La observaba con el calmado aplomo del predador para quien el tiempo corre a su favor. Tenía razón. La sangre circulaba con dificultad por el hombro aplastado bajo su peso y la mano con la que empuñaba el arma en la espalda estaba aquejada de pequeños temblores. Pronto el temblor se intensificaría hasta impedirle apuntar bien, mientras que él, por su lado, se habría recuperado lo bastante como para abalanzarse sobre ella.
—Tienes razón, sí señor —declaró, sonriendo.
Él la miró, sorprendido. Un segundo después, la bala surgió, provocándole un alarido cuando estalló en su rodilla y le pulverizó la rótula.
—¡Estás chalada, hostia! —gritó, retorciéndose de dolor mientras se cogía la pierna con las dos manos—. Habrías podido… ¡habrías podido matarme, mierda!
—Exacto —contestó—. En esta postura, he tirado a ojo de buen cubero, como puedes comprender. Habría podido darte en cualquier sitio… En la barriga, en el pecho, en la cabeza… ¿Quién sabe dónde irá a parar la próxima bala?
Vio cómo palidecía. Sin prestarle más atención, tendió los dos brazos esposados hacia atrás formando un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación a su espalda y, con el arma elevada a unos cuarenta centímetros del suelo, apoyó el dedo en el gatillo, tirando a ciegas a través de la pequeña habitación que quedaba detrás de ella, en dirección a la ventana en la que había reparado al pasar. Con una ensordecedora explosión, la bala salió silbando y rebotó como una pelota de
squash
en las paredes del pasillo. Luego oyó cómo, tras ella, estallaban los cristales del exiguo cuarto. Entre el zumbido de los oídos, le pareció percibir gritos llegados de la calle.
—Creo que esta vez no va a tardar en llegar la caballería —anunció, satisfecha.
★ ★ ★
Otra idea tomó forma, de manera evidente, espontánea y terrorífica: si estaba en lo cierto, también él corría peligro. Estaba expuesto en ese mismo momento, allí, en ese hospital, porque al contrario de lo que creía, el asesino sabía dónde podía encontrarlo. Sabía que era más vulnerable que nunca. Sabía que aquella era una ocasión única.
Servaz pensó con angustia que probablemente ya se encaminaba hacia allí.
Sentado en el borde de la cama, sentía cómo el terror se adueñaba de él. No podía perder ni un minuto. Tenía que escapar de allí rápidamente, meterse en algún sitio. Se palpó la ropa. Llevaba una especie de pijama ligero de algodón. Una vez más, buscó a tientas el timbre y apretó. Nada.
«¡Cabrones!».
Paseó instintivamente la mirada en torno a sí, pese a que no veía nada, y se levantó con las manos tendidas hacia delante. Palpó las paredes. Bajo los dedos notó una granulosa superficie y un caos de tubos, hasta que al final localizó una silla situada cerca de la cabecera de la cama encima de la que había una bolsa grande de plástico. Metió la mano en ella. Su ropa… Se apresuró a quitarse el pantalón del pijama y a ponerse los vaqueros; tras recuperar el móvil de la mesita y guardarlo en el bolsillo, se calzó. Después, sin siquiera atarse los cordones, se dirigió al lugar donde esperaba encontrar la puerta.
La abrió. Era muy extraño aquel silencio que reinaba en el pasillo. ¿Dónde debía de haberse metido el personal? Entonces en su cerebro se encendió una luz. Era por el fútbol. Seguro que había otros partidos aparte de los de la selección de Francia dignos de interés. O eso, o los habían llamado para atender una urgencia en otro piso. Era posible, con la plaga general de falta de personal y falta de presupuesto que había. Se hacía tarde y el personal de día había regresado a su casa. Atenazado por la angustia, volvió la cabeza a uno y otro lado. De repente se sintió muy desprotegido, muy indefenso en medio de aquel pasillo desierto.
Con los cinco sentidos en alerta, alargó los brazos ante sí hasta tocar la pared de enfrente. Tenía la misma granulosa superficie que en la habitación. Resolviendo seguirla, optó por alejarse de manera arbitraria por la izquierda. En un momento u otro encontraría a alguien. Estuvo a punto de tropezar con un carro colocado junto a la pared y tras rodearlo, reanudó el avance, sin despegar las manos del muro. Palpó unos tubos, papeles sujetos a un panel de corcho, una caja con una llave y una cadenilla… de una alarma de incendios, tal vez… Por un instante, se planteó hacer girar la llave. Después llegó a una esquina. La dobló y se soltó.
—¿Hay alguien? ¡Ayúdenme, por favor!
Nadie, constató con una opresión en el pecho. Un sudor frío le recorría la espalda, bajo la camisa de hospital que llevaba sobre los vaqueros. Continuó a tientas, bordeando la pared. De repente, se quedó inmóvil. Sus dedos acababan de encontrar un reborde metálico, un botón… «¡Un ascensor!». Con mano trémula, se apresuró a apretar el voluminoso botón cuadrado y enseguida percibió un
ping
que sonó a modo de respuesta. Luego captó el ruido de la cabina que se ponía en marcha. Las puertas se abrieron al cabo de unos segundos. Dio un paso hacia el interior cuando alguien lo llamó desde atrás.
