—No, no, Marco. Lo que pasa es que he estado muy... ocupada con cosas en Venecia y Roma. Hubo cambios en mi programa y... —se interrumpió—. No, Marco —añadió—, la verdad es que tenía algunos asuntos personales que atender. He sido desconsiderada, y lo lamento.
—¿Hay algo que pueda hacer? ¿Tienes problemas?
—Gracias, no. Pero necesito pedirte un favor. Para una amiga mía. No sé ni por dónde empezar, porque en realidad no soy quién para pedírtelo, y...
—Tú pídemelo y ya está —contestó Marco—. Haré cualquier cosa por ti.
—Marco, ni siquiera me conoces. No tienes ni idea de qué voy a decir. Ni siquiera nos hemos visto nunca.
—No me importa. Me caes bien. Eres una de mis yanquis favoritas.
—¿Has conocido a muchas más?
—Sí —respondió—. Y tú me caes muy bien.
Catherine le dio una rápida idea general de la situación y esperó a que Marco le brindara su negativa o bien se ofreciera a enviar una caja. En cambio, accedió sin dilación a enviar una cantidad sustancial de vino a Isabella.
—Esto no es necesario, de verdad —le dijo Catherine.
—Sí lo es —replicó Marco—. Lo es porque tú me lo has pedido.
—¿Qué puedo hacer para corresponderte?
—Vaya, ahora me ofendes. No mando este vino con expectativas de ningún tipo. Lo hago porque eres mi amiga.
«¡Qué maravilla!», pensó Catherine. No creía que un hombre hubiera hecho nunca algo así por ella sin esperar nada a cambio. Sin ni siquiera haberla visto, o sin tener que mostrarle fugazmente un poco el busto o el muslo. Era tan reconfortante... Le pasó los datos que Lucie le había dado sobre la dirección y la ubicación y luego volvió a meterse en la cama, satisfecha consigo misma, habiendo hecho la buena acción del día. Y, ahora que lo pensaba, probablemente la de todo el verano.
Catherine siempre le explicaba a Dakota que lo mejor de trabajar para uno mismo era que podías organizar tu propio horario.
—A veces tienes que trabajar a media noche —le contó— y otros días puedes dormir hasta tarde y desayunar a mediodía.
Aquel día Dakota había desayunado temprano porque Ginger se despertó cuando Lucie se marchaba y no hubo manera de convencerla de que volviera a meterse en la cama.
—Vamos —le dijo entonces—, salgamos a tomar un poco de aire fresco.
Su objetivo no era especialmente honorable: tenía planeado hacer caminar a Ginger por ahí hasta que la niña le rogara que volvieran para dormir un poco.
Vieron a James en el ascensor cuando se marchaban.
—Hola, papá —saludó Dakota.
—Hola, señor Foster —dijo Ginger—. ¿Quiere llevarse a Dulce a trabajar con usted?
—Es muy generoso por tu parte —repuso James con absoluta seriedad—. Pero me temo que no sabría qué hacer si Dulce empezara a sentirse solo. Quizá prefiera ir con vosotras dos.
Ginger consideró el argumento de James.
—Creo que tiene razón —asintió—. Pero usted puede venir a vernos más tarde.
—Eso me gustaría mucho —repuso James, que le dio unas palmaditas en el hombro a Dakota al entrar en el ascensor.
Cuando salieron del vestíbulo del hotel se encontraron con un cielo cubierto; era el primer día gris en dos semanas maravillosamente soleadas y muy ajetreadas.
—Ginger —dijo Dakota—, ¿has estado alguna vez en un museo?
—Sí —respondió Ginger hoscamente, levantando la vista a través de su flequillo rubio rojizo—. Estate quieta. No corras. No lo toques. No hay helado. Y no es divertido.
—De acuerdo —Dakota pensó con rapidez—. Bueno, probemos algo distinto. ¿Sabes contar hasta diez?
—Sí —contestó Ginger, ofendida—. ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez! —gritó para dejarlo claro.
—¿Y si te dijera que vamos a ir a un edificio precioso y allí contaremos diez cosas? —sugirió Dakota—. Diez cosas que tú elijas... y tendrás que contarme una historia sobre cada una de ellas.
—No —replicó Ginger—. Las dos contamos historias.
—Trato hecho —accedió Dakota, y estrechó la mano de la niña—. Y si no lloriqueas nada, nos tomaremos un helado, eso seguro.
