No obstante, pese a su deseo de llegar al Coliseo, sintió el impulso de ir en dirección contraria. Cruzó un puente ancho —el Ponte Fabricio—, fue al otro lado del río para asomarse a la iglesia de la Isla del Tíber y luego recorrió las calles del barrio del Trastevere, y se detuvo a tomar o degustar algo en toda clase de panaderías y heladerías.
Catherine le había contado que el truco para encontrar el
gelato
más fresco y natural era fijarse en el color del helado de plátano. Si era amarillo, era artificial; pero si tenía un color crema, incluso un tono un tanto grisáceo, entonces era de verdad.
Recorrió el largo trecho de muros del claustro de un convento pensando en las mujeres que habría dentro y luego se sumó a un partido de fútbol improvisado en una plaza cualquiera, intentando desesperadamente mantener el ritmo de aquellas dinamos de energía de diez años que no dejaban de reírse de su incapacidad para chutar la pelota y enviarla lejos.
Fue entonces cuando al fin sus pies dejaron notar su protesta y su cuerpo ansió un descanso. Y Roma, a diferencia de cualquier otra ciudad que hubiera visto, tenía una iglesia en cada esquina. Una buena tapadera para tener ocasión de descansar las piernas —podría incluso apoyar los zapatos en el reclinatorio— y parecer devota al mismo tiempo. Dakota no era religiosa por naturaleza; su madre había sido presbiteriana, pero nunca asistía a los oficios, y su padre, baptista, solía ir a la iglesia sólo cuando su madre, Lillian, estaba en la ciudad o cuando Dakota y él iban a visitarla. Ella no tenía ningún problema por no asistir a la iglesia, pues le gustaba tener los domingos por la mañana libres para hacer pasteles. No obstante, las breves estancias en las iglesias y basílicas le parecieron relajantes, la combinación de quietud y frescor del interior de los edificios le proporcionaba un respiro en sus extenuantes —y estimulantes— exploraciones de la ciudad.
—Si, si—
gritaron los niños intentando que se quedara a jugar con ellos—.
Viva il football.
Dakota les hizo señas para que se marcharan y se encaminó a través de un arco hacia una fuente antigua que había en la plaza frente a la iglesia de Santa Cecilia con la esperanza de que la brisa dirigiera el rocío del agua hacia ella. La enorme fuente estaba situada en el centro de una pequeña zona de césped, toda ella rodeada por un borde elevado de piedra y baldosas. Cruzó la plaza y entró en la iglesia, admirando allí la hermosa escultura de la figura tendida de la martirizada santa Cecilia, la delicadeza con la que volvía el rostro en su sufrimiento y, aun así, proyectaba una fortaleza eterna. Bajó a la cripta con paso perezoso y le pagó un par de euros a una monja de hábito blanco para ver las excavaciones. Los restos de una casa, un altar de un templo, una de las primeras iglesias. Todo junto. Mundos en colisión.
Salió del edificio y se detuvo a admirar los frisos de mosaico de la fachada. En general, había sido un día muy bien aprovechado. Y entonces la vio: una mujer de rizados cabellos castaños, sentada al borde de la fuente, de espaldas a Dakota. Los codos de la mujer le sobresalían un poco de los costados y los hombros estaban encorvados de una manera que ella conocía muy bien.
Estaba haciendo punto.
Al no poder verle la cara, resultó fácil pensar, sólo por un segundo, que la mujer allí sentada era su madre. Que llevaba toda la tarde esperando a que viniera, sólo para charlar allí en la iglesia. Dakota se preguntó cuánto tiempo había pasado dentro. La mujer no estaba cuando entró en la iglesia, y ahora la tenía allí delante.
«Hacía mucho tiempo que no me ocurría esto», pensó Dakota al recordar el período inmediatamente posterior a la muerte de Georgia en el que tenía la extraña sensación de que, sin saber por qué, en cualquier esquina podría tropezarse con su madre por la calle. O veía una figura alta de cabello rizoso en el metro y corría a alcanzarla, con la esperanza de que hubiera ocurrido alguna especie de milagro o una deformación del tiempo, le daba igual lo que fuera.
Por supuesto, aquella mujer no podía ser su madre. Y aun así, notó un nudo en la garganta mientras observaba a la desconocida que tejía atentamente las pasadas disfrutando de una tarde soleada, ajena a todo.
En su arrebato por ver todo lo que había en Roma en un solo día, Dakota no había esperado toparse con una cosa —el punto— que era esencialmente suya. Muy personal. Parecía fuera de lugar ver a una mujer romana corriente haciendo punto y, sin embargo, era perfecto. Un gran descubrimiento más en aquella hermosa ciudad.
Dakota se aproximó a la mujer lentamente, posponiendo el momento en el que vería su rostro y sabría, sin duda alguna, que no era Georgia.
