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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (9 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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—Levantad esas rodillas y mantened la cabeza bien alta y echada hacia atrás.

Me estiré inmediatamente, alarmado ante la posibilidad de haber perdido parte de mi dignidad. Mi miembro se irguió, pese a la fatiga que sentía en las pantorrillas. Incomprensiblemente, volví a representarlo en mi mente, aquel joven rostro lampiño, con el reluciente cabello blanco y la túnica de terciopelo de exquisita hechura.

La calle torcía, se estrechaba, se hacía un poco más oscura a medida que los encumbrados tejados se proyectaban sobre nuestras cabezas. Me sonrojé al ver a un joven con una mujer que venían hacia nosotros, resplandecientes, con sus ropas limpias y almidonadas, y que me miraron de arriba abajo. Oí el eco de mi respiración fatigada reverberando en los muros. Un hombre sentado en una banqueta a la puerta de una casa levantó la vista.

El cinto me golpeó de nuevo justo cuando la pareja pasaba a nuestra altura y oí reírse al hombre para sus adentros y murmurar:

—Un esclavo hermoso y fuerte, señor.

Pero, ¿por qué intentaba marchar deprisa y mantener la cabeza alta? ¿Por qué me encontraba otra vez atrapado en la misma angustia de siempre? Bella parecía tan rebelde cuando me hacía aquellas preguntas. Pensé en su sexo ardiente aferrándose a mi verga con audacia. Aquellas imágenes y la voz de mi amo instándome de nuevo a seguir adelante me estaban haciendo enloquecer. —Alto —dijo de pronto y me agarró bruscamente del brazo para que me volviera y le viera de cara. Contemplé de nuevo aquellos grandes y lóbregos ojos azules con las pupilas negras, la larga y delicada boca sin señal alguna de burla o severidad. Calle arriba aparecieron varias formas indefinidas y sentí una pavorosa sensación punzante al darme cuenta de que se detenían para observarnos detenidamente.

—No os habían enseñado a marchar anteriormente, ¿verdad? —me preguntó levantándome tanto la barbilla que gemí y tuve que aplicar toda mi voluntad para no forcejear. No me atrevía a responder—. Pues vais a aprender a marchar ante mí —dijo y me obligó a ponerme de rodillas delante de él en medio de la calle. Tomó mi cara entre ambas manos, aunque continuaba sosteniendo el cinto con la derecha, y luego la empujó hacia arriba.

Me sentí impotente y lleno de vergüenza al verme obligado a levantar la vista. Muy cerca, oí los cuchicheos y risas de unos jóvenes. Mi amo me obligó a adelantarme hasta tocar el bulto de su pene encerrado dentro de los pantalones. Entonces mi boca se abrió y ofrecí mis besos con fervor.

El miembro cobró vida bajo mis labios. Me daba cuenta de que mis propias caderas se movían, aunque intentaba mantenerlas quietas. Todo mi cuerpo temblaba y su verga palpitaba como un corazón latente contra la prenda de seda. Entretanto, los tres observadores se acercaban cada vez más. ¿Por qué obedecemos? ¿No es más fácil obedecer? Estas preguntas me atormentaban.

—Y ahora, arriba, y avanzad deprisa cuando os lo ordene. Levantad esas rodillas —exigió. Yo me levanté y me di la vuelta, al tiempo que el cinturón estallaba contra mis muslos. Los tres jóvenes se apartaron a un lado en cuanto me puse en marcha pero su atención era evidente y me percaté de que eran ordinarios porque llevaban burdas vestimentas. El cinto me alcanzó con golpes sordos. Yo era un príncipe desobediente humillado ante los patanes del pueblo, alguien a quien podían castigar y divertirse.

Estaba empapado por el calor y la confusión, pero aun así dediqué todas mis fuerzas a hacer lo que se me ordenaba, mientras la correa alcanzaba mis pantorrillas y la parte posterior de mis rodillas antes de pasar a zurrar con fuerza la curva inferior de mi trasero.

