Te están vigilando. Tenemos que encontrar la manera de hacerte salir de aquí sin que te vean.
Margot releyó el SMS y tecleó dos palabras:
¿Para qué?
La respuesta no tardó en llegar. El
smartphone
emitió el habitual sonido de arpa y ella aplicó el dedo en la pantalla.
¿Te has olvidado? Es esta noche…
¿Qué había esa noche?, se preguntó. Luego se acordó, de repente. El Círculo… Habían hablado de una reunión el 17, la otra noche, en el claro. Elias tenía razón, estaban a 17 de junio. En el patio no había oído hablar más que del partido, por lo visto decisivo, que iba a jugar esa noche Francia contra México. ¡Hostia! Renunciando a los mensajes, marcó directamente el número.
—Hola —lo saludó él con pasmosa tranquilidad.
—Bueno, a ver, ¿tienes alguna idea?
—Sí, tengo una.
—Suéltala.
Se la explicó. Margot tragó saliva. No quedó muy entusiasmada precisamente, sobre todo teniendo en cuenta que aquel loco podía estar rondando afuera. Elias tenía razón, sin embargo. Aquella noche iba a ocurrir algo. Era entonces o nunca.
—Vale —aceptó—. Me voy a preparar.
Fue a buscar un jersey oscuro con capucha y un pantalón negro que no se ponía casi nunca. Luego se miró en el espejo, respiró hondo y salió de la habitación. El pasillo estaba tan silencioso y sombrío que por un instante sintió la tentación de dar media vuelta y llamarlo para decirle que renunciaba.
«En ese caso, hay una solución, guapa. Se trata de no pensar. Nada de «¿Y si?», ni de ¿«Tengo ganas o no de hacerlo?». ¡En marcha!».
Descendió con sigilosos pasos las amplias escaleras, dejando deslizar la mano por la barandilla de piedra. Detrás de la vidriera se veía un cielo plomizo y a lo lejos sonaba un rugido de truenos. Al llegar abajo, lo llamó.
—Ya estoy lista.
—No te muevas hasta que te dé la señal.
Escondido en el bosque frente al lugar donde se encontraba Margot, Elias tenía a Samira Cheung en el punto de mira de los gemelos. La agente iba barriendo con la mirada el recinto del instituto, pero la detenía a menudo en la ventana de Margot. Esta la había dejado abierta y la lámpara de la mesita de noche seguía encendida. La puerta por la que debía salir se encontraba justo dos pisos más abajo, en el campo de visión de Samira.
Elias se metió dos dedos en la boca y emitió un largo y estridente silbido. Al instante, vio cómo la policía volvió la cabeza en dirección a él.
—¡Ahora! ¡Rápido! —exclamó.
Margot abrió la puerta y salió al aire libre. Enseguida sintió la electricidad que flotaba en el aire, como el presagio de un acontecimiento inminente. Las hojas se estremecían y los vencejos revoloteaban sin cesar, exasperados por la proximidad de la tormenta. Agachándose, tal como le había indicado Elias, bordeó corriendo la pared hasta la esquina del pabellón oeste y luego se dirigió como una exhalación a la entrada del laberinto.
—Está bien —le dijo Elias por teléfono—. No te ha visto.
Margot tenía sus dudas de que la noticia fuera tranquilizadora. Ahora se encontraba afuera, en la intemperie, cuando Vincent y Samira la creían a salvo en el interior, y el tempestuoso cielo extendía su manto gris por encima del laberinto de setos.
Un minuto después, mientras avanzaba entre sus paredes vegetales, Elias surgió ante ella como un espectro y el corazón le dio un brinco en el pecho.
—¡Joder, Elias! ¿No podrías avisar?
—¿Ah, sí? ¿Para que tu guardaespaldas se me eche encima? No tengo ningunas ganas de que me ataque una chica que parece salida de la familia Addams. ¿No ves el fútbol?
—Vete a tomar por saco.
—¡Venga, no perdamos tiempo! —Se quedó quieto un instante—. También es posible que su famosa reunión solo fuera para ver el partido.
—Me extrañaría —respondió ella, empujándolo—. ¡Venga, sigue!
Un trueno hizo temblar la estructura de la casa. Aún no caía la lluvia. Si no, la habría oído golpear en el tejado. Servaz elevó la mirada. El día declinaba y en el desván se iba acentuando la oscuridad, pese a que todavía eran las seis y era el mes de junio.
Volvió a concentrarse en la carpeta.
Contenía fotos. Tomadas con una cámara numérica de calidad e impresas en formato A4, estaban cuidadosamente clasificadas y protegidas por separadores transparentes. No había nombres, solo lugares, fechas y horas. La imaginación no era el rasgo más destacado del fotógrafo. Casi todas las fotos habían sido tomadas en los bosques, desde el mismo ángulo, y representaban al mismo individuo o casi: un hombre de edad madura que copulaba en la hierba, con el pantalón bajado, en medio de los arbustos. Las fotos siguientes mostraban siempre el momento en que el hombre se levantaba. La serie concluía, de manera invariable, con uno o varios primeros planos de la cara del individuo.