Se sentó un poco por detrás de ella, a su derecha, y le dirigió miradas furtivas. La mujer llevaba el pelo un poco alborotado y éste le ocultaba el rostro. Y no vestía vaqueros, como solía hacer Georgia. No obstante, se dio cuenta de que sus puntos estaban bien hechos y de que trabajaba en lo que parecía ser una manga de color escarlata. Era un jersey para alguien. Para una hija, tal vez.
Cerró los ojos y sintió solamente el calor en la cara mientras escuchaba el débil borboteo del agua de la fuente y el continuo ir y venir de las agujas. Así pues, aquél también era el viaje a Roma de Georgia. Acompañándola en su recuerdo. A Dakota le encantaba hacer punto, disfrutaba con el tacto de la lana entre los dedos. Pero no quería gestionar una tienda de punto. Quería tener la libertad y la flexibilidad de hacer lo que quisiera.
La mujer dio un tirón para sacar más lana de la madeja que tenía en la bolsa y lo hizo con un movimiento fluido, sin ni siquiera romper el ritmo. Georgia también había tejido así. Con rapidez y sin esfuerzo.
«¡Qué estupendo sería tener con ella aunque sólo fuera una conversación!», pensó Dakota, mientras repasaba mentalmente todos los lugares y personas que había visto sólo en un día. No obstante, al final se quedó con una sola idea.
—Te echo de menos, mamá —dijo en voz alta.
Se puso de pie sin ganas, pero tenía el tiempo justo para regresar al V y mirar la confusa televisión italiana con Ginger y Dulce antes del baño y de acostarse.
—Si, si
—dijo la tejedora, sonriendo en dirección a Dakota y alzando ligeramente las agujas a modo de saludo mientras la muchacha continuaba su camino.
Por maravilloso que fuera estar en Roma, Catherine continuaba siendo de las que se levantan tarde, aun cuando llevara semanas en Italia. Ella se ceñía al milagroso horario de Catherine: no había luz del sol que pudiera hacerle abrir un ojo antes de las nueve de la mañana como muy pronto. Y, para prevenirse contra cualquier posibilidad de sueño interrumpido, se había asegurado de incluir en la maleta una selección de antifaces de seda que hacían juego con sus camisones, también de seda. Todo lo cual explicaba el hecho de que no estuviera muy receptiva a los fuertes golpes que sonaron en su puerta a las siete de la mañana. No lo estaba en absoluto.
—¡Catherine!
Oyó con claridad los gritos susurrados, pero intentó no hacer caso, con la esperanza de que desaparecieran. ¿Una gobernanta madrugadora, tal vez? Era poco probable que la llamara por su nombre.
—¡Catherine!
No parecía Dakota. Los demás clientes del hotel no tardarían en abrir las puertas para hacer callar a aquella maníaca. Metió la cabeza bajo una almohada y esperó que el ruido se desvaneciera.
—¡Catherine, soy Lucie!
Intento frustrado. Era como si no pudiera ignorar a Lucie sin más, Pero Lucie también era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que podía haber descolgado el teléfono y llamar a su habitación. Con gran esfuerzo y soltando un gemido, Catherine se levantó y observó por la mirilla de la puerta.
—¡Abre ya!
Sí, era Lucie, sin duda.
—No estoy despierta, y no creo en las citas sin previo aviso —gruñó Catherine, que abrió la puerta apenas un par de centímetros.
—Esto es una emergencia —dijo Lucie—. ¡Una verdadera crisis!
Catherine la dejó pasar.
—¿En serio? —dijo, preocupada—. ¿Dakota está bien? ¿Y Ginger?
—Oh, no, no es una crisis real —respondió Lucie, que torció el gesto—. Es una crisis tipo «estoy a punto de perder mi trabajo».
—En tal caso, estoy segura de que seré de gran ayuda. ¿Tal vez necesitas otro cámara?
—No. Se trata de Isabella. Se ha obsesionado con ese maldito vino que tuviste la gracia de traer.
—Pensé que habías arreglado las cosas para conseguir las existencias de varios establecimientos locales y poder entregarle una caja, ¿no?
—Lo hice. No fue suficiente. Dice que no necesita bebérselo ahora. Sólo desea saber que podrá beberlo siempre que le apetezca.
—Así pues, ¿exige más vino porque teóricamente quizá quiera disfrutar de él en algún momento indeterminado del futuro? —preguntó Catherine—. Vuelve a recordarme por qué se me ha despertado a causa de esta emergencia que no lo es tanto y por la que me van a salir arrugas por falta de un buen sueño.
—Porque es una estrella del rock —repuso Lucie—. Y quiere que la agasajen.
—¿Que la agasajen?