Condujo a Ginger calle abajo y luego hacia la otra acera, consultando el mapa de vez en cuando para cerciorarse de que iban en la dirección correcta. Ginger se adelantó corriendo varias veces de camino.
—¡No me dejes atrás, Ginger! Podría perderme si haces eso.
—Vale, está bien —contestó Ginger cada vez, y retrocedió y tomó a Dakota de la mano.
Por último, al cabo de unos minutos se soltó y avanzó como una flecha, embelesada ante el colorido despliegue del escaparate de una tienda.
—Afloja el paso, vaquera.
—Pero es que quiero verlo —replicó Ginger.
—No —ordenó Dakota—. Tienes que caminar conmigo.
Ginger se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones capri y dejó de moverse. Se encontraba a tan sólo unos pasos de distancia.
—Ven tú aquí —dijo.
—No —contestó Dakota, que también se detuvo; por lo visto, había entablado un pulso con una niña de guardería.
—No —dijo Ginger.
Dakota se apoyó en el edificio y esperó con calma. A diferencia de Lucie, ella no tenía que ir a ninguna parte. Podía pasarse el día jugando a aquel juego con Ginger.
—Podría salir corriendo —comentó Ginger.
—Podría alcanzarte...
Ginger pensó en ello unos momentos y entonces dio unos pasos hacia Dakota.
—Eres graciosa —le dijo.
—Y tú divertida.
Pero Dakota no creía del todo lo que había dicho. Estaba empezando a darse cuenta de que la palabra favorita de Ginger era «no». Y no sólo le gustaba decirla, aunque eso también lo hacía mucho, sino también oírla. Le gustaba que Dakota le hiciera frente.
Si ya resultaba estresante saber qué hacer con su vida entonces, era de figurarse lo difícil que debía de ser tener cinco años y estar en posición de tomar todas las decisiones.
—Vayamos a comprar un helado —dijo, aunque ni siquiera era la hora de comer.
—¿Puedo pedirlo del sabor que quiera?
—No —respondió Dakota—. Puedes pedirlo de chocolate o de vainilla. Y la próxima vez que vayamos podrás elegir entre dos sabores distintos. Pero sólo dos opciones.
Para su sorpresa, Ginger no montó ningún alboroto. Al contrario, se llevó la mano a la barbilla y pensó en la oferta de Dakota.
—¿Puedo pedirlo de dos bolas? —inquirió.
—No. Sólo una bola.
—Está bien. Acepto.
La noche prometía ser toda una aventura: Lucie llamó a Dakota para decirle que podía llevar a Ginger al rodaje. Y Dakota, que nunca había estado en un plató de verdad, apenas pudo dormir, aun cuando había esperado echar una cabezada al lado de Ginger.
Se vistió con cuidado y se puso otra vez el blusón rojo con punto de trenza, pero en esta ocasión encima de unos vaqueros y unas botas. Catherine pasó por allí vestida con unos pantalones negros de estilo informal y una capa de color beige y calzada con unos zapatos de tacón muy alto. Parecía un gigante. Ginger también eligió su ropa: una camiseta de color rosa de manga larga sobre la que se puso otra de Bob Esponja.
—Y vaqueros, como Dakota —explicó a Catherine.
—Estarás muy guapa.
Catherine se lo dijo mientras cepillaba el pelo de la niña, intentando desenredárselo, cautivada por la suavidad de sus ondas infantiles y el olor dulzón de su champú. Pensó que, con su aspecto levemente regordete y sus mofletes, Ginger todavía conservaba ciertos rasgos de bebé, los suficientes para que te entraran ganas de llenarle la barriguita de besos con pedorreta. Los momentos como aquél, cuando Dakota le calzaba los piececillos con los zapatos y le ataba los cordones, mientras Ginger parloteaba sobre si a Dulce le gustaría salir en un vídeo musical o no, le hacían creer que Lucie era, en efecto, una mujer muy inteligente. Ella no había esperado a que llegara un teórico señor Perfecto, sino que fue lo bastante valiente como para decidir tener hijos ella sola.
Claro que cuando Ginger montaba un número, Catherine se decía que Lucie estaba loca. De manera que, en realidad, todo dependía del momento.
Pero Ginger estaba en plena actividad, y el trío tomó un taxi para ir a reunirse con Lucie en el plató.
