—¿Cuándo vienen las carrozas, Dakota? —le había preguntado Ginger.
Dakota no sabía muy bien qué contestar y paró a un transeúnte italiano para preguntárselo.
—Eso no es un desfile —le explicó el hombre con un inglés vacilante—. Son los comunistas. Van a un mitin.
—Ah —dijo Dakota, y luego le explicó a Ginger que aquella tarde no habría payasos.
No obstante, hasta el mitin parecía nuevo y diferente... ¡quizá incluso peligroso! y, por consiguiente, emocionante. Los sonidos, los olores, el estilo de vida: Roma era todo un cambio con respecto a Nueva York. Sólo por el hecho de estar allí, Dakota ya se sentía mayor y más sofisticada. Pero también saboreaba la libertad de no saber lo que le reportaría cada día: no tenía que ir a ninguna tienda, no había discusiones con Peri, nada de concentrarse en el punto. Lo curioso era que en aquellos momentos estaba tejiendo más de lo que lo había hecho en siglos. Incluso localizó una tienda diminuta no muy lejos del hotel y allí adquirió todo lo que necesitaba: si no tenía su propia cocina para hacer pasteles, iba a hacerse una magdalena de punto. Y un
muffin.
Y quizá hasta un pedazo de tarta. ¿Qué haría luego con todas esas cosas? No lo sabía. Tal vez dárselas a Ginger para que jugara con ellas. Pero, desde que vio a aquella mujer romana haciendo punto a comienzos del verano, sentía una renovada sensación de placer cada vez que se sentaba a tejer. Porque no tenía que hacerlo. Quería hacerlo. En Roma todo era mejor.
Y ahora estaba Roberto.
—¿Dakota? —James la estaba mirando y la muchacha se dio cuenta de que se había quedado allí de pie, sola, y que el guía y el resto del grupo correteaban ya mucho más adelante—. ¿Te encuentras bien?
—Sólo estaba imaginándome los simulacros de batallas navales en el anfiteatro, papá —mintió sintiéndose avergonzada.
Lo último que quería era decirle a su padre que iba a verse con Roberto. Sin duda se inventaría un motivo por el que tuviera que llevar a Ginger al despacho y hacerla dibujar mientras Dakota realizaba algún tipo de investigación en el ordenador. Y estando Ginger por ahí le resultaría imposible escabullirse a la cocina y visitar a Andreas, el maestro repostero que con frecuencia le dejaba probar alguna nueva creación.
James nunca parecía darse cuenta de que se había ausentado un rato.
Pero ni siquiera la idea de un pastel recién hecho —¡prácticamente podía oler la masa!— resultaba tan atrayente como pasar una tarde paseando por el parque con Roberto. Y con Ginger, por supuesto. Tendría que cuidarse mucho de no distraerse y perderla, y por un momento llegó a pensar en pedirle a Lucie que comprara uno de esos arneses para niños.
James rodeó a su hija con el brazo y bajó la mirada hacia ella, aunque ya no era tan baja como antes, y comentó:
—Qué mañana tan estupenda hemos pasado juntos, ¿verdad?
Recordaba muy bien los primeros días en que conoció a Dakota, cuando ella acababa de entrar en la adolescencia y era un manojo de energía. Era una niña muy, muy feliz, pensó entonces, una niña que con el paso de los años se había vuelto cada vez más tranquila y reservada. Todo el mundo echaba de menos a Georgia. Pero James pensó en sí mismo cuando estaba en la universidad, ansioso por descubrir quién era y quién quería ser, lejos de la opinión y las costumbres de sus padres. También había chicas. Chicas que le gustaban, chicas a las que les gustaba, chicas a quienes hubiera querido gustar más. Fue una época emocionante, en la que todas las novedades se extendían ante él. Así pues, lo más probable era que se tratase del principio, que hubiera empezado el largo período en que no conocería de verdad a Dakota hasta que, así lo esperaba, volviera a él cuando fuese mayor. La joven ya empezaba a tener secretos. Al menos daba esa impresión. Pero James suponía que se trataba simplemente de una parte de su vida que no le concernía. No parecía justo, la verdad; él quería saber todo cuanto había que saber sobre Dakota, ahora y siempre. Formaba parte de él. El hecho de no poder conectar con ella le hacía sentir como si hubiese perdido parte de su alma. Le sorprendió encontrarse con que su hija no quería lo que él deseaba para ella. ¿Acaso no se daba cuenta de que quería que sus errores sirvieran para algo y que la única manera de hacerlo era protegerla de cometer los suyos? Las decisiones absurdas cambian el curso de las vidas.
—Vamos a comer algo —dijo James, y condujo a su hija al otro lado de la calle, a un pequeño café situado en la acera frente al Coliseo—. Podemos ponernos al día.
Entonces Dakota supo que su padre quería «tener una charla».
