—¡Jovanovic, no haga el idiota! ¡Déjese ver!
Con la pistola lista, escrutó la oscuridad que se abría en el marco de la puerta, inmovilizada a menos de un metro de distancia, sin decidirse a seguir. No tenía ganas de que se abatieran sobre ella ciento treinta kilos de humanidad ni de sentirse aporreada por aquellas manazas.
—¡Salga de ahí ahora mismo, joder! ¡No dudaré en liquidarlo si hace falta!
Nada. ¡Hostia! La sangre le bullía en las carótidas. «¡Piensa un poco!». Seguramente se encontraba justo detrás de la esquina, apostado con un objeto en la mano o incluso una pistola. Ella sostenía su arma con las dos manos, tal como le habían enseñado. La segunda la soltó para bajar lentamente hacia el bolsillo donde tenía el iPhone.
De repente, oyó un clic al otro lado y el corazón le dio un brinco en el pecho cuando la luz se apagó y el piso quedó a oscuras. La luz de un relámpago iluminó brevemente el pasillo, seguida del restallido de un trueno que resonó afuera, y después la penumbra volvió a invadirlo todo. La única claridad provenía de las farolas de la calle y del fluorescente de un bar de abajo, que atravesaba la habitación vacía de la izquierda. Al resbalar por los vidrios, la lluvia dibujaba sombras que se retorcían en el suelo como negras serpientes. Sintió que su nerviosismo iba en aumento. Desde el primer momento, había sabido que se las tenía que ver con una persona experta. Aunque ignoraba a qué se había dedicado antes de convertirse en detective privado, no le cabía duda de que aquel individuo conocía todos los ardides y trucos. Se preguntó qué habría dicho Zuzka en tales circunstancias.
«¡Qué mal!».
★ ★ ★
El juez Sartet iba a cerrar la puerta de su despacho cuando lo distrajo el ruido de pasos en el corredor.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Olvida que soy diputado —respondió el recién llegado.
—En estos juzgados se cuela cualquiera… No teníamos concertada ninguna cita, que yo sepa, y yo ya he terminado mi trabajo por hoy. No sé si ya le habrán retirado la inmunidad, señor diputado —ironizó—. No se preocupe, que ya lo interrogaré en su momento. Aún no he acabado con usted. Estamos solo en el principio.
—No le robaré mucho tiempo.
El juez no se molestó en disimular su exasperación. Aquellos políticos eran todos iguales. Consideraban que estaban por encima de las leyes, y creían que servían al país o al Estado cuando en realidad solo se servían a sí mismos.
—¿Qué quiere, Lacaze? —preguntó sin la menor cortesía—. No tengo tiempo para intrigas.
—Confesarle algo.
★ ★ ★
Un relámpago hizo temblar los cristales. El teléfono vibró en el mismo momento, ocasionándole un violento sobresalto. Servaz tendió la mano, con el pulso alterado, tanteando en la mesita de noche en busca del aparato, pero Espérandieu fue más rápido.
—No, soy su ayudante… Sí, está aquí… Sí, se lo paso…
Vincent le puso el móvil en la mano y salió al pasillo.
—¿Diga?
—¿Martin? ¿Dónde estás?
Era la voz de Marianne.
—En el hospital.
—¿En el hospital? ¿Qué ha pasado? —preguntó, al parecer atónita y asustada—. ¡Dios mío! —exclamó, cuando él se lo hubo explicado—. ¿Quieres que vaya a verte?
—Las visitas están prohibidas a partir de las ocho —repuso—. Mañana si quieres. ¿Estás sola? —añadió.
—Sí, ¿por qué?
—Cierra la puerta con llave y bloquea los postigos. No abras a nadie, ¿de acuerdo?
—Me das miedo, Martin.
«Yo también tengo miedo —estuvo a punto de contestar—. Estoy muerto de miedo. Huye. No te quedes en esa casa vacía. Ve a dormir a casa de alguien hasta que no hayan encontrado a ese chalado…».
—No tienes por qué tener miedo —dijo—, pero haz lo que te pido.
—Me han llamado de la fiscalía —anunció—. Hugo saldrá mañana. Lloraba por teléfono cuando he hablado con él. Espero que la experiencia no lo haya…
Dejó la frase inconclusa y él captó la mezcla de alivio, alegría e inquietud que la embargaba.
—¿Qué te parece si lo celebramos los tres?
—¿Te refieres a…?
—Hugo, tú y yo —confirmó.
—Marianne, ¿no crees que… que es un poco… prematuro? Al fin y al cabo, yo soy también el policía que lo mandó a la cárcel.
—Puede que tengas razón —concedió con perceptible decepción—. Lo dejaremos para más tarde, entonces.
—Esa cena… —planteó, tras unos segundos de duda— ¿significa que…?
—Lo pasado pasado está, Martin, pero el futuro es también una palabra bonita, ¿no te parece? ¿Te acuerdas del lenguaje que inventamos, solo para nosotros dos?
