El círculo (70 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El círculo
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También volvía a ver la casa del lago, la terraza donde le gustaba tomar el desayuno cuando hacía bueno, con un libro en la mano, frente al liso y apacible espejo del agua donde se reflejaban los árboles de la otra orilla, aquel islote de paz del que nunca se cansaba, turbado tan solo por el ruido del choque de una vela, los gritos de los niños en una propiedad vecina o el rumor de un motor fueraborda transportado por el eco.

Pensaba, además, en Martin… A menudo pensaba en él. Martin, su gran amor y su mayor fracaso. Se acordaba de las clases de Marsac en las que sus miradas se cruzaban veinte veces por hora, de su impaciencia para volverse a encontrar, de sus conversaciones sobre Schopenhauer, Nietzsche o Rimbaud, de sus ataques de cólera cuando él se cerraba en banda a la música y a los textos de Dylan, Morrison, Springsteen o los Stones. Ella lo apodaba «el Viejo» o «mi Querido Viejo», pese a que solo tenía un año más que ella. Pero cómo lo quería, Dios mío. Y todavía lo había querido más cuando descubrió lo que escribía. Era una persona capaz de abrir los pechos y los corazones como con una herramienta y plasmarlo todo en el papel, con un talento inaudito. Aquello era lo primero que había pensado al leer las primeras líneas de aquel relato corto,
El huevo
. Todavía se acordaba de la primera frase: «He acabado, definitivamente. Si tuviera que morir mañana, no habría ni una coma por modificar en esta historia… la más aburrida que se haya escrito nunca». Ella lo quería, lo admiraba, pero sabía que no era su primera lectora, que Francis, su álter ego, su hermano, se le había adelantado. A veces sentía celos de Francis, del poder que tenía sobre Martin. Y del poder que tenía sobre ella… por la droga… Por aquel entonces, vivía con el temor de que Francis se lo contara todo a Martin, que le dijera que la persona a la que quería más que a nada en el mundo era una drogadicta. Ese miedo no había dejado de atenazarla durante todo el tiempo en que habían permanecido juntos. Tal vez era por eso, en el fondo, por lo que lo había dejado, para liberarse del miedo…

Lo quería, lo admiraba… y lo había traicionado… Se acurrucó en la oscuridad de su tumba, con la mente vacía y el cuerpo tembloroso. De repente, el viento de la desesperación se llevó todas aquellas bellas imágenes iluminadas por el sol y las tinieblas el frío y el abismo se abatieron sobre ella. La locura regresaba, cerrando sus aceradas garras en torno a su cerebro. En aquellos momentos, se aferraba con todas sus fuerzas a una visión, la única que todavía la salvaba de una demencia sin remisión.

Cerraba los ojos y echaba a correr, sola, por una playa medio descubierta por la marea. Un brillante amanecer hacía centellear las olas y la arena húmeda y la brisa le alborotaba el cabello. Corría y corría sin parar, durante horas, con los ojos cerrados, acompañada por los gritos de las gaviotas, el acompasado ruido del mar, unas cuantas velas en el horizonte y la luz del alba. Nunca acababa de correr por aquella interminable playa, pues sabía que jamás volvería a ver la luz del día.

48
EL FINAL

Los proyectores alumbraban el recinto exterior de la cárcel. No había nadie en el párking. Servaz aparcó cerca de la entrada, invadido todavía por la rabia, una ira que había ido sustituyendo poco a poco el abatimiento y la fatiga.

El director los esperaba. A lo largo de la noche había recibido varias sorprendentes llamadas de la fiscalía, de la policía judicial y hasta del director de la administración penitenciaria, a quien la propia ministra de Interior en persona había animado a no reparar en medios para «facilitar las gestiones del comandante Servaz y del teniente Espérandieu». No entendía por qué todo el mundo se tomaba de repente tan a pecho aquel caso. Ignoraba que un diputado del partido gubernamental, la esperanza del partido, había estado a punto de ser detenido y ahora se encontraba definitivamente exculpado y que, al día siguiente, los miembros del partido se apresurarían a anunciar a la prensa que no había ningún cargo contra él, denunciarían con vehemencia «todas aquellas lamentables filtraciones», se presentarían en los platos de televisión para expresar que «en aquel país existía algo llamado la presunción de inocencia, un derecho que habían pisoteado en ese caso los miembros de la oposición». En París habían notado que el viento cambiaba de sentido y ya no era cuestión de dejar ver que habían abandonado demasiado deprisa a Paul Lacaze si se demostraba que era inocente. La consigna había cambiado y ahora había que presentarse como una piña.

Aun así, el director de la cárcel observó con suma circunspección al comandante de policía de ojos enrojecidos y pupilas dilatadas y al joven teniente que parecía un adolescente con aquella cazadora plateada. El primero tenía, además, hematomas y arañazos por toda la cara y las manos y una gran venda en la cabeza… como si le hubieran dado unos puntos en el cuero cabelludo. El director iba a cerrar la puerta tras ellos cuando Servaz tomó la palabra.