Se sentaron, pidieron coca-cola y vieron pasar el tráfico.
—Bueno, papá. ¿Qué te preocupa?
—Pensaba preguntarte cómo te sentías respecto al trabajo que has estado haciendo este verano. ¿Te gusta?
—Está bien —respondió Dakota—. Pero no es lo que querría hacer el resto de mi vida, la verdad.
—Bueno, nadie espera de ti que te pases el resto de tu vida tomando notas en las reuniones...
En la mesa de al lado, dos mujeres mayores discutían mirando un mapa. Dakota no entendía lo que decían —¿quizá fuera alemán?—, pero se percató de la batalla. Una de ellas quería ir en una dirección y la otra pretendía hacer otra cosa. ¡Qué fácil resultaría decirle a su padre que había abierto los ojos y quería ser arquitecta! O abogada. O que estaba encantada de tener la tienda de punto. Su aprobación estaba allí mismo, las sonrisas, los abrazos y la alegre paternidad que suponía todo ello; lo único que debía hacer era dar las respuestas correctas a las preguntas que él no formulaba. ¿Quién vas a ser? ¿Qué vas a hacer?
Ninguna de las dos turistas iba a renunciar a su plan, era evidente. Entonces, pensó, ¿por qué una de ellas no se marchaba sin más? ¿Por qué no hacía lo que ella quería? ¿Qué norma decía que tuviera que quedarse allí sentada discutiendo con la otra?
—Es la oficina en general, papá —repuso Dakota al fin, y James pareció dolido—. No es lo que quiero.
—Tienes dieciocho años. No sabes lo que quieres.
—Pues dime, ¿cuándo empieza todo entonces? —preguntó—. ¿En qué momento se me permitirá tomar mis propias decisiones? ¿Con veintiuno? ¿Con veinticinco? ¿Cuando me case? ¿Y si no me caso?
—¿De qué estás hablando? —preguntó James, que se reclinó en su asiento para que la camarera le sirviera un plato de
bruschettas
que había pedido.
—Estoy esperando. Aguardando hasta que llegue el momento en que revele mis sueños. Pero ya no soy tan cría.
—Todavía eres muy joven —afirmó James—. No sabes todo lo que crees saber.
—No; y de eso se trata precisamente. Estoy empezando a darme cuenta de lo mucho que no sé. Cada día que paso aquí en Roma es como un regalo que espera que lo abran. Gente nueva, ideas nuevas. Sabores nuevos.
—¿Sabores?
Dakota sopesó la idea de callar, no contarlo todo. Pero ¿de qué iba a servir?
—Me escabullo a la cocina cuando se supone que tengo que estar archivando —confesó—. No siempre. Pero sí lo bastante a menudo como para que Andreas se alegre de verme. Incluso bajo cuando Lucie está en casa y no tengo que cuidar de Ginger.
—¿Qué estás diciendo? —murmuró James realmente perplejo.
—Estoy diciendo que me gusta la repostería. Me gusta pensar en ella, me gusta improvisar, me gusta crear. Estoy diciendo que el único momento en el que me siento verdaderamente centrada es cuando hago pasteles. Incluso ver cómo los hace otra persona, alguien que supere lo que puedo hacer yo, es como escuchar el más increíble de los conciertos. Todo fluye sin más. ¡Es tan bonito!
Las visitas inicialmente secretas a Andreas se habían ampliado y Dakota pasó de sólo mirar a trabajar.
—Si vas a estar aquí tan a menudo —le dijo él—, ya podrías rallar. O fregar los platos.
La batidora industrial, toda de acero inoxidable reluciente. Eso fue un honor para Dakota. Una vez, un cliente que había llegado tarde a comer se quedó retrasado y Andreas, sintiéndose generoso, enseñó a Dakota a rociar con salsa un pastel de queso
ricotta
que habían pedido de postre. Los restantes miembros de la cocina la miraron con recelo, pero así debía ser, pensó Dakota. Al fin y al cabo, ella formaba parte de la próxima oleada. Iba a quitarles el trabajo. Algún día dirigiría su propia cocina.
El reto consistía en conseguir que su padre lo entendiera... y de momento la cosa no funcionaba.
—Ya hemos hablado de esto otras veces. La repostería no es profesión para ti —rechazó James.
—Lo siento mucho, papá, pero he de tener bastante fe en mí misma como para perseguir mi propio sueño. No el tuyo.
Las turistas se habían sumido en un silencio malhumorado, tenían las bebidas en la mano y ni siquiera se miraban a los ojos. Los mapas contendientes estaban sobre la mesa pero ninguna de las dos se había movido. Dakota miró a su padre sintiendo que un nudo de temor le oprimía el pecho.