Cómo no se iba a acordar…, Tragó saliva, notando que se le empañaban los ojos. Debía de ser uno de los efectos del medicamento y de la adrenalina que aún corría por sus venas, toda aquella emoción…
—Sí… sí… por supuesto —respondió, con un nudo en la garganta—. ¿Cómo habría podido…?
—
Guldensueños
, Martin —dijo la voz al otro lado del teléfono—. Cuídate, por favor… Yo… Hasta muy pronto.
★ ★ ★
El teléfono volvió a sonar al cabo de cinco minutos. Al igual que antes, Espérandieu respondió antes de pasarle el aparato.
—¿Comandante Servaz?
Reconoció de inmediato la voz juvenil, aunque no tenía ni de lejos la misma entonación que la última vez que la había oído.
—Mi madre acaba de llamarme. El director de la cárcel me ha informado de que me van a poner en libertad mañana a primera hora, sin ningún cargo.
Servaz percibía los ruidos normales de la cárcel como telón de fondo, incluso a aquella hora.
—Quería darle las gracias…
Notó cómo se ruborizaba. Él solo había cumplido con su obligación, pero el muchacho parecía muy emocionado.
—Eh… ha hecho un buen trabajo —dijo—. Sé todo lo que le debo.
—La investigación aún no ha concluido —se apresuró a precisar Servaz.
—Sí, ya sé, parece que tiene otra pista… ¿Ese accidente de autobús?
—Tú también estuviste allí, Hugo. Me gustaría que habláramos de ello, en cuanto te sientas con ánimos, claro. Sé que no es fácil, que no es un recuerdo agradable, pero necesito que me cuentes todo lo que pasó esa noche.
—Desde luego, lo comprendo. Cree que el asesino puede ser uno de los supervivientes, ¿verdad?
—O el padre de una de las víctimas —precisó Servaz—. Hemos descubierto… —Titubeó un instante—. Hemos descubierto que también el conductor del autobús fue asesinado, igual que Claire y Elvis Elmaz y probablemente el jefe de los bomberos… No puede ser una coincidencia. Nos falta poco para descubrir al responsable.
—Dios mío —murmuró Hugo—. Entonces quizá yo lo conozco…
—Es posible.
—No quiero molestarlo más. Tiene que descansar. Quiero que sepa, en todo caso, que le estaré eternamente agradecido por lo que ha hecho. Buenas noches, Martin.
Servaz dejó el teléfono en la mesita, embargado por una extraña emoción.
★ ★ ★
—Si he comprendido bien lo que me acaba de decir —articuló estupefacto el juez, con los dedos entrelazados bajo la barbilla—, usted estaba en París en compañía del probable futuro candidato de la oposición a las elecciones presidenciales la noche en que mataron a Claire Diemar.
A aquellas alturas, el magistrado ya no tenía la menor prisa por volver a su casa.
—Eso es —confirmó Paul Lacaze—. Volví de noche por la autopista. Mi chófer se lo podrá confirmar.
—¿Y hay otras personas aparte de su chófer que pudieran testificar llegado el caso? ¿Ese miembro de la oposición, por ejemplo? ¿O alguno de sus más estrechos colaboradores?
—Solo si resulta necesario, aunque espero que no tengamos que llegar a eso.
—¿Por qué no lo dijo antes?
El diputado esbozó una triste sonrisa. En aquellos juzgados, ahora vacíos y silenciosos, parecían dos conspiradores, y en realidad lo eran, a fin de cuentas.
—Usted comprenderá que si se llegara a divulgar esto, mi carrera política estaría acabada. Y también sabe tan bien como yo que en este país no existe el secreto de sumario, que todo acaba filtrándose a la prensa. Como puede ver, para mí era muy difícil hablar del asunto en estas dependencias o en las de la policía.
El juez crispó las mandíbulas. No le gustaba que se pusiera en entredicho la honradez de los representantes de la justicia.
—Pero al asumir el riesgo de ser imputado, también ha expuesto a un enorme riesgo su carrera.
—Me faltaba tiempo. Tenía que reaccionar… y elegir entre dos males. Evidentemente, no había previsto que sucedería la misma noche que… lo que ocurrió. Por eso es necesario que descubra al culpable lo antes posible, señor juez, porque así yo quedaré exonerado de culpa; quienes hayan insinuado mi posible culpabilidad se verán desacreditados y yo volveré a ocupar el primer plano del panorama como el político íntegro a quien quisieron derribar.
—Pero entonces, ¿por qué me hace esa confesión ahora?
—Porque me ha parecido comprender que disponían de otra pista… ese asunto de un accidente…
El juez frunció el ceño. El diputado estaba, desde luego, bien informado.
—¿Y?
—Con eso, quizá no sea necesario dejar constancia en ningún sitio de esta… entrevista informal que mantenemos. Además, no veo ningún secretario por aquí —añadió, fingiendo mirar en derredor.
—Por eso ha venido tan tarde… —concluyó Sartet, con un asomo de sonrisa.
—Yo tengo una absoluta confianza en usted, señor juez —insistió Lacaze—, pero solo en usted. No confío tanto, sin embargo, en quienes le rodean. Me han elogiado su honradez.