—¡Eh! ¿Adonde va así?
Oyó cómo el hombre entraba también en el ascensor y luego se cerraban las puertas.
—¿A qué piso? —preguntó la voz a su lado.
—La planta baja —respondió—. ¿Es usted un miembro del personal?
—Sí. ¿Y usted quién es? ¿Cómo es posible que haya llegado hasta aquí en ese estado?
Percibiendo el tono de sospecha de la pregunta, titubeó un instante antes de responder.
—Escuche. No tengo tiempo para explicárselo, pero tiene que hacerme un favor. Llame a la policía.
—¿Cómo?
—Tengo que salir de aquí, con urgencia. Lléveme a la gendarmería.
Adivinó que el hombre lo observaba atentamente, presa de confusión.
—Si empezara por el principio, diciéndome quién es…
—Es un poco complicado… Soy… soy…
Las puertas se abrieron. Una melosa voz femenina grabada anunció: «Planta baja / recepción / cafetería / prensa». Dio un paso hacia fuera y al percibir el leve eco de las voces que sonaban un poco más lejos, dedujo que se encontraban en un vasto espacio, probablemente el vestíbulo del hospital. Se puso en marcha.
—¡Eh, eh, despacio! —exclamó el hombre desde atrás—. ¡No tan deprisa! ¿Adonde pretende ir así?
—Ya se lo he dicho —respondió, deteniéndose—. No puedo quedarme aquí.
—¿Ah, no? ¿Y se puede saber por qué?
—No tengo tiempo. Escuche, yo soy policía y…
—¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso? Está en un hospital y se encuentra bajo nuestra responsabilidad. ¿No ha visto en qué estado está? ¡No puedo dejarlo salir así! Es incapaz de…
—Por eso le pido que me ayude.
—¿A qué?
—¡A salir de aquí! Que me acompañe a la gendarmería. Ya se lo he dicho… ¡Hay que darse prisa, por Dios!
Se hizo el silencio. El hombre debía de pensar que estaba chalado. Servaz aguzó el oído, al acecho, tratando en vano de identificar las voces y los sonidos circundantes, de identificar una posible amenaza. La presencia del hombre a su lado le producía un efecto tranquilizador, con todo.
—¿En ese estado y con esa ropa? ¡Está delirando, hombre! ¿No ha visto el tiempo? ¡Está lloviendo a cántaros! Explíqueme por qué tiene tanto afán por ir a la gendarmería… Quizá podríamos llamarlos desde aquí, ¿no? ¿Y si llamáramos al personal de su planta para hablar tranquilamente con ellos?
—Si se lo digo no me va a creer.
—Pruebe, de todas maneras.
—Creo que alguien intenta matarme. Temo que venga hasta aquí.
A medida que la pronunciaba, adquirió conciencia de que la frase no haría más que acentuar las dudas sobre su salud mental. No se encontraba, sin embargo, en condiciones para pensar con serenidad. El calmante que le habían administrado lo aturdía. Se sentía agotado, desorientado por la ceguera, cada vez más atontado. Su explicación produjo un nuevo lapso de silencio.
—Efectivamente —confirmó, con escepticismo, el hombre—. Me cuesta creerlo. ¿De verdad quiere que me trague semejante historia?
De pronto, reconoció la voz. Era la del joven que había abierto hacía un rato la puerta de su habitación, en presencia de Espérandieu, y que la había vuelto a cerrar enseguida, disculpándose.
—Usted ha venido a mi habitación —declaró.
—Así es.
—Había otro hombre conmigo, ¿se acuerda?
—Sí.
—Era un policía como yo. ¿Qué cree que hacía allí?
Mientras el joven se tomaba un momento para pensar, aprovechó para introducir la mano en el bolsillo del vaquero.
—Tenga, cójalo. Es mi teléfono. Hay un nombre en la lista de contactos: Vincent. Es teniente de policía. ¡Llámelo! ¡Enseguida! Dígale lo que acabo de decirle. Y pásemelo. ¡Rápido! ¡Dése prisa, por el amor de Dios!
Cerca de ellos pasaron varias personas charlando y después se alejaron. Una sirena de ambulancia ululó un instante afuera. El hombre le cogió el teléfono de las manos.
—¿Su código pin?
Servaz se lo dio y esperó. A su alrededor sonaban pasos y voces, y no había manera de saber de quién provenían. Luchaba contra las brumas que se desplegaban en su cerebro.
—¿Cuál es su apellido?
—¿Eh?
—¡El del teniente! ¿Cómo se llama?
—¡Espérandieu!
—¿Y usted?
—¡Servaz!
—Querría hablar con el teniente Espérandieu —dijo el joven por el teléfono—. De parte de…
Escuchó cómo exponía a grandes trazos la situación a Vincent y después le hacía unas preguntas. A medida que iba recibiendo las respuestas, la tensión se hacía más ostensible en su voz.
