El club de los viernes se reúne de nuevo (33 page)

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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Hora y media más tarde, ataviada con un vestido negro sin mangas y resistente a las arrugas que siempre llevaba en su equipaje de mano, con el cabello seco y ligeramente maquillada de nuevo, Catherine estuvo lista para tomar una copa de vino y reunirse con sus amigos. Cayó en la cuenta de que llevaba muy poco tiempo sin ver a Dakota y ya echaba de menos su presencia, y pensó que tal vez eso también fuera una señal. Hacía días que nadie le mandaba un mensaje de texto. Incluso tenía ganas de ver a la pequeña Ginger. Quizá la interpretación externa que siempre andaba buscando para saber si encajaba era, en realidad, algo totalmente interno: no se trataba tanto de lo que sentían sus amigos hacia ella sino de lo que ella sentía hacia ellos.

Echó un vistazo a la cesta que le habían regalado, quitó el envoltorio a un bombón y dejó que se fundiera en su boca mientras buscaba la tarjeta. Las flores del dormitorio eran de James y Dakota, acompañadas por una nota que la emplazaba a tomar una copa en la
suite
de Lucie a las ocho de la tarde. Se preguntó quién podía haber enviado entonces aquel obsequio.

«¡Bienvenida a Roma! Saludos del viñedo Cara Mia. Marco Toscano.»

¡Marco! Por supuesto. Su exportador de vinos favorito, el de la voz suave y las alegres charlas por teléfono. Aunque en principio tenía pensado hacer una excursión para visitar el viñedo, la cuestión era que ya se había comprometido a vender el vino. No tenía ninguna necesidad de hacer el viaje. No obstante, estaba claro que a Marco le preocupaba el hecho de que su falta de entusiasmo por ver las actividades de su familia significara otra cosa. Una crisis de confianza, quizá. Bueno, en ese sentido podría ser que tuviera razón, pensó Catherine, pero no tenía relación con el trabajo. Se hizo con un puñado de bombones, se llevó dos botellas de vino bajo el brazo y se dirigió al ascensor, rumbo a la
suite
de Lucie.

—¡Oh, Dios mío! —, exclamó Dakota cuando abrió la puerta y vio a Catherine, y entonces salió sigilosamente al pasillo—. Hola. ¡Isabella está aquí! La cantante, ¿sabes?

Hablaba en voz baja y dirigía la mirada a un lado y otro, como si estuviese llevando a cabo una misión de espionaje.

—Hola a ti también —correspondió Catherine, y le dio las botellas de vino.

—Sí, vale, ¡mua, mua!, abrazo, abrazo —contestó Dakota, y puso los ojos en blanco.

—¿Desde cuándo sigues a las estrellas del pop italianas?

—Desde que está sentada en nuestro salón —contestó Dakota con excitación—. Además, tiene un álbum en inglés. El año pasado estuvo en los Grammy, ¿te acuerdas? Fue la que rompió el matrimonio de esa estrella de cine... —Dakota aguardó a que a Catherine se le encendiera la bombilla del entendimiento, pero no fue así. La joven suspiró e intentó volver a explicar por qué Isabella tenía tanto interés para una universitaria de Nueva York. Al cabo de un momento, frunció el ceño—. Pareces distinta. Tienes la piel más tersa o algo. ¿Te has cambiado el peinado? Se ve menos arreglado. ¡Pero ahora no hay tiempo para secretos de belleza, Catherine!

Catherine no había dicho ni una palabra en medio de las divagaciones de Dakota sobre estrellas de cine, cantantes y la revista
People.
La muchacha tenía tantas cosas que decir que parecía como si no hubiera hablado con ella en meses.

—La cuestión es que ahora mismo Isabella está en la habitación de al lado junto con, digamos, unos ocho millones de miembros de su séquito, y acaba de alabar el conjunto que llevo.