—Ya lo sé —dijo entonces la joven—. Sé que tú y el fideicomiso del patrimonio de mamá me habéis pagado la universidad hasta ahora. Sé que puedes apretarme las clavijas con el dinero y se acabó. Pero ¿sabes qué te digo? Si tengo este sueño, me debo a mí misma el procurar que se realice. Creo que tendré que considerar otras fuentes de ingresos... Préstamos o algo así.
—No tienes que elegir entre la Universidad de Nueva York y quedarte sin casa, Dakota. No hace falta que te pongas tan dramática.
—Es que tengo que ponerme dramática —replicó ella alzando la voz—. ¿No te das cuenta, papá? Todo el mundo me dice adónde tengo que ir y quién debo ser. La hija de Georgia, la niña de James... La cuestión es que yo no soy ninguno de vosotros dos. Yo soy yo. Y no quiero la tienda.
—¿Y entonces qué?
—Vendérsela a Peri, tal vez. ¡No lo sé! —Tomó un buen trago de coca-cola y masticó los cubitos de hielo—. No lo sé —repitió, más calmada—. Pero quiero ir a la escuela de pastelería. Quiero tener esa oportunidad.
—Estás malgastando el tiempo —afirmó James—. No es la carrera que necesitas. Todo el día de pie, en una cocina calurosa. ¿Qué clase de vida es ésa?
—Una vida deliciosa —respondió Dakota—. La vida que quiero. Aunque tú no lo entiendas ni lo apruebes. No puede ser ése el motivo por el que tome mis decisiones. Porque si vivo por ti, nunca estaré satisfecha. Y si mantengo la tienda porque mamá lo hizo, lo que haré será desperdiciar mi vida por ella.
—Ya te lo he dicho otras veces... Lo de la tienda lo puedes hacer como un extra.
—Tampoco es eso lo que quiero. Walker e Hija se merece tener a alguien que la quiera todo el tiempo. Con la persona adecuada sería un filón —dijo Dakota—, pero para mí vendría a ser como un lastre.
—No sabía que tus sentimientos llegaran a ese extremo —comentó James con frialdad—. Tu madre estaba tan orgullosa de ese sitio que puso tu nombre en el letrero.
—¿Y eso es motivo suficiente para que me quede? Era pequeña. No lo pedí.
—Supongo que es algo que tendrás que decidir —admitió James—. Ahora ya eres muy mayor, por lo tanto puedes resolver las cosas por ti misma.
—No he visto a ningún adulto capaz de saberlo todo siempre y continuamente —repuso Dakota—. Papá, he pasado casi todas las noches de los viernes en compañía de un grupo de mujeres mayores. Y la mayor parte del tiempo no parece que lo tengan todo supercalculado precisamente. Todo es cuestión de ensayo y error. Y eso es lo único que estoy diciendo. Ya es hora de que salga ahí fuera y cometa algunos grandes errores.
—El mundo... —empezó a decir James—. El hecho de abrirse camino en la vida parece tener mucho más encanto en la teoría que en la práctica, Dakota. ¿Acaso crees que todos los días estarán llenos de alegría sólo porque estés haciendo galletas... literalmente? Pues no será así.
—Eso ya lo sé, papá —dijo Dakota, y acto seguido alzó la mano—. No, espera. Deja que pruebe otra vez. No tengo ni idea, papá. Pero será mejor que empiece a aprender.
«¡Y eso que tenía que ser una agradable salida con mi hija!», pensó James. Recordó la época en que lo único que Dakota quería era una bicicleta nueva. Y ahora se empeñaba en enfrentarse al mundo.
Los días de más que Roberto iba a quedarse en Roma se convirtieron en semanas, con la aprobación de su padre.
—Sospecho que quiere tener un motivo para seguir viniendo a la ciudad de vez en cuando —le contó Roberto a Dakota mientras paseaban por los jardines de Villa Borghese, con sus amplias extensiones de césped como en Central Park—. Habla de tu amiga Catherine con frecuencia.
—¿Se ven a menudo? —preguntó Dakota, y Roberto se encogió de hombros.
La joven se había percatado, vagamente, de que hacía tiempo que Catherine trataba de pasar inadvertida, pero ella ya tenía bastantes preocupaciones con todo lo que pasaba en su propia vida. Su padre había intentado en varias ocasiones discutir, una vez más, su postura sobre la carrera universitaria. Mientras tanto, ella había realizado sus investigaciones con diligencia, y encontró escuelas, planes financieros y oportunidades en general.
El viento arreció algo, agitó los altos árboles y ofreció un poco más de resistencia a Ginger, quien correteaba cerca de allí por la hierba haciendo carreras con Dulce, que iba rebotando alternativamente de la mano de Ginger o en su hombro.
—¡He vuelto a ganar! —gritó triunfal tras conseguir otra victoria más contra el peluche que llevaba consigo a todas partes.
—Esa criatura tiene suerte de que la estés cuidando tú —dijo Roberto.