—¡Puta! ¿Te creías que me ibas a joder así de fácil? ¿Por quién me has tomado, cabrona?
La insultaba echando salivazos, sin parar de golpearla. El dolor era atroz. Tenía la impresión de que le molía literalmente los codos, la espalda y los brazos. Luego se inclinó y, agarrándola por el pelo, le estrelló la cara contra el suelo. La nariz le estalló mientras le invadía la vista una nube de puntos negros. Por un instante, creyó que se iba a desmayar. Cuando la soltó, se palpó con mano temblorosa la nariz. Le salía sangre a chorros. A continuación la cogió por los tobillos, la volvió boca abajo pese a sus coces y se dejó caer con todo su peso sobre su espalda, aplastándola contra el suelo, con una rodilla clavada en sus riñones. Le aprisionó las muñecas, le torció los brazos en la espalda y le puso unas finas esposas, que apretó hasta hundirle los cierres en la carne.
—¿Entiendes lo que me voy a ver obligado a hacer ahora? ¿Entiendes, pobre idiota?
Su voz tenía un tono furibundo y quejoso a la vez. Habría podido matarla sin problema ya, con un arma o partiéndole el cráneo, pero todavía abrigaba una duda. Matar a un policía era un paso considerable, una decisión que exigía reflexión. Quizá le quedaba una tenue posibilidad…
—¡No hagas el imbécil, Zlatan! —exclamó con voz gangosa a causa de la sangre que le inundaba la nariz—. ¡Kanté está al corriente y también mis superiores! ¡Si me matas, te van a condenar a perpetua!
—¡Cierra el pico!
Le descargó otro puntapié, más flojo que los otros, pero que al caer sobre una zona ya magullada le resultó igual de doloroso.
—Me tomas por un idiota, ¿eh? ¡Ni siquiera me has enseñado la placa! ¡Y nadie te ha encargado hacer esto! De Kanté me ocupo yo. ¿Quién más está enterado?
Le propinó otra patada y ella apretó los dientes.
—¿No quieres hablar? No te preocupes, otros más duros que tú se han rendido ante mí…
Escupió en el suelo. Después se inclinó, le registró los bolsillos, se quedó con su iPhone y recogió el arma que se le había caído al suelo. Luego introdujo la manaza entre la cremallera de la cazadora de cuero y le acarició un instante los pechos a través de la camiseta, antes de alejarse hacia su despacho, dejándola maniatada y aturdida en medio del pasillo.
★ ★ ★
Servaz no dormía. Demasiadas preguntas le impedían conciliar el sueño. La cafeína galopaba por sus venas al mismo tiempo que el calmante que le había administrado la enfermera y no sabía, entre el café, la adrenalina o el Bromazepan, cuál de ellos iba a ganar la partida.
El silencio era total en el cuarto. Ya solo oía el estrépito de la lluvia llegado del exterior y, de vez en cuando, unos pasos que resonaban delante de la puerta. Había intentado imaginar cómo sería, pero era incapaz. Había palpado con cuidado la venda de los ojos, que le daba la impresión de llevar una engorrosa y rígida máscara para dormir. Se sentía totalmente desamparado.
Con la vista prendida de la nada, cavilaba.
El descubrimiento del cadáver en el interior del Mercedes confirmaba su intuición: los asesinatos estaban vinculados con el accidente del autobús. Todo apuntaba a que la pelea del jefe de bomberos con los vagabundos no había sido más que una puesta en escena para desviar las sospechas. Nadie había vuelto a ver a los supuestos mendigos. El asesino o asesinos habían obrado con gran habilidad. Para un investigador era casi imposible relacionar una pelea que acaba mal en Toulouse con una desaparición ocurrida a cien kilómetros de allí tres años más tarde. A ello había que sumar los otros casos que sin duda iban a aflorar, protagonizados por otros actores de aquella trágica noche…
Algo no encajaba, sin embargo.