Siguió pasando páginas. La monotonía de la presentación le hizo casi sonreír. Las posturas adoptadas no demostraban una imaginación desbordante tampoco. Delataban más bien la urgencia. Se trataba de polvos precipitados, de un desfogue en el bosque. Y la cámara, implacable, dejaba constancia. Servaz se fijó en la otra persona: el anzuelo. En la mayoría de las tomas, solo se le veían las piernas, los brazos y un retazo de pelo. En la pálida piel le pareció distinguir pecas, aunque con la definición de la imagen era difícil tener la certeza. En cualquier caso, habría apostado algo a que se trataba de la misma chica cada vez. Parecía muy joven, pero también aquello era difícil de precisar teniendo en cuenta el ángulo de enfoque. Tal vez se trataba de una menor.
Iba por la mitad del álbum y ya había contado una decena de individuos distintos. Aquello representaba un montón de sospechosos y de posibles móviles, y también de coartadas que habría que verificar. No veía, sin embargo, la relación que aquello guardaba con Claire Diemar. Lo que sí quedaba claro era que, aparte de ser un traficante de droga, un violador, un hombre violento con las mujeres y un cerdo que mandaba a sus perros a morir o a matar a otros en sórdidos combates, Elvis era también un chantajista. Elvis Konstandin Elmas tenía grandes aspiraciones, a su manera. Era un crápula a lo grande. Constituía por sí solo un auténtico supermercado de la delincuencia.
Después llegó a la penúltima foto y la cabeza le empezó a dar vueltas. Por fin había encontrado la correlación que buscaba. Aquella vez, la cara de la cómplice se veía con nitidez. Era una cría que no debía de tener más de diecisiete años. Le daba la impresión de que era una de las estudiantes de Marsac.
En cuanto a la penúltima víctima, ante sí tenía el primer plano de su cara. Afuera resonó un trueno, más cercano, pero la lluvia se hacía esperar. Tuvo la sensación de que alguien le dio un golpe en la espalda y le dijo al oído: «Ahora sí que ya lo tenemos». En aquel desván no había, por supuesto, nadie más. Estaban solos él y la verdad.
★ ★ ★
Ziegler tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón de la bota cuando el hombre salió del edificio, al otro lado del bulevar. Luego se puso el casco y se subió a la Suzuki. Drissa Kanté echó a andar por la acera y ella esperó a que hubiera avanzado un poco antes de introducirse con la moto en el tráfico de la ciudad. No fue muy lejos. En el bulevar Lascrosses, torció hacia la plaza Arnaud-Bernard. Ziegler circuló despacio por la plaza, en dirección a la entrada del párking, sin dejar de vigilar de reojo a su objetivo. Tras constatar que este tomaba asiento en la terraza de un bar denominado L'Escale, bajó por la rampa del párking, porque no quería correr el riesgo de dejar la moto allí. Tres minutos después, volvió a salir del subterráneo.
Drissa Kanté charlaba con otro hombre. Tras consultar el reloj, Ziegler se encaminó a una terraza algo alejada de la primera, atrayendo con su traje de cuero negro y su pelo rubio las miradas de todos los camellos que aguardaban a su clientela de toxicómanos.
—¿Quieres hachís, muñeca? —le propuso uno al pasar—. Diez gramos de primera calidad por una mamada.
Le dieron ganas de volverse para darle un puñetazo en la cara, pero aquel no era un buen momento para ponerse a llamar la atención.
★ ★ ★
—¡Mira!
Margot levantó la cabeza. Desde la avenida del instituto acababa de salir un viejo Ford Fiesta que tomaba la dirección de la ciudad. Fin el coche de David. Cuando pasó delante, vieron a Sarah a su lado y a Virginie detrás. Elias puso el contacto y salió despacio del camino, empujando con la carrocería el follaje, que lo obstruía y los disimulaba en parte.
—¿No te da miedo que nos vean?
—Hombre, hay que correr el riesgo —reconoció él con cierto regocijo—. Yo nunca he hecho una cosa así, pero he visto a Clint Eastwood haciéndolo muchas veces. ¿Crees que servirá de algo?
Margot se encogió de hombros sonriendo, aunque en realidad estaba muy nerviosa.
—No creo que prevean que alguien los vaya a seguir —prosiguió él con tono tranquilizador, como si se percatara de su inquietud—. Además, deben de estar demasiado ocupados hablando de esa tal reunión.
—El Círculo… —evocó ella.
—El Círculo —confirmó él—. ¡Joder, cualquiera diría que es el nombre de una de esas sociedades secretas, como los masones, los rosacruces o los
Skulls and Bones
! ¿Tienes una idea de qué puede ser?
—Pero si tú me dejaste una nota diciendo que sabías lo que era.
—Yo no escribí tal cosa. Lo que yo puse fue: «Lo he encontrado».
—¿Ah, sí?
