego un frenético ritmo de movimientos rápidos y bruscos.

La habitación se sumió en un repentino silencio mientras el capitán la acunaba. Su miembro continuaba en el interior de ella, produciéndole espasmos ocasionales que la obligaban a gemir quedamente.

Luego sintió que se quedaba vacía por dentro.

Intentó protestar de algún modo silencioso pero él continuó besándola.

Se encontró otra vez de pie. El capitán le había vuelto a colocar las manos en la nuca y le había separado las piernas con un suave empujón de la bota. Pese a todo aquel dulce agotamiento, Bella siguió de pie. Miraba fijamente hacia delante, pero no veía más que un borrón de luz.

—Y bien, ahora tendremos una pequeña demostración, como había solicitado —dijo él, que volvió a besar la boca de Bella, la abrió y recorrió el interior del labio con la lengua. La joven lo miró directamente a los ojos, no veía nada aparte de aquellos ojos que la observaban. «Capitán», pensó aquella palabra. Luego vio la maraña de pelo rubio sobre la frente bronceada y marcada por profundas líneas. Pero él había retrocedido y la había dejado allí en medio, de pie.

—Os pondréis las manos entre las piernas —le indicó suavemente y se acomodó en el sillón de roble, con los pantalones pulcramente abrochados— y me mostraréis el sexo ahora mismo.

Bella se estremeció. Miró hacia su propio cuerpo, caliente y que rezumaba humedad, y sintió aquella debilidad que se había extendido a todos sus músculos. Para su propia sorpresa, dejó que sus manos se deslizaran entre las piernas y palpó los resbaladizos labios que aún ardían y palpitaban debido a las contundentes embestidas. Se tocó la vagina con la punta de los dedos.

—Abridlo para que lo pueda ver —ordenó él, recostándose en el sillón, con el codo apoyado en el brazo y la mano bajo la barbilla—. Así. Más abierto, ¡más abierto!

La princesa estiró la estrecha abertura, aunque no se creía que ella, la chica mala, estuviera haciendo aquello. Una sutil y lánguida sensación de placer, un eco del éxtasis alcanzado, la amansó aún más y la tranquilizó. Se había separado tanto los labios que casi le dolían.

—Y el clítoris —dijo—, levantadlo.

La pequeña protuberancia le quemó contra el dedo al obedecer.

—Moved el dedo a un lado para que pueda ver —ordenó.

Y así lo hizo, con toda la gracia que pudo.

—Ahora estirad otra vez la entrada y adelantad las caderas.

La princesa obedeció, pero aquel movimiento de caderas la inundó de otra oleada de placer. Era consciente del rubor en su cara, garganta y pechos. Oía sus propios gemidos. Las caderas se elevaban cada vez más, se movían más y más deprisa.

Veía los pezones de sus pechos que se contraían formando pequeños fragmentos de piedra rosada y percibía su propio quejido cada vez más intenso y suplicante.

Aquel deseo que la debilitaba con tal dulzura comenzaría en cualquier momento. En aquel instante notaba cómo sus labios se congestionaban al contacto de los dedos, los fuertes latidos de su clítoris, como si de un pequeño corazón se tratara, y el hormigueo de la carne rosada que lo rodeaba.

El deseo era casi insoportable. Entonces sintió la mano derecha del capitán en su cuello. La atrajo hacia sí, le dio media vuelta y la sentó sobre su regazo, con la cabeza apoyada en el pliegue de su codo, mientras con la mano izquierda apartaba cuanto podía la pierna derecha de la muchacha.

Ella sentía el suave coleto de becerro contra su costado desnudo, la piel de las altas botas bajo las caderas, y veía la cara de él por encima. Aquellos ojos la perforaban. El capitán besó lentamente a Bella, que volvió a agitar las caderas involuntariamente. Se estremeció. Luego él sostuvo algo deslumbrante y hermoso a la luz, obligando a Bella a parpadear. Era la gruesa empuñadura de su daga, con incrustaciones de oro, esmeraldas y rubíes.

El objeto desapareció pero Bella no tardó en sentir el frío metal contra la vagina.

