—Ha sido un error.
—¿El qué?
—Esa inmersión.
—Ya lo sé.
—Voy a tener que rendir explicaciones a mis superiores.
Volvería a tener complicaciones, reconoció para sí. Y una vez más, sería por su culpa.
—Lo siento mucho. Asumiré toda la responsabilidad. Voy a hablar con Sartet y el fiscal para ver si se puede dictar un requerimiento retroactivo. Si no, diré que te mentí, que aseguré disponer de uno. Lo confirmaré si me interrogan.
—Bah, de todas maneras, no me van a echar por eso. Y por lo demás, ya no me pueden hacer mucho más de lo que me hicieron. Además, está el cadáver. Eso lo justifica todo, ¿no?
—¿Cómo está lo del coche y el cadáver?
—Esta vez, no escatiman en medios. Ya lo están sacando todo del lago. El cadáver llegará a la sala de autopsias esta noche. Todos están en pie de guerra.
Oía el insistente rumor de la tormenta que caía al otro lado de la ventana y los sonidos normales de un hospital llegados por la puerta: voces de enfermeras, ruido de pasos en los pasillos, carritos en movimiento…
—¿Estoy solo aquí?
—Sí. ¿Quieres que ponga a alguien delante de tu puerta?
—¿Para qué?
—¿Olvidas que te dispararon la pasada noche? No ves nada y eres todavía más vulnerable. Esto es un hospital. Aquí la gente entra y sale continuamente.
—Aparte de la policía, nadie sabe que estoy aquí —respondió con un suspiro.
Irène le apretó la mano. Después oyó que se levantaba de la silla.
—Mientras tanto, tienes que descansar. ¿Quieres un calmante? La enfermera puede darte uno.
—Solo si es líquido y tiene al menos doce años.
—Me temo que ese no está incluido en la seguridad social. Descansa. Yo tengo que ocuparme de algo.
Servaz se irguió de manera imperceptible. Había percibido la tensión en su voz.
—Parece importante.
—Lo es. Mañana te lo explicaré con más detalle. Hay varias cosas que te tengo que contar.
Captó su turbación.
—¿De qué clase?
—Mañana.
★ ★ ★
Ziegler se paró bajo la marquesina del hospital y contempló la lluvia que caía a cántaros sobre el parking. Vio el arco eléctrico que formaba en el cielo crepuscular un relámpago, un instante antes de que el trueno hiciera temblar el aire.
Luego se subió la cremallera de la cazadora, se puso el casco y corrió hasta la moto. Después de arrancar tendiendo con precaución las piernas hacia el suelo, salió despacio del parking a una carretera que la tormenta había transformado en torrente. Descendió hacia el centro de Marsac, deslizándose como una sombra por las calles desiertas, circulando al ralentí sobre los adoquines inundados. Eran casi las ocho y no estaba segura de si lo encontraría en su casa o en el despacho. La dirección del trabajo le quedaba más cerca. Cuando levantó la vista hacia la fachada amarilla del modesto edificio del casco antiguo, vio que estaban encendidas las ventanas del último piso. Su instinto de cazador se despertó enseguida, haciendo afluir la adrenalina a las venas. Hacía tiempo que no se había concentrado en una cacería, la auténtica, aquella que le procuraba unas sensaciones que ni siquiera el sexo o la moto le podían aportar. Aparcó en la carretera, se quitó el casco y, alisándose el rubio cabello empapado, se encaminó a la puerta. Como no había ni interfono ni mecanismo eléctrico de cierre, se limitó a subir hasta el último piso, dejando un húmedo rastro en las escaleras. Luego llamó al timbre y aguardó.
—¿Sí? —respondió alguien por el interfono al cabo de una veintena de segundos.
—¿Señor Jovanovic?
—¿Sí?
—Me llamo Irène Ziegler y quisiera recurrir a sus servicios.
—Está cerrado. Vuelva el lunes.
—Quisiera hacer seguir a mi marido. Ya sé que sus tarifas no son baratas, pero estoy dispuesta a pagarle muy bien. Concédame un cuarto de hora, por favor.
Durante unos segundos, solo se oyó el silencio enturbiado por el chisporroteo del interfono. Después se accionó el sistema de apertura de la puerta e Irène la empujó, topando con cierta resistencia inicial. El minúsculo apartamento olía a cerrado y a tabaco frío. En el fondo del pasillo había luz, detrás de una puerta entornada hacia la cual se dirigió. Detrás, Zlatan Jovanovic estaba guardando unos documentos en la caja fuerte. Se trataba de un modelo antiguo, que apenas resultaba más eficaz que un simple armario. Un verdadero profesional no habría tardado más de un minuto en forzarla. Comprendió que la caja fuerte estaba allí para impresionar a los clientes tan solo. Era un truco que debía de utilizar ante todos los clientes nuevos: la escena de los documentos guardados en una caja fuerte. Los papeles importantes debían de encontrarse en otro sitio, probablemente en forma binaria en la memoria de un ordenador. Jovanovic cerró la recia puerta e hizo girar el cilindro. Después se dejó caer en su sillón giratorio de director de empresa.
—Usted dirá.