—Los famosos no pagan por la mitad de las cosas de las que disfrutan —explicó Lucie—. Se las regalan. «Muchas gracias por llevar las gafas de sol que fabrica mi empresa: ¿podemos ofrecerle lo mejor de nuestra línea, por favor?», y cosas así.
—Estupendo —comentó Catherine—. Los que más pueden permitírselo, lo tienen casi todo gratis.
—Es publicidad. Si un famoso utiliza un producto, nosotros, los fans, salimos corriendo a comprarlo.
—Yo nunca me he comprado nada sobre lo que leyera en la revista
People
—declaró Catherine—. Salvo la Créme de la Mer. ¡Pero nada más!
Se acercó tranquilamente al sofá, se sentó con los pies descalzos doblados bajo su cuerpo y agarró un cojín que se puso sobre el estómago. Se le empezaron a cerrar los ojos de manera involuntaria, aun estando sentada.
—¡No! —exclamó Lucie—. Tienes que ayudarme. Quiere que el viñedo Cara Mia le mande una selección de vinos gratis.
—¿Unas cuantas botellas?
—Varias cajas —dijo Lucie con desánimo.
—Mira, ¿no tiene un asistente personal que pueda llamarles? —Catherine decidió confesar—. Prácticamente los he dejado plantados. No paraba de darle vueltas a la visita al viñedo y a cómo era de importante para mí, y luego voy y paso de eso. Lo cancelé. Mi contacto, Marco, me ha enviado tres o cuatro correos electrónicos sugiriéndome fechas distintas y no he contestado ninguno. Me sentiría incómoda si tuviera que aparecer ahora diciendo: querría varias cajas de vino gratis para Isabella, por favor. No la conozco. Ni siquiera los conozco a ellos.
Lucie empezó a caminar de un lado a otro de la
suite.
—Dentro de media hora tengo que estar en el plató —murmuró—. La cuestión es ésta: Isabella se obsesiona. Por eso me contrataron a mí, porque se obsesionó con un vídeo que hice para una banda de chicos en Estados Unidos. Y no quiso aceptar a nadie más.
—¿La compulsión como camino al éxito? —preguntó Catherine—. ¿En lugar de ser sólo una ruta para volver loco a todo el mundo?
—Su fijación es lo que la hace estar en los primeros puestos de las listas de éxitos de por aquí. Practica y practica hasta que es perfectamente asombrosa. Pero ha decidido que quiere este vino. Ninguna otra cosa servirá. A decir verdad, creo que lo que pasa es que le gusta la etiqueta.
Catherine volvió a dejarse caer en el sofá.
—No te prometo nada.
—Tú eres buena persona, Catherine —dijo Lucie con una amplia sonrisa—. Aunque pases mucho tiempo fingiendo lo contrario.
—¿Y ahora te marcharás y podré dormir?
—Ahora me marcharé y tú puedes quedarte levantada una hora y llamar a ese tal Marco —contestó Lucie—. Corre la voz de que Isabella no quiere salir de su caravana hasta que sepa con seguridad que tendrá el vino.
—¿Has pensado alguna vez que te está manipulando? —le preguntó Catherine.
—Al precio que pagan no me conviene preguntármelo. Ginger va a empezar el primer curso con mocasines de Prada.
—¡Qué monada!
—Esto... Bueno, la verdad es que lo decía en broma. Podremos permitírnoslos en cuanto termine el verano, pero en cambio, lo que haré con ese dinero será ingresarlo en su fondo para la universidad y la mandaré a la escuela con zapatos Crocs. —Se encaminó hacia la puerta—. ¡No te duermas! —le ordenó—. Te llamaré dentro de unas horas para comprobar tus avances.
«Hola, Marco —se dijo Catherine mentalmente, imaginando lo que le diría a su enamorado telefónico—. Me preguntaba si podrías enviarme un camión de vino para esa estrella del rock consentida a la que de hecho no conozco. No, no, dudo que te promocione el vino. Y no creo que vaya a poder dejarse fotografiar llevándolo en el bolso. Así pues, ¿qué ganas tú con tu generoso regalo? Pues, por lo visto, no mucho.»
Concluyó que ese enfoque era poco probable que funcionara.
Sonó el teléfono móvil; era Lucie, realizando las comprobaciones con las que amenazó. Catherine dejó que saltara el buzón de voz. Luego inspiró profundamente y, sintiéndose bastante incómoda, llamó a Marco. Se le ocurrió tratar de fingir que era un seductor personaje telefónico, pero eso era más propio de su yo anterior. De antes de que Julio César y ella hubieran tenido su acuerdo de voluntades.
—¡Catherine! —exclamó Marco al oír su voz—. Estaba preocupado por ti. Esperaba que vinieras y al día siguiente ya no vuelvo a saber de ti. Pensé que podrías estar enferma, o haber sufrido un accidente.