—¿Y tú quieres, gilipollas? —preguntó, con voz sorda, el pelirrojo a la eslovaca.
Irène crispó la mano en el brazo de Zuzka. Esta calló, consciente del peligro.
—¿Te has quedado sin lengua? ¿O es que solo la usas para insultar a la gente y para tocar las pelotas?
Unos compases de música llegaron desde una de las tabernas. Ziegler pensó que, aunque gritaran, nadie las iba a oír.
—Pues sí que estás buena para ser lesbiana —dijo el pelirrojo, recorriendo con la mirada el cuerpo de la eslovaca.
Ziegler observó a los otros dos, que permanecían inmóviles, a la expectativa. Eran de los que siguen la corriente, o tal vez estaban demasiado borrachos para reaccionar. ¿Cuántas horas llevarían bebiendo? Considerando inútil demorarse en tales interrogantes, volvió a centrar la atención en el cabecilla. Era un inglés un poco entrado en carnes, feo, con un mechón de pelo que caía sobre sus ojos, unas gruesas gafas y una larga nariz puntiaguda que le daba un aire de ratón. Llevaba un pantalón corto blanco y una ridícula camiseta del Manchester United.
—Igual podrías variar de menú por una vez. ¿Ya se la has chupado a un tío, guapa?
Zuzka no reaccionó.
—¡Eh, que te estoy hablando!
Irène, por su parte, ya había comprendido que aquello no iba a parar. Evaluó en silencio la situación. Los otros dos eran mucho más altos y corpulentos, pero parecían más bien lentos y pesados, y si llevaban varias horas bebiendo, debían de haber perdido reflejos. Su conclusión fue, de entrada, que el idiota del mechón era el más peligroso.
Lamentando haber dejado su spray lacrimógeno en el hotel, se preguntó si tenía algún objeto cortante, como un cuchillo o un cúter en el bolsillo.
—Déjala tranquila —dijo para desviar su atención de Zuzka. Cuando el inglés se volvió hacia ella, vio un destello de furor en sus ojos. El alcohol velaba, sin embargo, su mirada. Tanto mejor.
—¿Qué has dicho?
—Que nos dejes tranquilas —repitió, en un inglés aproximativo, Ziegler.
Tenía que atraerlo más cerca de ella.
—¡Cierra el pico, gilipollas! No te metas.
—
Fuck you, bastard
—replicó.
La cara del inglés se deformó de manera casi cómica mientras abría la boca. En otras circunstancias, su mueca habría sido para partirse de risa.
—¿Qué has dicho?
La voz del pelirrojo silbaba como una serpiente. Temblaba de ira.
—
Fuck you
—repitió, elevando la voz.
Vio que los otros dos se movían y en su cabeza se encendió una señal de alarma. Cuidado: quizá no estaban tan borrachos como parecían. En todo caso, había notado que la situación estaba tomando otro giro.
El gordo bajito también se puso en movimiento, avanzando un paso hacia ella. Sin saberlo, acababa de entrar en su zona. «Haz un gesto —pensó, con tanta intensidad que creyó haberlo dicho en voz alta—. Haz un gesto…».
El individuo levantó una mano para golpearla. A pesar del alcohol y de su sobrepeso, era rápido. Además, contaba con el efecto sorpresa. Aquello le habría dado sin duda resultado con cualquier otra, pero no con ella. Irène lo esquivó fácilmente y lanzó un puntapié hacia la parte más vulnerable de todo representante del sexo masculino. ¡Bingo, le acertó de pleno! El pelirrojo dio un grito y cayó de rodillas en la negra arena. Irène vio que uno de los otros dos se abalanzaba hacia ella, e iba a ocuparse de él cuando Zuzka le vació su spray lacrimógeno en la cara. El segundo inglés soltó un alarido y se dobló de dolor, con las manos en la cara. El tercero dudaba en implicarse, calibrando la situación. Ziegler aprovechó para desviar la atención hacia el primero, que ya se estaba levantando. Sin esperar a que estuviera de pie, lo cogió por la muñeca y efectuó un movimiento de rotación que había aprendido en la escuela de gendarmería, hasta torcerle el brazo en la espalda. No se conformó con ello, consciente de que si les dejaba recuperarse, tenían las de perder. Sin detener el impulso, lo torció hasta el momento en que sonó el crujido de un hueso. El pelirrojo emitió un rugido de fiera herida.
—¡Me ha roto el brazo! ¡Esta bollera me ha roto el brazo, hostia! —gimoteó, cogiéndose el brazo lastimado.
Ziegler percibió un movimiento a su derecha. Se volvió justo a tiempo para ver un puño que acudía a su encuentro. El impacto le echó la cabeza atrás y, durante un instante, tuvo la impresión de que se la hundían bajo el agua. El tercero en discordia se había puesto en acción. Cayó en la arena, aturdida, y enseguida recibió una patada en las costillas. Rodó hacia un costado para amortiguar el choque.