—No está mal el truco de la caja fuerte.
—¿Cómo?
—Un poco anticuado el modelo, ¿no? Conozco por lo menos a veinte personas que la abrirían con los ojos cerrados y una mano atada a la espalda.
Advirtió que entornaba los ojos de su bonachona fachada.
—No ha venido aquí porque tiene un marido infiel, ¿verdad?
—Muy perspicaz.
—¿Quién es usted?
—¿Le dice algo el nombre de Drissa Kanté?
—Nunca he oído hablar de tal persona.
Mentía. Lo supo por el ínfimo encogimiento de las pupilas. A pesar de su sangre fría de jugador de poker, había recibido el nombre como una bofetada.
—Escucha, Zlatan… ¿me permites que te llame Zlatan? No tengo mucho tiempo. O sea que mejor será que evitemos los preliminares.
Sacó del bolsillo un lápiz USB que dejó encima del escritorio.
—¿Se parece a este el lápiz que le diste a Kanté?
No lo miró siquiera. Solo tenía ojos para ella.
—Repito la pregunta: ¿quién es usted? —dijo Zlatan.
—La persona que te va a enviar a chirona si no respondes tú a mis preguntas.
—Mi actividad es legal, estoy declarado en Jefatura.
—¿Y también es legal hacer instalar programas espía en los ordenadores de la policía?
Una vez más acusó el golpe, pero solo se notó durante una pequeña fracción de segundo. Debía de ser muy buen jugador de poker.
—No comprendo a qué se refiere.
—Cinco años de trena, eso es lo que pende encima de tu cabeza. Voy a pedir una ronda de identificación y ya veremos si Kanté te reconoce. Además, tenemos un testigo, una amiga suya que te siguió y que anotó el número de matrícula de tu coche. Por no hablar del dueño del bareto, que te ha visto varias veces con él… Eso empieza a sumar bastante, ¿no crees? ¿Sabes lo que va a pasar? Que el juez de instrucción va a pedir que te detengan y después, con echar un vistazo a tu expediente, seguro que te meten en prisión preventiva.
El hombre se revolvió en el asiento. A pesar de su imperturbable fachada, Ziegler percibió en sus ojos el brillo del miedo.
—Parece que te has puesto muy nervioso, de repente.
—¿Qué quiere?
—El nombre de tu cliente, del que te pidió que espiaras al comandante Servaz.
—Si hago eso, mi negocio se va a pique.
—¿Crees que podrás continuar con tu negocio en chirona? Tu cliente es un asesino. ¿Quieres que te acusen de complicidad en asesinato?
—¿Y qué salgo ganando a cambio?
Ziegler respiró por fin. No tenía ninguna carta en la manga, ninguna orden judicial. Si se llegara a saber aquello, esa vez sí que se exponía a una expulsión del cuerpo.
—Quiero solo un nombre, nada más. Si lo obtengo, salgo de aquí y hago borrón y cuenta nueva. Nadie se enterará de nada.
Cuando el hombre abrió un cajón del escritorio, ella se tensó. No perdió ni un segundo de vista la manaza que metía dentro, dispuesta a abalanzarse sobre él por encima de la mesa. La mano volvió a salir con una carpeta de cartón que depositó delante de ella. Irène advirtió que el detective se mordía las uñas.
—Está ahí dentro.
★ ★ ★
De pie bajo la lluvia, Lacaze observaba la entrada de los nuevos juzgados. Eran las ocho y pico y no era seguro que fuera a encontrar en su oficina al hombre que buscaba. Después de tirar el cigarrillo, se encaminó hacia el vestíbulo, sin paraguas.
Los nuevos juzgados habían abierto sus puertas unos meses atrás. Al laberinto inicial de los antiguos edificios y patios dispuestos en torno a la calle Des Fleurs, los arquitectos habían añadido contemporáneas prolongaciones que complementaban la herencia patrimonial con una artificial elocuencia de vidrio, ladrillo, cemento y acero, apostando por la sobriedad y el dinamismo. A Lacaze le pareció que aquella opción destacaba como un involuntario reflejo del estado de la justicia del país, con su fachada y su vestíbulo ultramodernos disimulando la antigüedad y la escandalosa falta de medios del conjunto.
Aquella tentativa de modernización estaba, desde luego, condenada al fracaso.
Antes de pasar por el pórtico de seguridad tuvo que depositar el contenido de los bolsillos en una mesita. A continuación, atravesó el vestíbulo dominado por la gran vidriera y torció hacia la derecha, pasando frente a las puertas de las salas de audiencia. Una mujer lo aguardaba más allá, cerca del patio adornado con palmeras. Para continuar, era preciso disponer de una placa y Lacaze no tenía ninguna.
—Gracias por haberme esperado —dijo.
—¿Estás seguro de que estará todavía allí? —preguntó la mujer mientras mostraba su propia placa antes de empujar la puerta blindada.
—Me han dicho que trabajaba hasta tarde.
—Que quede claro. No le digas que he sido yo quien te ha abierto.
—No te preocupes.
★ ★ ★
Servaz oyó cómo se abría la puerta de su habitación y, por un instante, sintió auténtica aprensión.