¿Qué le había dicho a Bella? ¿Que no había venido al pueblo a oponer resistencia? Pero ¿qué pretendía decirle? Era más fácil obedecer. En esos instantes ya sentía la angustia de no haber complacido, y era consciente de que podían recriminarme una vez más delante de estos muchachos vulgares; puede que oyera otra vez aquella voz férrea, en esta ocasión llena de furia.

¿Qué podía calmarme, una palabra amable de aprobación ? Había oído tantas de lord Stefan, mi señor en el castillo, y no obstante le había provocado intencionadamente y le había desobedecido.

A primera hora de la mañana, me había levantado y había salido temerariamente de la alcoba de lord Stefan, echando a correr hasta el extremo más alejado del jardín, donde los pajes acabaron por descubrirme. Les había proporcionado una divertida persecución a través de la espesura de árboles y maleza. y cuando me atraparon, peleé y pataleé hasta que, amordazado y maniatado, me llevaron ante la reina y frente a un Stefan afligido y decepcionado.

Me había condenado a propósito. Sin embargo, en medio de aquel lugar aterrador, con sus correhuelas brutales y juguetonas, me estaba esforzando por permanecer en mi lugar delante de la correa de un nuevo amo. El pelo me cubría la vista. Tenía los ojos desbordados de lágrimas que aún no habían empezado a derramarse, y la serpenteante callejuela con incontables letreros y escaparates resplandecientes se empañaba ante mí.

—Alto —dijo mi amo. Obedecí con gratitud y noté que me rodeaba el brazo con extraña ternura.

Detrás de mí distinguí el sonido de varios pares de pies y un leve estallido de risa masculina. ¡Así que aquellos miserables jovencitos nos habían seguido!

Oí a mi señor que preguntaba:

—¿Por qué observáis con tal interés? —se dirigía a ellos—. ¿No queréis ver la subasta?

—Aún queda mucho por ver, señor —dijo uno de los jóvenes—. Simplemente estábamos admirando a éste, señor, las piernas y la verga de éste.

—¿Pensáis comprar hoy? —les preguntó mi amo.

—No tenemos dinero para comprar, señor.

—Tendremos que contentarnos con las tiendas —añadió una segunda voz.

—Bien, venid aquí —les dijo mi amo. Para horror mío, continuó—: Podéis echar un vistazo a éste antes de que lo haga entrar en casa; es una verdadera belleza. —Me quedé petrificado cuando me obligó a darme media vuelta y mirar de cara al trío. Estaba contento de poder mantener la vista baja, pues así sólo veía sus vulgares botas de cuero amarillento sin curtir y los gastados pantalones grises. Los jóvenes se acercaron aún más.

—Podéis tocarlo si queréis —dijo mi amo, y levantando de nuevo mi rostro me dijo—: Estiraos y agarraos bien al puntal de hierro que hay encima, en el muro.

Sentí el contacto del puntal que sobresalía antes incluso de verlo. Era lo bastante alto como para obligarme a ponerme de puntillas.

Mi amo retrocedió unos pasos y se cruzó de brazos, con el cinto reluciente colgando a un lado.

Vi las manos de los jóvenes que se acercaban rodeándome, noté el inevitable apretón en mis nalgas inflamadas antes de que levantaran mis testículos y los apretaran ligeramente. La carne colgante cobró vida, con sensaciones, hormigueos y estremecimientos. Me retorcí casi incapaz de permanecer quieto, ofendido por las inmediatas risas que resonaron en la calle. Uno de los jóvenes golpeó mi órgano para que se agitara bruscamente.

—¡Mirad eso, duro como la piedra! —dijo dándome un nuevo golpe mientras su compañero sopesaba mis testículos, manipulándolos ligeramente.