Esperaba recibir más golpes, pero extrañamente, no hubo más. Cuando levantó la cabeza, vio que Zuzka había saltado sobre la espalda del tercero y se aferraba a ella. Con una breve ojeada, Irène vio que el segundo empezaba a recobrarse, aunque aún pestañeaba y le lloraban los ojos. Entonces se enderezó y se apresuró a socorrer a su compañera, descargando un puñetazo en el plexo solar de su adversario. El individuo dobló las rodillas, sin resuello. Zuzka lo empujó contra la arena para desprenderse de él y poder ponerse de pie.
El bajito, que no había renunciado del todo, se precipitó contra Ziegler. Esa vez, empuñaba un cuchillo en la mano del brazo ileso. Ella vio el momentáneo destello de la hoja y lo esquivó sin problema. Luego cogió al inglés por el brazo roto y estiró.
—¡Ahhhhhh! —chilló este, cayendo por segunda vez de rodillas.
Lo soltó y cogió a Zuzka de la mano.
—¡Venga, larguémonos!
Huyeron corriendo a toda velocidad hacia las luces, la música y la moto que habían dejado aparcada cerca de las tabernas.
★ ★ ★
—Se te va a poner el ojo a la virulé —dijo Zuzka, acariciándole el arco de la ceja.
Ziegler se examinó en el espejo del cuarto de baño. Le estaba saliendo un chichón que viraba del amarillo mostaza al violeta y el contorno del ojo había comenzado a adoptar los colores del arco iris.
—Justo lo que faltaba para volver a empezar a trabajar.
—Levanta el brazo izquierdo —indicó Zuzka.
Obedeció con una mueca de dolor.
—¿Te duele ahí?
—¡Ay!
—A lo mejor te has roto una costilla —aventuró la eslovaca.
—Que no.
—En todo caso, en cuanto lleguemos vas a ver a un médico.
Ziegler asintió con la cabeza mientras se ponía trabajosamente la blusa. Volvieron a la habitación. Zuzka fue a la nevera y sacó dos botellines de vodka Absolut y dos botellas de zumo de fruta.
—En vista de que por estos pagos no se puede salir sin que te ataquen unos gamberros, vamos a beber aquí. Eso te calmará el dolor. La que esté menos borracha, que lleve a la otra a la cama.
—Trato hecho.
★ ★ ★
El teléfono lo despertó. Se había adormilado en el sofá, con la ventana abierta. Durante una fracción de segundo creyó que era el ruido de la lluvia lo que lo había despertado. Luego el aparato volvió a sonar. Incorporándose, tendió el brazo hacia la mesa donde el móvil zumbaba y vibraba como un maléfico insecto, junto a un vaso donde quedaba un fondo de Glenmorangie.
—Servaz.
—¿Martin? Soy yo… ¿te despierto?
La voz de Marianne… Una voz extenuada, la voz de alguien que está al borde de un ataque de nervios y que además ha bebido.
—Han puesto a Hugo en prisión preventiva. ¿Estás enterado?
—Sí.
—¿Entonces por qué demonios no me has llamado? —preguntó con patente rabia.
—Iba a hacerlo, Marianne… te lo aseguro… y luego… me he olvidado…
—¿Olvidado? ¡Joder, Martin, meten a mi hijo en la cárcel y a ti se te olvida avisarme!
No era del todo cierto. Había querido llamar, pero había estado dudando un buen rato y al final se había dormido de agotamiento.
—Oye, Marianne, yo… yo no creo que sea él… Yo… Debes confiar en mí. Voy a descubrir al culpable.
—¿Confiar en ti? Ya no sé ni dónde tengo la cabeza… Me hago un lío de tanto pensar, me vuelvo majara imaginando a Hugo de noche en esa cárcel. La idea me vuelve loca y tú… tú te olvidas de llamarme, no me dices nada, haces como si no ocurriera nada… ¡y dejas que el juez envíe a mi hijo a la cárcel mientras que a mí me dices que lo crees inocente! ¿Y quieres que confíe en ti?
Le dieron ganas de replicar algo, de defenderse, pero sabía que sería un error. No era el momento. Había un momento idóneo para la discusión, para las justificaciones… y otro para el silencio. En otras ocasiones había cometido el error de quererse justificar, de querer imponer su punto de vista a toda costa, de tener la última palabra, y sabía que no daba resultado. Nunca daba resultado. Había aprendido, de modo que optó por callar.
—¿Me estás escuchando?
—Eso es lo que hago.
—Buenas noches, Martin.
Le colgó.
El lunes por la mañana, Servaz tenía cita en el depósito de cadáveres para informarse del resultado de la autopsia. Caminó por largos, frescos y sonoros pasillos de vidrios traslúcidos impregnados de olor a detergente. Detrás de una puerta sonó una carcajada y después, el silencio. Se encontró de nuevo consigo mismo mientras bajaba hacia el subsuelo.
Un niño bailaba y corría alrededor de su madre en su recuerdo. Bailaba y reía bajo los rayos de sol. Su madre reía también.
Ahuyentando el recuerdo, traspasó las puertas batientes.
—Buenos días, comandante —lo saludó Delmas.