Catherine no se había fijado en lo que llevaba puesto Dakota y lo miró: una blusa roja de punto confeccionada con una mezcla de cachemira muy liviana y cuya parte delantera estaba tejida en punto de trenza. La banda de la orilla inferior le llegaba justo por debajo del trasero y rozaba la parte superior de los muslos.

—Veo que esta noche llevas piernas —comentó Catherine—. ¿Éste no es el jersey que hiciste en tu último curso de instituto?

—Totalmente —respondió Dakota—. Lo he reinventado como vestido. Está guay, ¿eh? Isabella quiere uno igual. Y usa la talla cero. Hace que a su lado cualquiera parezca gordo, incluso tú.

—Hoy derrochamos encanto, ¿eh? —, refunfuñó Catherine—. ¿Tengo que participar en este espectáculo? No sabía que era una fiesta.

—Se supone que la fiesta no es hasta más tarde, en la terraza —explicó Dakota—. Pero Isabella y su representante han venido para negociar algunos detalles con Lucie. El rodaje empieza mañana.

—¿Está James?

—Creía que habías visto mi modelito. No llevaría esto puesto si él fuera a venir. Tiene que trabajar hasta tarde. Algún problema en Singapur, o algo así.

—¿Y tú no deberías saber qué ocurre?

—Los que están en prácticas no dirigen el cotarro, Catherine —dijo Dakota—. Lo único que hago es tomar notas y archivar.

—¿Cuántos días has trabajado?

—Casi todo el día de hoy —se quejó Dakota—. De modo que sólo he visto la ciudad desde el coche.

Espontáneamente, y con los bombones aún en la mano, Catherine rodeó a Dakota con los brazos y le dio un fuerte abrazo, teniendo cuidado con las botellas de vino que le había dado antes.

—¡Ay, qué duro es tener dieciocho años y estar atrapada con un trabajo veraniego en la ciudad más maravillosa del mundo! —exclamó, burlándose de ella.

—Bueno, no todo es malo —replicó Dakota nerviosa; miró a uno y otro lado y bajó la voz—: He conocido al chef.

Aguardó a que Catherine se sintiera sobrecogida.

—Eso está muy bien —dijo Catherine—. Te he echado mucho de menos, ¿sabes? Pero si tu padre te ve con este vestido, y no es que no te quede bien, no voy a cargar con la culpa si intentas hacerle creer que fue una sugerencia mía.
Capice?

—Entendido —contestó Dakota—. Aunque, ¡a quién le importa un vestido cuando puedo deambular por la cocina!

—¿Deambular?

—¿No me has oído? He conocido a Andreas. En la cocina. ¡La cocina!

Dio un salto que dejó al descubierto hasta el último centímetro de sus largas piernas. Entonces fue ella, Catherine, la que echó un vistazo en derredor para asegurarse de que no viniera nadie por el pasillo, en especial James.

—Estaba haciendo tarta de chocolate y dejó que lo observara, y luego me dijo: «¿Quieres sacar la crema de leche de la cámara?», y resulta que era absolutamente enorme y estaba llena de toda clase de fruta, leche y todo lo que puedas imaginar... y le dije: «Claro que sí, chef». ¡Lo llamé «chef», como si trabajara para él! Y luego vi cómo metía la tarta en el horno.

—Suena... estupendo —comentó Catherine, que rara vez cocinaba, y elaboraba pasteles aún con menos frecuencia.

—¿Estupendo? —gruñó Dakota—. Fue una revelación. Mi padre ni siquiera se dio cuenta de que estuve dos horas ausente. Andreas hizo masa, y unas galletitas minúsculas para servir con el café expreso, y luego hizo granita de frambuesas y lima. ¡Y me dejó probarla!

—¿Estaba buena? —preguntó Catherine, que notó que se le alborotaban las tripas.

—La palabra buena no expresa ni siquiera una aproximación de la magia que obra Andreas —afirmó Dakota, como si lo estuviera vendiendo—. Era etérea. Tal como debería ser toda la comida.