—Oooooh, sí... —gimió al percibir que la empuñadura se deslizaba hacia dentro, mil veces más dura y cruel que el miembro del capitán, de mayor tamaño, al menos eso parecía, y la levantaba presionando su ardiente clítoris.

Casi gritó de deseo, con la cabeza desmayada y la mirada ciega a otra cosa que no fueran los atentos y escrutadores ojos del capitán. Las caderas de Bella ondularon salvajemente contra el regazo de él, mientras el mango de la daga entraba y salía, entraba y salía, hasta que no pudo soportarlo más y el éxtasis volvió a paralizarla y silenciar su boca abierta, desvaneciendo la visión del capitán en un momento de liberación total.

Cuando recuperó la conciencia, sus caderas aún experimentaban aquel temblor salvaje, la vagina profería jadeos silenciosos, pero ahora estaba sentada y el capitán le sostenía la cara entre las manos para besarle los párpados.

—Sois mi esclava —dijo.

Bella asintió.

—Cada vez que venga a la posada, seréis mía. Desde donde os encontréis en ese momento, os acercaréis a mí y besaréis mis botas.

Bella asintió una vez más.

El capitán la puso en pie y, antes de que pudiera darse cuenta, la habían obligado a salir del cuarto con las manos detrás de la nuca, y se encontró bajando por la misma escalera de caracol por la que había subido.

La cabeza le daba vueltas. Él iba a dejarla. No podía soportar la idea. «Oh, no, no, por favor, no os marchéis», se decía llena de desesperación. El capitán le propinó unos azotes fervorosos en el trasero con su gran mano enguantada en fino cuero y la obligó a entrar otra vez en la fresca oscuridad de la posada, donde ya había seis o siete hombres bebiendo.

Bella captó las risas, las charlas, el sonido de la pala que golpeaba en algún rincón del local y de un esclavo que gemía y sollozaba.

Pero no se quedaron allí sino que la obligaron a salir a la plaza que había fuera de la posada.

—Doblad los brazos a la espalda —dijo el capitán—. Marcharéis ante mí levantando las rodillas, con la cabeza erguida.

EL LUGAR DE CASTIGO PÚBLICO

Por un momento, la luz del sol resultó demasiado brillante. Aunque Bella ya tenía bastante con doblar los brazos tras la nuca y marchar levantando las piernas cuanto podía, finalmente vislumbró la plaza cuando empezaron a andar por ella. Distinguió los grupillos de holgazanes y charlatanes que iban de acá para allá, varios jóvenes sentados sobre el amplio reborde del pozo, caballos amarrados a las entradas de las posadas y también esclavos desnudos desperdigados aquí y allá, algunos postrados de rodillas, otros marchando como ella.

El capitán la obligó a girar con otro de sus azotes de amplia trayectoria, no muy fuerte, al tiempo que le estrujaba un poco la nalga derecha para indicarle la dirección a seguir.

Medio dormida, Bella se encontró en una amplia calle llena de tiendas, muy parecida a la callejuela por la que había venido pero, a diferencia de aquélla, ésta estaba repleta de gente muy atareada que compraba, regateaba y discutía.

Volvió a experimentar aquella terrible sensación de normalidad, de que todo esto había sucedido con anterioridad; o como mínimo, le resultaba tan familiar que podría haber ocurrido hacía tiempo. Ver a un esclavo desnudo limpiando un escaparate a cuatro patas le parecía bastante habitual, y otro esclavo con un cesto atado a la espalda, marchando como ella ante una mujer que le arreaba con un bastón, pues sí, eso también le parecía normal. Incluso los esclavos amarrados desnudos a las paredes, con las piernas separadas y los rostros medio adormecidos, parecían lo más natural— ¿Por qué no iban a mofarse de ellos los jóvenes del pueblo al pasar por delante, por qué iban a dejar de dar una palmotada a un pene erecto por aquí o pellizcar un pobre pubis languidecido por allí? Sí, definitivamente era lo más natural.