Servaz lanzó una ojeada hacia la gran mesa elevadora en la que reposaba el cadáver. Desde su perspectiva, veía el bonito perfil de Claire Diemar. Lo malo era que la caja craneal estaba serrada con toda meticulosidad y que distinguía la masa gris de su cerebro, que relucía bajo la luz de los fluorescentes. Lo mismo ocurría con el torso, hendido en forma de Y, bajo el que afloraban las vísceras rosadas en la superficie del abdomen. En un escurridero había unas muestras guardadas en tubos herméticos. Lo demás había ido a parar a un cubo de basura destinado a restos anatómicos.
Servaz pensó en su madre, que había corrido la misma suerte, y desvió la mirada.
—Bueno —dijo el hombrecillo de tez rosada y ojos azul claro—, ¿quiere saber si murió en la bañera? De entrada le diré que los casos de muerte por ahogamiento son complicados y, cuando se trata de un ahogamiento en una bañera, aún es peor.
Servaz lo interrogó con la mirada.
—Las diatomeas son unas algas muy abundantes en los ríos, los lagos y los océanos —explicó Delmas—. Cuando se inhala el agua, se difunden por todo el organismo. Hasta la fecha, son el mejor indicador de ahogamiento vital que se conoce. El problema está en que el agua de los conductos urbanos es muy pobre en diatomeas, ¿entiende? —El forense se quitó los guantes y, arrojándolos a un cubo, se acercó al dispensador de desinfectante—. Además, las huellas dejadas por los golpes en el cuerpo son difíciles de interpretar a causa de la inmersión. Por suerte, no permaneció mucho tiempo en el agua.
—¿Hay huellas de golpes? —preguntó Servaz.
Delmas realizó un gesto para indicar su propia nuca, con sus rosadas y gordezuelas manos llenas de jabón bactericida.
—Un hematoma a la altura del parietal y un edema cerebral, a consecuencia de un violento golpe descargado con un objeto pesado. Yo diría que el pronóstico vital podría haber peligrado a partir de ese momento, pero creo que murió ahogada.
—¿Lo cree tan solo?
El forense se encogió de hombros.
—Ya le he dicho que el diagnóstico nunca es fácil en caso de ahogamiento. Los análisis nos aportarán quizás alguna información más, como el estroncio sanguíneo, por ejemplo. Si la concentración es muy distinta de la concentración habitual en la sangre y muy próxima a la del agua en la que se la ha encontrado, se sabrá casi con certeza que murió en el momento de la inmersión en esa dichosa bañera…
—Ah.
—Lo mismo ocurre con las livideces cadavéricas. La inmersión ha retrasado su formación. Y por otra parte, el análisis histiológico no ha revelado gran cosa… —añadió el forense con contrariedad.
—¿Y la linterna? —inquirió Servaz.
—¿Cómo la linterna?
—¿Qué piensa al respecto?
—Nada. La interpretación es un trabajo suyo. Yo me limito a los hechos. En cualquier caso, es seguro que vivió momentos de pánico, que forcejeó tanto que las ligaduras le dejaron unas marcas muy profundas en la carne. La cuestión que queda por descifrar es en qué momento lo hizo. Eso excluye casi del todo la hipótesis del golpe mortal en el cráneo…
Servaz comenzaba a cansarse de las precauciones oratorias del forense. Le constaba que Delmas era una persona competente, y precisamente porque lo era, demostraba aquella extrema prudencia.
—Me gustaría una conclusión un poco más…
—¿Precisa? La tendrá cuando se hayan efectuado los análisis. Mientras tanto, yo diría que existe un noventa y cinco por ciento de posibilidades de que la hubieran metido viva en esa bañera y que hubiera muerto ahogada allí. No está mal, ¿no? Teniendo en cuenta las circunstancias…
Servaz pensaba en el pánico experimentado por la joven, en la explosión de miedo que debió de sentir en el pecho a medida que subía el agua, en esa horrible sensación de ahogo que él mismo había vivido aquel día de diciembre en que había estado a punto de morir asfixiado por una bolsa de plástico. También pensaba en la insensibilidad de la persona que la había mirado morir de esa forma. El forense tenía razón: la labor de interpretación le correspondía realizarla a él. Su intuición le decía que no se hallaban ante un asesino cualquiera.
—¿Ha leído el periódico? —preguntó Delmas.
Servaz lo miró con circunspección. Todavía guardaba la memoria del artículo leído en la habitación de Elvis. El forense cogió
La Dépêche
y se lo tendió.
—Seguro que le va a gustar. Página 5.
Servaz pasó las páginas tragando saliva. No tuvo que buscar mucho. La noticia venía con grandes titulares: Hirtmann escribe a la policía. ¡Por todos los diablos! El artículo, que ocupaba solo unas cuantas líneas, aludía a un
e-mail
enviado «al comandante Servaz de la policía judicial» por alguien que se presentaba como Julian Hirtmann. «Según una fuente judicial, aún no ha sido posible esclarecer si se trata del asesino suizo o de un impostor…». El autor del artículo repetía, al igual que el precedente, que el comandante Servaz era «el mismo que se había encargado de la investigación de los asesinatos de Saint-Martin en el invierno del 2008-2009». Servaz no se lo podía creer. Estaba invadido por la cólera.