La sensación que había tenido anteriormente se manifestaba de nuevo. Había un detalle que no quedaba claro. Si habían sido fruto de asesinatos y no de accidentes, las muertes del chófer y del jefe de bomberos habían sido disimuladas con gran esmero… cosa que no ocurría con la de Claire Diemar…
El analgésico que le habían obligado a tomar empezaba a hacer efecto. La cabeza le daba vueltas. Temiendo que la hermana morfina iba a tener la última palabra, maldijo a los médicos, las enfermeras y todo el cuerpo médico. Él quería permanecer lúcido, operativo. La duda crecía en su interior, como una flor venenosa. A Claire Diemar la habían matado de una manera que la relacionaba sin margen de duda con el accidente de autocar. «La lámpara en la garganta, la bañera iluminada, incluso las muñecas en la piscina…». Aquella era, sin embargo, la primera vez que el asesino quería dejar patente el vínculo entre ambos sucesos o, en cualquier caso, la primera vez en que este resultaba tan evidente. De todas maneras, tanto en la muerte del bombero —ahogado en el Garona— como en la del conductor del autobús —despeñado en el lago con su coche en el mismo lugar en el que el autobús se había salido de la carretera—, existía también el vínculo, aunque habían tomado precauciones para disimularlo.
Aquella vez era distinto, se volvió a repetir. La muerte de Claire evocaba directamente el accidente, sin ninguna clase de maquillaje. También ponía de manifiesto la rabia del asesino, su falta de control.
De improviso, todo encajó. ¿Por qué había tardado tanto en ver lo que tenía ante su vista desde el principio? Durante todo ese tiempo, había estado allí, sin pretender ocultarse siquiera. Se acordó del sentimiento que lo había asaltado al comienzo de la investigación, en el jardín de Claire, al descubrir las colillas. Había tenido la desagradable impresión de asistir a un número de prestidigitación. Alguien quería obligarlos a mirar en la dirección errónea… Había creído barruntar la presencia de una sombra, que se desplazaba a escondidas detrás de aquel drama. Ahora, en cambio, lo sabía con certeza. Sintió un acceso de náuseas. Esperaba todavía equivocarse. Rezando por que así fuera, seguía mirando la habitación frente a sí, sin verla. Los truenos retumbaban en sus oídos. Iban y venían, insistentes, igual que la idea. Claro. ¿Cómo no lo había visto antes? Todo estaba allí, delante de sus ojos. Nadie estaba mejor situado que él para comprender. Debía avisar a Vincent, sin dilación, y al juez…
Buscó a tientas el móvil. Sus dedos se cerraron en torno al aparato y el pulgar detectó la abultada tecla de activación del medio.
Después localizó las teclas más pequeñas de abajo… Era incapaz, no obstante, de pasar a la lista de contactos y, menos aún, de leerla. Intentó marcar un número a tientas, se llevó el teléfono al oído, pero una voz impasible le informó de que se había equivocado. Efectuó una nueva tentativa, con igual resultado. «El timbre…». Palpó cerca de la cama, lo encontró y apretó. Aguardó un minuto. Nada. Volvió a presionarlo. Al final se puso a gritar: «¿Hay alguien?». ¡No hubo respuesta! ¿Dónde se habían metido todos, por Dios? Apartó la sábana y se sentó en el borde de la cama, apoyando los pies desnudos en las baldosas. Una extraña sensación se adueñaba de él. Había algo más… Una segunda idea rondaba en el linde de su conciencia, tratando de captar su atención. Guardaba relación con algo inmediato, con lo que había ocurrido desde que se encontraba en aquella habitación. Después de todas aquellas emociones, le costaba mantener las ideas claras. El calmante surtía efecto, porque se sentía cada vez más pesado y adormilado. La urgencia le fustigaba, con todo, la sangre. Debía mantenerse despierto a toda costa. Había estado a punto de pensar en algo importante, algo… vital.