—Esperamos a alguien.

—Los de la fiscalía me han hablado solo de dos personas.

—Dos o tres… ¿qué más da?

—Escuchen, ya es más de medianoche. ¿Voy a tener que estar de plantón hasta que hayan acabado? Porque me gustaría…

—Ahí está.

En el párking barrido por la tormenta sonó un ruido de motor y luego apareció un coche con los colores de la gendarmería. De la puerta del lado del acompañante bajó una mujer con cazadora, pantalón y botas de motorista, con la cara atravesada por un curioso vendaje en forma de cruz que le tapaba la nariz y las mejillas. También llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Ziegler hundió la cabeza en los hombros al sentir la lluvia y se apresuró a recorrer los pocos metros que la separaban de la entrada. Había tenido que responder durante media hora al interrogatorio de un sustituto del fiscal de Auch y varios oficiales de la gendarmería de la sección de Investigación, pero había conseguido de todas formas ponerse en contacto con Martin. Le había explicado en pocas palabras lo que acababa de ocurrir, omitiendo una vez más mencionar que se había introducido en su ordenador.

—¿Cómo has podido descubrir todo eso? —le había preguntado él, perplejo.

No había parecido sorprendido al enterarse de que Marianne había encargado que lo espiaran. Sí había percibido, en cambio, la inmensidad de su tristeza. Martin le había pedido a continuación que se reuniera con ellos en la cárcel de Seysses. Se le notaba el cansancio en la voz y, cuando ella le preguntó por qué no estaba en el hospital, no contestó.

—Va con nosotros —dijo el policía.

«Jesús, menudos representantes del orden», pensó el director al ver aproximarse a la rubia desfigurada. Él tenía, sin embargo, órdenes concretas, transmitidas desde las más altas instancias. «Haga todo lo que le pidan ¿está claro?», le había dicho el director de la administración penitenciaria por teléfono. Con un encogimiento de hombros, ordenó a los guardianes que dejaran pasar a los tres recién llegados por los pórticos de seguridad y los acompañó a las entrañas de la prisión. Después de franquear tres filtros de rejas, el director sacó por fin un manojo de llaves, introdujo una de ellas en la cerradura y abrió la puerta del locutorio.

—Pasen. Los está esperando.

Se alejó rápidamente. Prefería no saber qué iba a suceder allá dentro.

—Buenas noches, Hugo —dijo Servaz al entrar.

Sentado detrás de la mesa de fórmica, con las manos cruzadas, el joven levantó la cabeza y lo miró.

Después su mirada se desplazó hacia Espérandieu y Ziegler, que entraban detrás de él, y Servaz percibió un asomo de sorpresa en los ojos azules cuando vio la cara de la gendarme.

—¿Qué ocurre? El director me ha sacado de la cama y ahora se presentan aquí…

Esforzándose por disimular su enojo, Servaz tomó asiento y aguardó a que Vincent e Irène se sentaran también. Los tres se colocaron frente a Hugo, al otro lado de la mesa. Desde el estricto punto de vista jurídico, no tenían ya derecho a entrevistarse con el muchacho en la investigación de la muerte de Claire, puesto que el juez ya le había dado a conocer las imputaciones. No obstante, en vista de los últimos acontecimientos, Servaz había obtenido del juez Sartet el permiso para comunicarse con él en el marco de la pesquisa por el asesinato de Elvis, un caso distinto aunque relacionado con el primero.

—David ha muerto —anunció en voz baja.

Una mueca de dolor deformó las facciones del joven.

—¿Cómo?

—Se ha suicidado. Ha entrado en la autopista en contradirección y ha chocado contra un camión. Ha muerto de inmediato.

Servaz taladraba con la mirada a Hugo. El dolor del chico era sincero. Pugnaba por no ponerse a llorar, con los labios torcidos como si hubiera engullido una caja de clavos.

—¿Sabías que tenía tendencias suicidas?

Hugo levantó la barbilla y mirando a Servaz, con los ojos húmedos, asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿Desde cuándo?

El joven se encogió de hombros, como si quisiera decir: «¿Qué más da eso, ahora?».

—David siempre ha sido depresivo desde que lo conozco —articuló con voz inexpresiva—. Incluso cuando éramos niños, siempre fue… raro… Tenía una especie de humor negro… y esa sonrisa triste. A los doce años, ya sonreía de esa manera.

Servaz vio que aspiraba hondo, como si se dispusiera a zambullirse en el agua.