Incluso la incómoda palpitación de sus senos, los brazos doblados en la nuca obligándola asacar pecho, todo eso parecía bastante lógico, una forma muy adecuada de marchar, pensó Bella. Cuando recibió otro azote cariñoso, marchó con más brío e intentó levantar las rodillas más garbosamente.

Estaban llegando al otro lado del pueblo, al mercado al aire libre donde se arremolinaban cientos de personas alrededor de la elevada plataforma de subastas. De los pequeños establecimientos de comida llegaban aromas deliciosos.

Podía oler incluso los vasos de vino que los jóvenes vendían en los puestos ambulantes, veía los ropajes de la tienda de tejidos que volaban formando largas ondulaciones, las pilas de cestos y cuerdas a la venta, y también los esclavos desnudos que, ocupados en mil tareas, estaban diseminados por toda la plaza.

En una callejuela, un esclavo arrodillado barría vigorosamente el suelo con una pequeña escoba. Otros dos cautivos a cuatro patas, con unos cestos llenos de fruta atados a sus espaldas se apresuraban a salir al trote por una puerta. Una delgada princesa estaba colgada cabeza abajo contra la pared, con el vello púbico reluciente al sol, el rostro enrojecido y bañado en lágrimas y los pies diestramente sujetos a la pared con unas anchas ajorcas bien apretadas.

Pero ya habían llegado a otra plaza, que era una prolongación de la primera, un extraño lugar sin pavimentar, con tierra blanda y revuelta, igual que el sendero para caballos del castillo. El capitán permitió a Bella detenerse y se quedó de pie a su lado con los pulgares sostenidos en el cinturón, echando un vistazo general.

Bella descubrió otra alta plataforma giratoria, como la de la subasta, y sobre ella un esclavo atado al que un hombre estaba dando un cruel castigo mientras hacía girar la plataforma accionando un pedal, igual que el subastador. Cada vez que el esclavo llegaba a la posición adecuada, el hombre alcanzaba con el látigo su trasero desnudo. La pobre víctima era un príncipe de fantástica musculatura, con las manos atadas fuertemente a su espalda y la mandíbula levantada sobre un corto y burdo pilar de madera, lo que permitía que todo el mundo le viera la cara mientras recibía su castigo.

«¿Cómo puede mantener los ojos abiertos? —se preguntó Bella—. ¿Cómo puede soportar mirar al público? » La multitud que rodeaba la tarima chillaba y gritaba como lo había hecho en la subasta celebrada horas antes.

Cuando el torturador alzó su látigo de cuero para indicar a los presentes que el castigo había concluido, el pobre príncipe, con el cuerpo convulsionado, la cara contraída y empapada, recibió una granizada de fruta madura y desperdicios.

El ambiente del lugar era de feria, como en la otra plaza, con los mismos puestos de comida y vendedores de vino. Desde lo alto, cientos de personas miraban, cruzadas de brazos, apoyadas sobre alféizares de ventanas y barandas de balcones.

Pero los azotes en la plataforma giratoria no eran el único castigo. Un poco más lejos, hacia la derecha, de una alta estaca de madera en cuyo extremo superior había una anilla de hierro, colgaban una gran cantidad de largas cintas de cuero que bajaban casi hasta el suelo. Al final de cada cinta había un esclavo amarrado a ella por un ancho collar de cuero que le obligaba a mantener la cabeza muy erguida. Todos ellos marchaban en círculo y, aunque avanzaban lentamente, brincaban haciendo cabriolas alrededor de la estaca, siguiendo los golpes constantes de cuatro asistentes encargados de las palas, que estaban situados en cuatro puntos del círculo como si indicaran los cuatro puntos cardinales. Los pies desnudos de los cautivos habían surcado el suelo dejando un rastro circular. Algunos de ellos tenían las manos atadas a la espalda, otros estaban sujetos a las cintas sin otra ligadura que el collar.

Un grupo disperso de lugareños observaba la marcha y hacía comentarios esporádicos. Bella, perpleja y en silencio, observó cómo desataban a una joven princesa de largo y rizado pelo castaño para devolverla a su amo, que la esperaba y la azotó en los tobillos con una escoba de paja, instándola a ponerse en movimiento.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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