—Pregúntale a ese tal Andreas si puedes prepararme unos
muffins
—le dijo Catherine—. Necesito una exquisitez estilo Dakota.

—¿Crees que me dejaría? —preguntó la joven con los ojos muy abiertos.

—Lo dudo —admitió Catherine, que lamentó haberle dado esperanzas.

—Bueno, no pasa nada —decidió ella—. Me dijo que podía pasar después de la hora punta de la comida. Es estupendo, ¿no te parece?

—Fabuloso. Y ahora, si te parece, ¿podemos dejar ya este pasillo, por favor?

—Por supuesto.

Dakota abrió la puerta y reveló a Lucie, que se hallaba enzarzada en una animada conversación con un hombre a un lado de la estancia. Sentada en el sofá con varias botellas de vino tinto sobre la mesa que tenía enfrente, había una chica delgada que debía de tener poco más de veinte años, con una corona enorme de rizados tirabuzones. Iba vestida con lo que parecían varias capas de pañuelos, pensó Catherine, quien, como de costumbre, apreció el arte de vestirse con brevedad.

—¡Vino!
—gritó Isabella, y le dirigió una señal de asentimiento a Dakota, como si ésta hubiera salido con el único propósito de ir a buscar a Catherine y que ésta aportara más vino.

—¡Catherine! —exclamó Lucie, que se puso de pie y se acercó a saludarla. La expresión de alivio de su rostro al ver las botellas de vino en brazos de Dakota resultó evidente—. ¿Te importa si lo servimos? He pedido más botellas, pero los invitados están muy... sedientos.

En unos momentos se abrieron las botellas y se hicieron las presentaciones. Isabella bebió una copa, luego otra.

—Me encanta este vino —alabó en un inglés casi perfecto—. Es magnífico y ligero.

—Es del viñedo Cara Mia —explicó Catherine—. Lo vendo en mi tienda de Nueva York.

—¿En Nueva York? ¿Cómo pueden permitir que este buen vino italiano salga siquiera del país? —comentó Isabella.

—De la misma manera como te exportan a ti, supongo —repuso Catherine, que al instante fue interrumpida por Lucie.

—Si tanto te gusta, podemos traerte más —afirmó, con un gesto hacia su famosa estrella del rock.

—Sí, por favor —respondió Isabella—. Y no sólo unas cuantas botellas, no. Quiero varias cajas.

Dakota abrió unos ojos como platos.

—¡Oh, no! No son para bebérmelas en un día ni nada parecido —aclaró la estrella—. Pero sé que si algo me gusta, lo mejor es entregarme a ello. Traedme más vino, y procurad que también lo haya en el plato. —Se acercó a Lucie y le tomó la mano con aire solemne—. Sé que harás que quede estupenda ante la cámara —le dijo—. Y no bromeaba acerca del vestido de Dakota. Digámosle al estilista que haga algo parecido.

—Éste está tejido a mano —repuso Lucie—. Lo confeccionó Dakota.

Como si fuera un reflector, Isabella volvió todo su encanto y atención sobre Dakota.

—¿Querrías hacer algo así para mí? —le preguntó.

—Sí —contestó Dakota, extasiada por su encuentro con una persona famosa. ¿No sería la historia perfecta para contarle a Andrew Doyle?

—Entonces, ya está todo arreglado —declaró Isabella—. El rodaje empieza el jueves, tú me traerás el vino y tú me harás un vestido. Como el tuyo. Corto, cortito. Y quizá un poco más ceñido.

—Puedo hacértelo en dos días —dijo Dakota—. Iría más rápido si prescindiera de las mangas.

—Bien —asintió Isabella, que tomó de la mesa la botella del viñedo Cara Mia que quedaba sin abrir y se la metió bajo el brazo.

—Y el rodaje empieza mañana —le recordó Lucie.

Isabella sonrió ampliamente y le brillaron los ojos.