Hice un esfuerzo para tragarme el enorme nudo que tenía en la garganta y dejar de temblar. Sentí que me vaciaba de toda razón. Recordaba aquellas salas espléndidas del castillo dedicadas exclusivamente al placer, con los esclavos acicalados tan primorosamente como esculturas. Naturalmente, allí también me habían manoseado. Meses atrás también lo hicieron los soldados del campamento cuando me llevaban al castillo. Pero ésta era una ordinaria calle empedrada, como las de cientos de ciudades que conocía, y yo había dejado de ser un príncipe que la recorría sobre una preciosa montura; ahora era un esclavo desnudo e indefenso al que examinaban tres jóvenes justo delante de las tiendas y las casas de huéspedes.

El pequeño grupo se adelantaba y retrocedía, uno de los jóvenes me apretaba las nalgas mientras preguntaba si podía ver mi ano.

—Por supuesto —dijo el amo.

Sentí que se me iban las fuerzas. Inmediatamente me separaron las nalgas de una patada, como en la plataforma de subastas, y noté un duro pulgar que se metía dentro de mí. Intenté ahogar un quejido y casi solté el puntal.

—Zurradle con la correa si os apetece —dijo el señor. Vi cómo se la tendía justo antes de sentir que me torcían a un lado para golpearme fieramente. Dos de los jóvenes todavía jugueteaban con mi pene y mis testículos, tiraban del vello y de la piel del escroto y lo meneaban con rudeza. Pero yo me estremecía con cada azote doloroso que marcaba mi espalda. No pude evitar volver a gemir en voz alta, ya que la punzante correa en manos de aquel joven me azuzaba más fuerte que cuando la manejaba mi amo. Cuando los entrometidos dedos tocaron la punta de mi miembro erecto, me estiré desesperadamente hacia atrás intentando contenerme. ¿Qué sucedería si eyaculaba en las manos de estos jóvenes zoquetes? No soportaba la idea. Aun así, mi verga continuaba púrpura y durísima como el hierro a causa del tormento.

—¿Qué os han parecido estos azotes? —preguntó el que estaba a mi espalda, que me cogió la cara desde atrás y tiró de mi barbilla hacia él con violencia—. ¿Son tan buenos como los propinados por vuestro amo?

—Ya habéis tenido bastante entretenimiento —dijo el señor. Se adelantó para coger la correa de cuero y aceptó los agradecimientos con un ademán, mientras yo seguía temblando.

Aquello no había hecho más que empezar.

¿Qué vendría a continuación? ¿y qué le había sucedido a Bella?

Por la calle pasaba más gente. Me pareció oír el clamor distante de una muchedumbre, con un débil toque inconfundible de trompeta. Mi amo me observaba atentamente y yo bajé la mirada al sentir los espasmos de pasión de mi pene, mientras mis nalgas se apretaban y se aflojaban involuntariamente.

Mi señor alzó la mano hasta mi cara. Me pasó los dedos por la mejilla y apartó varios mechones de cabello. Vi cómo caía la luz polvorienta del sol sobre la gran hebilla de bronce del cinturón y el anillo de la mano izquierda con la que sostenía la gruesa correa. Al sentir el tacto sedoso de sus dedos, mi miembro se irguió con sacudidas incontrolables e ignominiosas.

—Entrad en la casa, a cuatro patas —dijo con suavidad. Abrió la puerta que quedaba a mi izquierda—. Siempre entraréis de este modo, sin necesidad de que nadie os lo ordene.

Me encontré sobre un suelo cuidadosamente pulido, moviéndome en silencio entre pequeñas habitaciones comprimidas; por lo visto se trataba de una mansión a pequeña escala, una espléndida casa particular del pueblo, para ser exactos, con una inmaculada escalera de pequeñas dimensiones y espadas cruzadas encima de la pequeña chimenea.

Aunque el lugar estaba sombrío, no tardé en distinguir los soberbios cuadros que decoraban

las paredes, que reflejaban a nobles y damas en sus pasatiempos cortesanos, con cientos de esclavos desnudos forzados a realizar miles de tareas y adoptar distintas posiciones. Pasamos junto a un pequeño guardarropa profusamente tallado y sillas de alto respaldo. Luego el pasillo se estrechó y las paredes se cerraron en torno a mí.