Cometió un solo error, pero con eso fue suficiente.
Ziegler se acordó de la manera como le había tocado los pechos antes de alejarse. Con la respiración afanosa a causa del dolor, permanecía tendida de espaldas en medio del pasillo, maniatada. Contorsionándose como una lombriz, con la mandíbula apretada, consiguió agarrar el borde de la camiseta bajo la cazadora y tirar con violencia de ella. Joder, aquella baratija era mucho más resistente de lo que había creído. Por más que tiró con todas sus fuerzas, el dichoso tejido se negaba a rasgarse. «¡Mierda!
¡Made in China
, pues vaya!». Apoyó la nuca en el polvoriento suelo para recobrar el aliento y, soportando la cruel mordedura de las esposas en las lumbares, se esforzó por hallar una solución. Después volvió la cabeza hacia el zócalo que se encontraba junto a su cara. «Un clavo…». Estaba claro que había escapado a la nivelación del martillo, porque sobresalía uno o dos centímetros. Reptó de lado para acercarse más a la pared. Era un clavo de cabeza plana, bastante ancho. Era una idea tonta, pero no perdía nada con probar… Se deslizó sobre las nalgas para situar el clavo a la altura del ombligo y luego trató de rodar en dirección a él. Entonces comprobó con asombro lo mucho que costaba cuando uno tenía las manos atadas a la espalda. El problema principal era el codo derecho, que hacía de tope. Por más impulso que tomara, el dichoso codo la detenía y la bloqueaba cada vez antes de volverse. Aparte estaba el dolor, porque el cabrón de Jovanovic la había golpeado varias veces allí. A la tercera tentativa, no obstante, logró superar el obstáculo y se halló con la mejilla y el hombro aplastados contra la pared justo por encima del zócalo y el resto del cuerpo apretujado entre el suelo y la parte inferior del tabique, con el clavo justo debajo de su camiseta, a unos milímetros de su barriga. «Ya falta poco…». A continuación propulsó al máximo la pelvis contra el zócalo y empezó a arrastrarse lentamente hacia abajo, destinada a hacer subir el clavo hacia el pecho. Aquello también era dificilísimo. No obstante, advirtió con alivio que se había enganchado bien a la camiseta, entre la cazadora abierta. Una vez que el clavo hubo levantado lo bastante la camiseta sobre su torso, respiró a fondo. «Una, dos, tres…». Se apartó de la pared con un brusco movimiento… El ruido que produjo la camiseta al rasgarse casi la hizo exultar.
Cerró los ojos y, haciendo una pausa, aguzó el oído. Oyó a Zlatan que revolvía en un cajón del escritorio para luego introducir un cargador en la pistola y la recorrió un escalofrío. Luego se dio cuenta de que también estaba llamando por teléfono.
Disponía de una tregua.
Fustigada por la urgencia, faltó poco para que olvidara el dolor. Agarrando sin demora el borde posterior de los vaqueros entre las manos atadas, se retorció de un lado a otro hasta extraer la prenda por las caderas, las nalgas y la práctica totalidad de los muslos. Luego persistió como una posesa, reptando por el suelo para hacer deslizar el pantalón a lo largo de las piernas y empujarlo por fin hacia un rincón con los pies. Todo su cuerpo dolorido protestaba, pero lo había conseguido. «Ese cabrón no sabe quién soy yo». Vestida solo con la cazadora de cuero abierta encima de la camiseta desgarrada, el sujetador y las escuetas bragas caladas de color rosa, aguardó su regreso con las piernas abiertas, en una postura totalmente impúdica. «Es ahora o nunca —se dijo—. Será la gran representación de la Caperucita Roja y el malvado lobo…».
—Joder, ¿qué has hecho?