—De acuerdo —dijo tranquilamente—. Pero no me verás hasta el jueves.

Y con estas palabras salió majestuosamente de la habitación llevándose consigo a su representante y a sus amigos y dejó a Lucie, Catherine y Dakota pensando en qué lío se habían metido.

Capítulo 23

Por fin. Después de un día cuidando de Ginger, que pasó principalmente mirando un payaso en la plaza Navona y a la caza de toda una variedad de tiendas de juguetes, y de otra tarde mecanografiando notas para su padre, a Dakota le habían concedido un hermoso día entero para ella. Lucie iba a necesitarla a última hora de la tarde porque el rodaje empezaba de noche —Isabella había confirmado su asistencia—, pero, durante siete horas, era libre para hacer lo que quisiera.

Siguió la dirección en que la llevaban sus ojos, atraídos por las cúpulas aquí y allá, y su olfato, que olía la deliciosa comida que se preparaba en algún edificio cercano. En todas direcciones había algo que despertaba su curiosidad y prácticamente corría de un lado a otro, fascinada por todo, desde los jóvenes que discutían con vehemencia mientras tomaban un
capuccino
hasta el singular despliegue de Mussolinis y nazis en el escaparate de la tienda de juguetes.

—¡Vaya! Esto sí que no se ve todos los días —comentó en voz alta sin dirigirse a nadie en particular.

Dobló el mapa, se lo metió en el bolsillo de su cazadora vaquera y se puso a pasear sin más, experimentando la alegría de descubrir una fuente con tortugas en medio de un barrio sin ver ningún tipo de explicación ni nada más que apartamentos y coches alrededor. Pero claro, aquello era Roma, una ciudad construida sobre una ciudad construida sobre una ciudad. Pulsó un timbre para que la dejaran entrar en una lujosa tienda de porcelana cuyo único dependiente estaba sentado en una mesa elegante, al parecer ajeno al maravilloso despliegue de platos que se alzaba por la pared hasta los techos encofrados a más de tres metros y medio del suelo. Una fantasía de vajillas de porcelana. El edificio en sí se hallaba tras un enorme juego de columnas, con letras latinas grabadas en la parte anterior. A unos pasos de distancia se había terminado un edificio de apartamentos dentro de las ruinas de lo que parecía un teatro antiguo, con modernas ventanas de ladrillo y cristal por encima de unas hileras de arcos y cuya «zona verde» consistía en una serie de piezas caídas de piedra y mármol, algunas de ellas con intrincados grabados, que estaban allí, en el suelo, tal cual. Un letrero escrito en varios idiomas advertía a los transeúntes de la prohibición de llevarse algún recuerdo de las ruinas. «¡Cuánta historia debe de haber en este lugar!», pensó Dakota, tanta como para poder dejarla allí, esperando el momento en que hubiera suficiente tiempo y dinero para ir a recogerla.

Sacó fotografías de iglesias y cafés, de escaparates de colmados y de establecimientos de zapateros remendones. De Vespas aparcadas y en marcha. Se compró tantas pastas que no podría comérselas ella sola, ansiosa por probar todos los sabores y cautivada por el concienzudo envoltorio de papel de seda y un fino cordón atado en torno a cada una de aquellas exquisiteces. Un pastel danés metido en una bolsa blanca, tal como hacían en su país, nunca le pareció menos profesional que cuando lo comparó con el amor que el panadero y su esposa volcaban en cada uno de sus pasteles. Su regalo al mundo.

Metió los dedos en la Boca de la Verdad en Santa Maria in Cosmedin y contempló el templo de Portuno desde el otro lado de la calle, llena de asombro por la manera en que lo antiguo y lo más antiguo chocaban con lo nuevo, por el modo en que los autobuses y los coches se abrían camino a bocinazos por la transitada calzada rumbo a lo que Catherine le contó que llamaban «la tarta de boda» —el monumento a Víctor Manuel— y a las ruinas del Foro Romano.

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