En este lugar me sentía enorme y vulgar, más animal que humano, andando a rastras por este pequeño mundo de rico ciudadano; desde luego no me sentía príncipe, más bien una primitiva bestia domesticada. Mi figura reflejada en un delicado espejo del corredor me provocó una repentina inquietud que tuve que soportar en silencio.

—Al fondo, por esa puerta —me ordenó mi amo, y entré a una alcoba posterior en la que había una pulcra mujercita del pueblo con una escoba en la mano, obviamente una doncella, que se hizo a un lado cuando pasé junto a ella.

Era consciente de que mi rostro estaba desfigurado por el esfuerzo y, de repente, comprendí cuál era en realidad el terror del pueblo.

Consistía en que aquí éramos auténticos esclavos. Nada de juguetes en un palacio del placer, como los cautivos de los cuadros de las paredes, sino verdaderos esclavos desnudos en un mundo real, que íbamos a sufrir a cada paso, víctimas de gente ordinaria en sus momentos de ocio o en sus faenas. Sentí que la agitación crecía en mi interior a la par que el sonido de mi respiración fatigada.

Pero estábamos en otra habitación.

Avanzaba sobre la suave alfombra de esta nueva sala iluminada por lámparas de aceite cuando recibí la orden de detenerme, lo cual hice sin tan siquiera cambiar de postura por miedo a ser censurado.

Al principio, lo único que vi fueron libros relucientes bajo el brillo de las lámparas. Paredes enteras de libros; al parecer, todos encuadernados en delicado cuero y decorados en oro; el tesoro de un rey en libros, sin duda. Había lámparas de aceite distribuidas por toda la habitación, dispuestas sobre elevados pies y también en un gran escritorio de roble en el que estaban esparcidas varias hojas de pergamino. Las plumas de escribir descansaban en un mismo soporte de bronce. También había tinteros. y por encima de las estanterías, distinguí el destello de más cuadros colgados en lo alto.

Luego, por el rabillo del ojo divisé una cama instalada en un extremo de la habitación.

Pero lo más sorprendente, aparte de la incalculable riqueza bibliográfica, era la figura imprecisa de una mujer que lentamente se materializó en mi visión. Estaba escribiendo sentada a la mesa.

No conocía muchas mujeres que leyeran y escribieran, sólo unas pocas grandes damas de la corte. En el castillo, eran muchos los príncipes y princesas que ni tan siquiera eran capaces de leer los rótulos de castigo que les colgaban al cuello cuando eran desobedientes. Pero esta dama estaba escribiendo bastante deprisa. Alzó la vista y me atrapó mirándola, sin darme tiempo a bajar los ojos servilmente. Entonces se levantó y vi que sus faldones en movimiento se plantaban ante mí. Parecía una mujer menuda, con muñecas delicadas y largas manos graciosas parecidas a las del amo. Aunque no me aventuré a levantar la vista, me había percatado de que tenía el pelo castaño oscuro, peinado con raya en medio y suelto sobre la espalda formando ondas. Llevaba un vestido color borgoña oscuro, tan suntuoso como el del hombre, pero se había puesto un mandil azul oscuro para protegerse y además tenía los dedos manchados de tinta, lo que le daba un aspecto interesante. Me inspiró temor. Tenía miedo de ella y del hombre que continuaba callado a mi espalda, de la pequeña y silenciosa habitación y de mi propia desnudez.

—Permitid que le eche una ojeada —dijo la mujer. Su agradable voz, modulada como la de mi amo, resultaba débilmente resonante. Puso sus manos bajo mi barbilla y me instó a incorporarme sobre las rodillas. Rozó mi mejilla humedecida con su pulgar, lo que provocó un intenso sonrojo por mi parte. Bajé la vista, naturalmente, pero me había dado tiempo a ver sus altos y prominentes pechos, la fina garganta y un rostro que recordaba en cierta forma al de un hombre, no en los rasgos físicos sino en su serenidad e impenetrabilidad.

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