Levantó la cabeza. Al ver cómo posaba su reluciente mirada en sus pechos, su vientre, sus bragas, supo que había elegido la estrategia adecuada, que pertenecía a aquella categoría de hombres. Tal vez no iba a funcionar, pero existía una ínfima posibilidad. Zlatan detuvo la mirada en el arranque de sus muslos. Parecía perplejo, sumido en una intensa reflexión. Sabía que aquel no era el momento oportuno, desde luego… pero le costaba despegar los ojos de aquel espectáculo. Ella estaba maniatada y tendida a sus pies, a su merced.
—Desátame —pidió—. Por favor… no hagas eso…
Abrió conscientemente los muslos y se retorció y arqueó, como si quisiera liberarse. Entonces notó que sus bragas descendían un poco más en las nalgas. Perfecto… Tenía la vista clavada en ella, con una mirada dura, malévola, brillante, primitiva, la mirada de un predador. De nuevo, percibió el dilema en su expresión. Se debatía entre la urgencia que tenía de deshacerse de ella y lo que veía: a una mujer muy guapa, casi desnuda, a su disposición. La atracción de aquella carne ofrecida ante sí resultaba casi irresistible para un hombre violento y depravado como él. Estaba allí, en el suelo, maniatada, sin arma, indefensa… Nunca se le volvería a presentar una ocasión semejante, seguro que era eso lo que se decía. Ella atisbo el mensaje de la excitación sexual que se abría paso a través de su cerebro, entorpeciéndole el razonamiento.
Renunciando a pensar más, se llevó la mano al cinturón y deshizo la hebilla. Ella inspiró profundamente.
—Para… no… no hagas eso —dijo.
Sabía perfectamente que aquella clase de mensaje surtía el efecto contrario en esa clase de hombre. A continuación él desplazó la mano hacia la bragueta, despacio, sin despegar la vista de ella, y dio un último paso hacia delante. En el momento en que la torpe manaza pugnaba con un pertinaz botón, el tercero, mientras la otra seguía sosteniendo el arma, las piernas de Ziegler se cerraron bruscamente en torno a sus tobillos, como una pinza. Luego las replegó con violencia hacia sí, componiendo con sus propios tobillos cruzados un nudo fatal.
Percibió el brillo de sorpresa que asomó a sus ojos cuando perdió el equilibrio. Aunque agitó las manos como aspas, cayó cuan largo era y se estrelló la cabeza contra el zócalo. Ziegler no perdió de vista el arma, que cayó entre ambos. De esta brotó un ensordecedor disparo. Un agudo silbido, como el de un cohete de fuegos de artificio, le taladró el oído y un cálido aliento le acarició la mejilla cuando el pequeño pedazo de metal pasó muy cerca de ella antes de ir a incrustarse en algún punto de la pared con un sordo chasquido. Una nube de humo se elevó, inundando el pasillo de un acre olor a cordita. Ella reptaba ya, pataleando, meneándose, impulsándose con desesperación con los pies y las nalgas sobre el suelo, hasta que se apoderó de la pistola en el momento en que él mismo la buscaba con la mirada mientras se frotaba la nuca. Se colocó de costado, con los hombros aplastados contra el suelo y la mirada encarada hacia sus pies y hacia el propio Zlatan, apuntándolo con el arma que sostenía con las manos atadas, pegadas a las nalgas.
—¡No te muevas, cabrón! ¡Si haces el más mínimo gesto, te vacío el cargador en la barriga, hijo de puta!
Él soltó una sarcástica carcajada. Bajo el entrecejo fruncido, sus ojos eran dos pozos de tinieblas, enfocados en el negro orificio del cañón adosado a la espalda de Ziegler.
—¿Y qué piensas hacer ahora? —replicó—. ¿Matarme? Me extrañaría mucho… ¿Vamos a quedarnos mucho tiempo así? Te recuerdo que soy yo el que tiene tu iPhone y la llave de las esposas. ¿Has visto en qué postura estás? ¡Dentro de dos minutos, tendrás el brazo completamente agarrotado!