Catherine esperaba encontrarse a una Lucie agobiada, corriendo de un lado a otro, farfullando para sí. En las reuniones, con frecuencia parecía abrumada, frustrada y con los nervios a flor de piel. Por lo tanto, fue una revelación llegar al rodaje, pasar junto a los guardias de seguridad y entrar en una operación al estilo militar: Lucie tenía el mando absoluto de la situación. Todo el mundo —los cámaras, los electricistas, el estilista y hasta la propia Isabella— seguían todas y cada una de las indicaciones que daba Lucie.
—¡Y corten! —gritó Lucie, tras lo cual se dio la vuelta para tomar en brazos a Ginger, que corría hacia ella.
—Eres muy lista, mamá —dijo Ginger, y por segunda vez en una tarde, Catherine la envidió.
—Oye, Catherine —dijo Lucie, que apisonó el pelo a Ginger para poder verla—, muchísimas gracias. El toque personal ha dado mucho de sí.
—Lo único que hice fue una llamada telefónica —repuso ella, aunque estaba muy satisfecha consigo misma.
—Ya lo sé, pero que hayan venido hasta aquí... —dijo Lucie—. Te quedo eternamente agradecida.
—Que hayan venido hasta aquí, ¿quiénes?
—Esos caballeros —respondió Lucie, y señaló a un hombre de cabello oscuro y a un chico mucho más alto que él, de unos veinte años, que saludaron encantados con la mano y empezaron a acercarse.
—¿Quién es ése? —dijo Dakota—. Porque es guapo.
—Este es Roberto Toscano —anunció Lucie—. Y su padre, Marco.
Catherine no movió ni un solo músculo. No esperaba que él se presentara personalmente. Y una cosa era tener un agradable enamoramiento telefónico con un hombre y otra muy distinta conocerlo en persona. Tenía un aspecto distinto del que ella había previsto. Para empezar, no era tan alto como insinuaba su voz y, si bien poseía cierto atractivo, tampoco era una estrella de cine como ella se había figurado que debía de ser. En realidad, se trataba de un hombre bastante corriente. Pero entonces abrió la boca y Catherine oyó a ese maravilloso barítono.
—Es estupendo conocerte, Catherine —dijo Marco tendiéndole la mano.
—Estaba segura de que le besarías la mano —terció Dakota—. ¿No es eso lo que hacen todos los italianos cuando conocen a una dama?
Marco inclinó la cabeza, sonrió, y entonces le tomó la mano a Dakota y se la besó.
—Y una joven dama muy guapa —dijo—. ¿Es tu hija? —preguntó a Catherine, quien, por tercera vez aquella noche, volvió a tener la sensación de que se había perdido algo.
—Me gustaría tener esa suerte —repuso—, pero no, Dakota es hija de una querida amiga mía.
—Bueno, pues esta noche tenemos que llevaros a todas a saborear una cena fantástica para celebrar el encuentro con nuevas amistades —anunció Marco.
—¡Por supuesto! —exclamó Dakota.
La joven mantenía los ojos clavados en Roberto, que tenía las formas esculturales de las que su padre carecía. «Este chico podría ser modelo», pensó Catherine, que no culpó a Dakota por sus atenciones.
—No podemos aceptarlo —declinó Catherine—. Ya habéis hecho demasiado...
—Insisto —dijo Marco.
—No sé vosotras —terció Lucie—, pero yo me estoy muriendo de hambre. Ha sido un día muy largo. Señor Toscano, ha hecho usted demasiado. Pero, por una vez, tendré la gentileza de aceptar.
—Pues está decidido —declaró Marco—. Esta noche vais a deleitaros con los sabores de Italia.
Antes de que se fueran todos a cenar quedaba media hora más de rodaje durante la cual Catherine fingió estar fascinada por el movimiento en el plató. Marco intentó entablar conversación más de una vez: comentó el tiempo. Preguntó sobre su vuelo. Le dijo lo contento que estaba de que en su tienda tuviera los vinos de su familia. Pero nada de eso causó efecto en ella. Estaba absolutamente fría.
Su impulso natural fue el de flirtear y tratar de llamar la atención. Eso había tenido su momento, pero ahora intentaba recuperarse y no iba a permitir que la distrajeran. La presencia de Marco era una prueba. Una prueba encarnada por un hombre de voz profunda que había ido a entregar el vino.
Catherine insistió en sentarse entre Ginger y Dakota en el restaurante y dejó que Lucie ocupara el asiento de al lado de Marco en el banco. Por otro lado, Dakota estaba encantada de sentarse junto a Roberto, quien parecía igualmente cautivado. Mientras Marco se esforzaba por entablar conversación con Catherine, Dakota y Roberto charlaban sobre Isabella.