—De acuerdo, ahora se lo llevo —anunció por fin antes de coger a Servaz del brazo—. Vamos. ¡Joder, qué cosas! —Servaz percibía ya claramente el pánico en su voz.
—Le he dicho que me lo pasara.
—¡Más tarde! Ahora tenemos que largarnos de aquí a toda prisa. ¡Si usted corre peligro, yo también! ¡Nos vamos a la gendarmería! ¿No tendrá algún arma?
Buena pregunta. ¿Qué había sido de la suya? Recordó que la había dejado en la guantera, antes de sumergirse en el lago.
—No —dijo—. De todas maneras, no sabría utilizarla.
No bien traspasaron las puertas del hospital, quedaron rodeados por el furor de la tormenta, todavía al abrigo de la marquesina. Percibió un olor y un sabor a ozono en el aire mientras en el cielo sonaba un restallido atronador. El joven lo cogió por el brazo y atravesaron a grandes zancadas el párking, bajo la lluvia torrencial. Servaz quedó empapado de inmediato. La lluvia le mojaba el cabello y le bajaba por la nuca y el cuello de la camisa de hospital. El agua le caló los zapatos y se coló entre los dedos de los pies. Con un estremecimiento, escuchó un nuevo trueno que desgarró la noche.
Luego oyó que el joven abría la puerta de un coche.
—¡Suba!
Se dejó caer, chorreando, en el asiento del acompañante y le entró una risa nerviosa cuando se dio cuenta de que, obedeciendo a un impulso reflejo, buscaba la hebilla del cinturón de seguridad.
—¿Qué le hace reír? —preguntó el joven mientras se apresuraba a poner el contacto.
Omitió responder. Su vecino accionó el limpiaparabrisas a velocidad máxima y arrancaron a toda prisa. Sintiendo que el coche se inclinaba y los neumáticos chirriaban cuando tomaron una cerrada curva para salir del párking, se dijo que casi era mejor que no viera nada, a fin de cuentas.
—Creo que le hemos dado esquinazo —dijo, bromeando—. Tampoco estamos obligados a ir tan deprisa…
—¿No le gusta la velocidad?
—No mucho.
Abordaron la rotonda siguiente al mismo ritmo infernal y Servaz se golpeó la cabeza contra el vidrio.
—¡Reduzca, hostia!
—Póngase el cinturón —le ordenó concisamente su vecino.
Oía el ruido del agua que rebotaba contra el suelo del coche, el de los chorros que levantaban a su paso y el cielo, que temblaba con la violencia de los rayos. Aquello era una auténtica tempestad. Por todas partes resonaban los ecos de los truenos, en tres dimensiones, como si llevara un casco estéreo en los oídos. Se sentía aliviado e inquieto a la vez. Un trueno más potente que los otros le provocó un sobresalto.
—Qué tiempo más magnífico, ¿eh?
A Servaz le pareció un poco extraño el comentario, teniendo en cuenta la situación. La voz del joven tenía algo… desde el principio… unas entonaciones curiosas… Ahora se daba cuenta. Desde el primer momento, cuando había abierto la puerta de la habitación y había oído su voz, desde la cama, había despertado un eco en él. No porque le resultara familiar, pero igualmente le parecía como si la hubiera oído ya… al menos una vez.
—¿Trabaja desde hace mucho en ese hospital?
La respuesta se hizo esperar.
—No.
—¿Y qué hace exactamente?
—¿Eh? De auxiliar…
—¿No deberíamos haber avisado a sus superiores?
—¡Haberlo dicho! Usted y su ayudante me dicen que hay prisa, que no hay un minuto que perder y ahora…
—Sí, pero de todas formas, marcharse así sin más con un paciente sin avisar a nadie… ¿No tiene un busca o algo así?
Durante el lapso de silencio que siguió, Servaz volvió a sentir náuseas y una oleada de miedo. Su mano se crispó de manera instintiva en el agarradero de la puerta.
—Ya nos ocuparemos de avisar al hospital cuando hayamos llegado —dijo el joven.
—Sí, tiene razón. ¿Y en qué consiste exactamente su trabajo?
—Oiga, no creo que sea el momento más oportuno para…
—¿Cómo sabía que el teniente Espérandieu es mi ayudante?
El ruido del motor, el vaivén del limpiaparabrisas y el martilleo de la lluvia en el techo fueron su única respuesta.
—¿Adonde vamos, David? —preguntó.
La noche del 18 al 19 de junio fue una de las más agitadas del año. Hubo rachas de viento de 160 kilómetros por hora, árboles arrancados, sótanos inundados y un número impresionante de impactos de rayos en el campo en los alrededores de Marsac. Los bomberos efectuaron un sinfín de salidas y una ráfaga se llevó el tejado de chapa de una tienda de bricolaje. La noche del 18 al 19 fue también una de las más largas en la vida de Servaz. Mientras circulaba con David bajo la violenta borrasca, entre el retumbar de los truenos, las rachas de viento y los relámpagos, hundido en su asiento, con los ojos escocidos por el sudor bajo la venda empapada, pensó que hacía exactamente el mismo tiempo que la noche en que descubrieron el cadáver de Claire en la bañera.