—Ya te explicaré —dijo, como si no advirtiera la furibunda mirada que ella le asestó—. Menos mal que el fútbol me aburre mortalmente —añadió antes de concentrarse en la conducción—. ¿Conoces ese juego de pelota practicado por los romanos que se llamaba
sphaeromachia
? Séneca habla de él en sus
Cartas a Lucilio
.
—Es una mariposa —afirmó ella.
—¿El qué?
—
Sphaeromachia gaumeri
. ¿Estás seguro de que no están sobre aviso? Te olvidas de que la otra noche faltó poco para que nos pillaran en el laberinto y que saben que los espían.
Él la miró con expresión indefinida y, encogiéndose de hombros, volvió a centrar la atención en la carretera.
★ ★ ★
Servaz bajó los escalones del porche y atravesó el claro. El bochorno era cada vez mayor. Estaba a punto de llegar al Cherokee cuando reparó en algo. Era una mancha blanca en medio de la vegetación, a la izquierda.
Cambiando de dirección, se dirigió hacia ella y apartó los matorrales. Había un pequeño letrero sujeto a un palo de plástico clavado en el suelo. Alguien —uno de los técnicos, sin duda— había escrito «Colillas». Servaz frunció el entrecejo. Las colillas debían de encontrarse en el laboratorio. Como las que habían encontrado en la orilla del bosque, en casa de Claire Diemar… ¿Sería la misma persona? Alguien había espiado a Claire poco antes de su muerte. ¿Ese alguien había estado haciendo lo mismo allí? ¿Sería un testigo? ¿O el asesino? ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? ¿Cómo estaba enterado? El número de colillas localizadas en casa de Claire delataban la cantidad de tiempo que la persona había pasado en ese sitio. Pronto tendrían su ADN, aunque Servaz dudaba mucho que constara en los archivos.
Volvió lentamente al jeep. Los truenos seguían retumbando a lo lejos, pero no parecían decidirse a llegar. A Servaz le hicieron pensar en una fiera, en un tigre que ronda por las proximidades de un pueblo y que se oye en el fondo de la selva, por la noche… un tigre que acecha el momento oportuno para atacar. Tomó a la izquierda la pista que atravesaba el bosque inmerso en la sombra y, una vez se halló en la larga recta, continuó en dirección a Marsac.
★ ★ ★
Ziegler se acordó con aprensión de que aquella noche había partido y se preguntó si Drissa Kanté iba a pasar la velada en L'Escale viendo el fútbol tal como iban a hacer seguramente el ochenta por ciento de los habitantes de la ciudad. También cabía la posibilidad de que llevara algunos amigos a su casa para ver el partido, pero la descartó al ver que se levantaba y tras estrechar la mano a un par de personas, se iba solo.
Ella ya había pagado la consumición. Aguardó un minuto antes de levantarse también para cruzar la plaza e ir a buscar la moto en el párking, expuesta a las apreciativas miradas de los clientes y los camellos.
★ ★ ★
Habían atravesado Marsac y ahora iban en dirección sur, hacia los Pirineos. La barrera de montañas se extendía a lo lejos, bajo el cielo de tormenta, ocupando todo el horizonte por detrás de las colinas, a la manera de un Himalaya europeo. Circulaban por pequeñas carreteras secundarias, cruzando pueblos y doblando curvas y más curvas, y Elias trataba de dejar una prudencial distancia entre ellos sin perderlos completamente de vista. Había conectado el GPS para tener una visión previa de las carreteras y cruces e introducido un punto de destino arbitrario teniendo más o menos en cuenta la dirección que seguían. Cuando comprobó que se dirigían más hacia el suroeste que hacia el sur, reconfiguró el GPS y marcó «Tarbes» como punto de destino transitorio. Tal como lo había hecho Servaz la otra noche, dejaba aumentar la distancia cuando el aparato le indicaba que no había ningún desvío durante varios kilómetros y luego aceleraba para tenerlos en su campo de visión en cuanto se acercaban a alguno.
A su lado, Margot admiraba la destreza que demostraba tanto en el arte de la conducción como en el de la persecución. Con aquel mechón que le tapaba la mitad de la cara y su eterno aire ausente, lo había tomado por un soñador a principios de curso, pero Elias la sorprendía una y otra vez. Nunca había sido muy comunicativo en lo tocante a su familia o sus hermanos, aunque le había parecido comprender que, al igual que Lucie, tenía muchos. En cualquier caso, ella empezaba a preguntarse de dónde le venía aquel cúmulo de recursos que demostraba.
Sí, tenía muchos recursos… como aquella vez en que había sacado una llave del bolsillo y abierto una puerta que en principio no tenía por qué abrir… o aquella otra en que le había dejado aquella nota en la taquilla.
—No sé cómo hiciste para abrir mi taquilla, pero te prohíbo que lo vuelvas a hacer —dijo con firmeza.
—Mensaje recibido.
El tono puramente diplomático que había empleado indicaba, no obstante, que iba a reincidir a la menor ocasión.