El juez acogió con una sonrisa aquella lisonja un tanto burda que logró, no obstante, el efecto deseado. Por otra parte, también se sintió halagado de hallarse, él, en su condición de oscuro juez de instrucción, implicado en un posible asunto de Estado.
—La información relativa a su relación con esa profesora ha empezado a filtrarse en la prensa —señaló—. Eso también puede perjudicar su carrera, sobre todo teniendo en cuenta el estado de salud de su mujer…
Aunque en su frente se formó un pliegue, Lacaze restó importancia al argumento con un gesto.
—Mucho menos en todo caso que un enfrentamiento con el partido rival o que un asesinato —contestó—. Además, hay una carta que escribí a Claire antes de su muerte que va a caer oportunamente en manos de la prensa. En ella se puede leer que yo había decidido romper con ella para consagrarme por entero a mi esposa enferma, que quería dejar de verla para volcar toda mi energía y mi afecto en Suzanne. Quiero precisar que esa carta la escribí de verdad, que es auténtica. Simplemente, no había previsto hacerla pública.
Sartet clavó en el político una mirada donde se mezclaban a partes iguales la admiración y la repugnancia.
—Dígame una cosa: ¿el motivo de ese arriesgado encuentro con la oposición era repetir la estrategia aplicada por Chirac en 1981? Usted llega a un acuerdo con el probable candidato de la oposición a las próximas elecciones presidenciales, le asegura que muchos votos de su partido irán a parar a él en la segunda ronda y así, dentro de cinco años, se presenta contra él.
—Ya no estamos en 1981 —lo corrigió Lacaze—. La gente de mi partido no votará a un candidato de la oposición, a no ser, quizá, que proponga una política económica razonable que haya demostrado ya su sensatez, y si están en desacuerdo con nuestro actual presidente… De todas maneras, me temo que su cota de popularidad no le va a permitir salir reelegido.
—Es bastante suponer, con todo, que la persona con quien se vio el viernes pasado gane las primarias de su partido y sea efectivamente el candidato de la oposición a las presidenciales, dentro de dos años —comentó el juez, que parecía divertirse de lo lindo.
—Es un riesgo que hay que asumir —contestó Lacaze con una sonrisa.
★ ★ ★
Llamaron a la puerta. Servaz volvió la cabeza y oyó a Espérandieu moviéndose en el sillón.
—Oh, perdone —dijo una voz de joven—. Venía a ver si estaba dormido.
—No pasa nada —respondió su ayudante.
La puerta se cerró. Espérandieu regresó y el sillón emitió un gemido bajo su peso. Ahora había menos ruido en los pasillos. La lluvia caía sin tregua tras los cristales, acompañada del rugir de los truenos.
—¿Quién era?
—Un enfermero… o un interno…
—Vuelve a casa —dijo Servaz.
—No, así está bien. Me puedo quedar.
—¿Quién vigila a Margot?
—Samira y Pujol, además de los gendarmes.
—Ve con ellos. Serás más útil allí.
—¿Estás seguro?
—Si Hirtmann quiere agredirme, irá contra ella —arguyó, con un leve temblor en la voz—. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Además, preferirá emprenderla contra una mujer… Estoy inquieto, Vincent; inquieto por Margot. Me quedaré más tranquilo si estás allí con Samira.
—¿Y la persona que te disparó? ¿Ya te has olvidado?
—Es lo mismo. No sabe que estoy aquí. Además, no es igual disparar a alguien de noche en pleno bosque que en un hospital.
Percibió que su ayudante sopesaba sus argumentos.
—De acuerdo. Cuenta conmigo. No voy a apartarme ni un metro de Margot.
Espérandieu cogió la mano de Servaz y depositó en ella su teléfono móvil.
—Por si acaso —dijo.
—Vale. Vete ya. Llámame en cuanto llegues. Y gracias.
Oyó como se cerraba la puerta. Adentro se instaló el silencio. Del otro lado de la ventana, los ecos de los truenos retumbaban en todos los rincones del cielo, como si se respondieran entre sí, cercando el hospital.
★ ★ ★
En la calle sonó un estridente claxon, seguido de un trueno. Percibiendo un movimiento tras ella, Ziegler comprendió que el hombre había dado la vuelta por otra puerta para sorprenderla, aguardando a que hubiera algún ruido para pasar a la acción. Se volvió, pero ya era demasiado tarde… El puñetazo le golpeó la sien con una violencia que la hizo caer de rodillas al suelo, aturdida y con un zumbido en los oídos. Apenas le había dado tiempo a girar la cabeza para amortiguar un poco el choque en el momento del impacto. El siguiente puntapié le alcanzó las costillas. Rodó por el suelo, sin respiración. Él le asestó otra patada en la barriga, pero, como se había encogido en posición fetal, con las manos alrededor de la cabeza y las piernas y los brazos plegados para protegerse, no logró del todo su objetivo. Entonces le descargó una lluvia de furiosos golpes en las caderas, los riñones y los muslos.