—Ay, Jesús —exclamó, con su potente chorro de voz, Cathy d'Humières—. No sé cómo se las arregla para meterse siempre en semejantes trances.
—No es tan grave como parece —contestó él sonriendo, aliviado.
—Ya sé. Acabo de ver a los médicos. Si viera la cara que tiene, Martin… Parece ese actor italiano que trabajaba en esa película de los años sesenta…
Edipo rey
…
Al ensancharse su sonrisa, notó la tensión que le provocaban en las mejillas las gruesas vendas que tenía pegadas a las sienes y a la frente.
—¿Quieres un café? —ofreció otra persona, que por la voz identificó como Espérandieu.
Alargó la mano y este le entregó un vaso caliente.
—Creía que las visitas estaban prohibidas a partir de las ocho —señaló—. ¿Qué hora es?
—Las ocho y cuarto —respondió su ayudante—. Disponemos de un permiso especial.
—No nos vamos a quedar mucho —dijo la fiscal—. Tiene que descansar. No sé si será buena ni idea que tome café. Si no he entendido mal, acaban de administrarle un calmante.
—Ajá.
Había querido rechazarlo, pero la enfermera no le había dejado alternativa. Sin siquiera verla, había comprendido que iba muy en serio. El café era horrendo, pero tenía la boca seca y habría bebido lo que fuera.
—Martin, he venido como amiga, ya que la investigación es competencia exclusiva de la fiscalía de Auch, pero, entre nosotros, el teniente Espérandieu me ha explicado los detalles. Si no me equivoco, usted cree que el mismo asesino mató a toda esa gente a lo largo de los años a causa de ese accidente de autocar. ¿Sería ese el móvil?
Servaz asintió. Estaban muy cerca de la solución. Esa era la dirección por donde había que indagar: el Círculo, el accidente, la muerte del bombero y la del conductor de autobús… Todo se encontraba allí, ante su vista, y no obstante, en el fondo, abrigaba una duda. Esta había surgido mientras se dirigían al lago y se disponían a sumergirse en él. Había algo que no encajaba, una pieza cuyo perfil no casaba con el de las otras. No alcanzaba, sin embargo, a precisar qué era y la migraña no le ayudaba precisamente a avanzar en ese sentido.
—Lo siento, pero tengo un dolor de cabeza horrible —dijo para soslayar la pregunta.
—Claro, claro —se disculpó Cathy d'Humières—. Hablaremos de todo eso cuando se encuentre mejor. Mientras tanto, seguimos sin noticias de Hirtmann —comentó, cambiando de tema—. Deberían haber puesto vigilancia delante de su puerta.
Sintió un escalofrío. Por lo visto, todo el mundo quería apostar un guardián delante de su puerta…
—No hace falta. Nadie sabe que estoy aquí, aparte del equipo de urgencias que me ha trasladado y algunos gendarmes.
—Sí. El caso es que Hirtmann ha dado señales de vida en varias ocasiones. Esto no me gusta nada, Martin.
—Tengo un timbre al lado de la cama, en caso de necesidad.
—Me quedaré un rato aquí, por si acaso —intervino Espérandieu.
—Muy bien. Si mañana está en forma, haremos un repaso de la situación. Le daremos un bastón de ciego si es necesario —añadió, abriendo la puerta.
Él respondió con un débil gesto evasivo.
—Buenas noches, Martin.
—¿No pensarás pasarte toda la noche aquí? —preguntó a su ayudante, una vez que hubo salido la fiscal.
Oyó el roce de un sillón que se movía.
—¿Preferirías una enfermera? De todas maneras, en tu estado, ni siquiera sabrías si es guapa o fea.
★ ★ ★
Ziegler cerró la carpeta. Zlatan Jovanovic la observaba desde el otro lado del escritorio con un peculiar brillo en los ojos, un brillo que antes no tenía su mirada. Había dispuesto de tiempo de sobras para reflexionar mientras ella leía. ¿De veras había creído que iba a salir de allí y hacer borrón sobre todo lo que había hecho? Quizás estaba pensando que ella no le había mostrado ningún papel oficial. De repente, se puso en guardia.
—Me llevaré esto —dijo, señalando la carpeta.
Él guardó silencio, sin dejar de mirarla. Ella se levantó y él la imitó. Ziegler reparó en sus manazas, colgadas a ambos lados del voluminoso cuerpo, en calmosa postura. Drissa Kanté tenía razón: el hombre debía de pesar unos ciento treinta kilos. Jovanovic rodeó despacio el escritorio. Ella permaneció de pie cerca de la silla, aguardando a que pasara cerca de ella y siguiera adelante, lista para zafarse si se le abalanzaba. Él pasó, no obstante, de largo, enfilando el oscuro pasillo. Ella introducía una mano en el bolsillo del traje de cuero, en el que llevaba el arma, empezando a seguirlo con la vista fija en su ancha espalda, cuando desapareció bruscamente por una puerta abierta a la derecha. No le dio tiempo a reaccionar. Viendo la oscuridad que se extendía más allá, se apresuró a coger el arma, quitar el mecanismo de seguridad y preparar una bala.