—A veces tenía reacciones imprevisibles. Podía pasar de la alegría a la desesperación en un segundo. Una vez, lo vi arrojar una voluminosa piedra a la cabeza de un compañero solo porque este le llevó la contraria. Cuando se ponía así, los amigos lo evitaban… aunque yo no. Su madre lo estuvo mandando a varios psicólogos durante años, hasta que él se cansó. Todo eso es por culpa del cabrón de su padre —espetó, con voz corrosiva como la lava—. Y también del capullo de su hermano. Fueron ellos los que lo echaron a perder… A esos dos hijos de puta deberían condenarlos por acoso moral, si quieren saber mi opinión… Me acuerdo de una vez en que David llevó una chica a casa cuando tenía catorce años, una chica estupenda. Su hermano se regodeó tanto humillándolo delante de ella y estuvo tan grosero con la muchacha que esta no quiso volver a poner los pies en su casa ni dirigirle siquiera la palabra. Su padre tenía la costumbre de decir a su madre que habían tenido «un niño y una niña». Le prohibía leer o tener siquiera libros en su habitación. Decía que la lectura lo volvía afeminado. Su padre se jactaba de haber llegado bien lejos sin haber leído un libro en toda su vida, ni siquiera en la escuela.

—En ese caso, ¿cómo es posible que David hubiera acabado yendo a Marsac?

—Hacía mucho que su padre y su hermano se habían desinteresado por completo de lo que hiciera o dejara de hacer David. Decidieron que era irrecuperable y no había nada más que hacer. Creo que eso le dolía incluso más que los malos tratos. Fue su madre quien financió sus estudios con su dinero personal. Ella siempre trató de proteger a David de su padre y de su hermano, pero era débil y también sufría sus vejaciones.

—¿Había cometido ya otras tentativas?

—Sí, varias. Una vez, trató incluso de rajarse el vientre con un cuchillo. Como los samurais, ¿sabe? Eso ocurrió después del episodio de la chica.

Servaz se acordó de la cicatriz que había palpado y se le formó un nudo en la garganta. Hugo los miró uno por uno.

—¿Por eso me han hecho despertar en plena noche? ¿Y ha venido acompañado así? ¿Para anunciarme la muerte de David?

—No exactamente.

—Me van a liberar mañana por la mañana, ¿no?

Servaz advirtió la inquietud en la voz, pero no respondió.

—Joder, David, mi amigo, mi hermano… —gimió de improviso Hugo—. Qué desastre tu vida, amigo mío…

—Lo ha hecho por ti —dijo Servaz con voz queda, pero audible.

—¿Cómo?

—Yo estaba con él en el coche. David se había acusado de los asesinatos de Claire Diemar y de Elvis Elmaz, y también de los de Bertrand Christiaens y de Joachim Campos…

—¿Quién?

«Buena representación —pensó Servaz—. No has caído en la trampa».

—¿No te dicen nada esos dos nombres?

—No. ¿Deberían sonarme?

—Son los nombres del jefe de los bomberos que fueron a rescataros al lago de Néouvielle y del conductor del autocar.

—Ah, sí. Ahora que lo dice…

—Y Claire Diemar también iba en ese autobús esa noche, ¿verdad?

Hugo lanzó una mirada extraña a Servaz, mientras tras los cristales retumbaba un trueno.

—Es verdad. Estaba allí. Cree que hay una relación entre el accidente y su muerte, ¿no es eso? ¿Dice que David se acusó del asesinato de Claire? ¿Antes de suicidarse?

Servaz lo observó. Hugo parecía francamente estupefacto. Era un actor extraordinario.

—Si se ha suicidado lanzándose contra un camión y usted estaba en ese coche, ¿cómo se entiende que usted se encuentre ahora aquí? —preguntó con suspicacia.

Servaz se tuvo que contener para no abalanzarse sobre él por encima de la mesa.

—Se ha acabado —declaró Ziegler con tono pacífico.

El joven desplazó la mirada hacia ella.

—Estuvo bien pensada la jugada del cuaderno. Era arriesgada, pero hábil. Primero te acusaba y luego te exculpaba.

«Supongo —prosiguió, en vista de que no había suscitado ninguna respuesta— que si los policías encargados de la investigación no hubieran llegado lo bastante lejos en sus indagaciones, si no hubieran demostrado, digamos, una curiosidad y una conciencia profesional suficientes, tú mismo habrías sugerido a tu abogado que pidiera un análisis grafológico.

Durante una ínfima fracción de segundo, asomó la chispa, la señal que aguardaban. Después desapareció de inmediato.

—¡No entiendo a qué se refiere, hostia! No es mi letra la del escrito en ese cuaderno.

—Por supuesto que no —intervino Servaz—, puesto que es la de David.

—Entonces, ¿es verdad? ¿Fue él el que la mató?

—Serás cabrón… —dijo Ziegler.

—¿Fuiste tú quien le pidió que escribiera esa frase en el cuaderno, Hugo? ¿O fue él quien lo hizo por iniciativa propia?

—¿Cómo? ¡No entiendo nada!

Cayó otro relámpago, más cerca esa vez. Alguien lanzó en las entrañas de la prisión un largo y doloroso grito, que cesó de repente. Después en el pasillo resonaron los pasos de un guardián. A continuación regresó el silencio, aunque el silencio nunca duraba mucho en la cárcel.

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