—Volvió a decirme lo mucho que le gusta mi blusón —anunció Dakota a todos los de la mesa—. Me repitió que le gustaría que le hiciera uno para ella.
—¡Ay, no! —dijo Lucie—. Ya estamos otra vez. Marco apenas acaba de traer el vino, y ella ya va a por otra cosa.
—Le dije que podría tenerlo —comentó Dakota, y sorbió una cucharada de sopa de zanahoria fría.
—No tenías que hacerlo —rechazó Catherine—. No tiene por qué conseguir todo lo que quiera.
Lucie y Dakota intercambiaron una mirada que Catherine supo de inmediato que era por ella.
—Todos necesitamos tener la oportunidad de aprender —añadió.
—Y de oír la palabra «no» —añadió Dakota—. Ginger y yo hemos llegado a un acuerdo, ¿verdad, Ginger?
—Ajá —respondió la niña, que bajó la mirada a la mesa con un parpadeo—. Mamá es la gran jefa, Dakota es la siguiente jefa y yo soy la jefa más pequeña de Dulce.
—Me parece que vamos a tener que marcharnos —dijo Lucie cuando Ginger apoyó la cabeza en su hombro—. Tenía tantas ganas de cenar con vosotros que supongo que no se me ocurrió.
—Deja que se estire —sugirió Marco.
Se retiró un par de palmos y le hizo señas a Lucie para que también se desplazara un poco en el banco. Lo hizo, y luego acomodó bien a Ginger, tendida y con la cabeza apoyada en su regazo. Ginger se quedó dormida de inmediato.
—Gracias —dijo—. Me alegro de poder quedarme.
—Yo también me alegro de que estés aquí —repuso Marco—. La niña me recuerda a la mía cuando era pequeña. Allegra.
—Ésa es mi hermana —explicó Roberto amablemente en tanto que Dakota asentía al oír aquella información de lo más esclarecedora—. Tiene diez años.
—Así pues, ¿estás casado? —preguntó Catherine antes de recordarse que no estaba interesada en absoluto.
—Lo estuve, sí —respondió Marco—. Mi esposa era una mujer hermosa. Inteligente. Pero falleció hace unos años en un accidente de tráfico.
—Hablemos de otra cosa, papá —le imploró Roberto.
—Por supuesto, es una noche de alegría —dijo Marco—. Tuvimos un viaje fantástico en coche desde el campo y luego os conocimos a todas vosotras. Sobre todo a la señorita Dakota, que me dejó que le besara la mano —manifestó mientras alzaba la copa y bebía, habiendo seleccionado su propio vino de la carta, por supuesto.
—¿Y dónde está ahora tu hija? —preguntó Lucie—. ¿Está en Roma con vosotros?
—No —contestó Roberto—. Está en el mar, con nuestra abuela.
—Eso debe de ser estupendo. ¿A ti te gusta el mar? —inquirió Dakota mientras las imágenes de Roberto en traje de baño danzaban por su cabeza.
—A mí me gusta todo tipo de cosas. Sobre todo, conocer a gente nueva y practicar el inglés.
—Lo hablas muy bien —comentó Lucie—. Yo sólo conozco unas pocas palabras de italiano, por mi madre.
—¿Tu madre era italiana? —preguntó Marco—. ¡Es fabuloso! Debía de saber cocinar muy bien, supongo.
—Oh, sí —repuso Lucie, y lo obsequió con historias de los
ziti
al horno y el pollo a la parmesana de su madre—. Ya sabes, hacía un montón de platos italoamericanos, ese tipo de cosas. A mis hermanos y a mí nos gustaban.
—Por supuesto —asintió Marco—. Bueno, háblame de tus hermanos.
—Están todos bastante furiosos conmigo —explicó Lucie—. Creen que debería quedarme en casa y cuidar de mi madre. Se está volviendo... desmemoriada.
—Pero tú tienes un trabajo importante que hacer —objetó él.
Por un momento Lucie pensó que tal vez se burlase de ella. Sin embargo, vio que prestaba atención de verdad. No era algo que hubiese anticipado que ocurriera estando presente Catherine Anderson. Sin embargo, ésta estaba casi taciturna, apenas tomaba bocado de la comida que le ponían delante y a duras penas decía palabra. Lucie pensó que resultaba agradable que alguien se interesara por ti. Bebió un gran sorbo de vino.
—Este es delicioso —le dijo a Marco, cosa que a todas luces lo complació—. Tu familia tiene un gran talento.
—Sí —admitió Marco, aunque no resultó presuntuoso que lo dijera—. Aunque aquí el muchacho quiere ser piloto de líneas aéreas. Sostiene que las uvas no son para él.
Roberto se encogió de hombros y ladeó la cabeza con timidez.
—¿Cómo puede ser que no quieras trabajar en las tierras de tu familia? —le preguntó Lucie—. Ojalá tuviera yo un legado así.
—Porque a lo mejor él quiere hacer lo suyo —intervino Dakota—. No es ninguna obligación hacer lo que hicieron tus padres.
—¿Tú qué opinas, Catherine? —preguntó Marco—. Deberías unirte al debate. Es una discusión abierta y sin trabas.
—No me corresponde a mí opinar —contestó—. De modo que no lo haré. Pero no olvides que tienes a tu hija Allegra. Puede que ella quiera tomar el relevo en Cara Mia si le das la oportunidad de hacerlo.
Ya era tarde cuando regresaron todas al V. Sin embargo, un agradable mensaje les esperaba en sus habitaciones: ¡habían llegado Anita y Marty! No habían advertido que pensaban ir a Italia y Dakota estaba eufórica.
—Vamos a verlos ahora mismo —dijo, esperando que Catherine fuera la que mantuviera la calma y se impusiera.
—De acuerdo —accedió.
Catherine tenía muchas ganas de ver a Anita, de dejar atrás la incomodidad de la velada y de hablarle a Anita de todos los zapatos de novia que había localizado. Se había tomado sus funciones de dama de honor mucho más en serio desde lo de Nathan. Ansiaba seguir teniendo la aceptación de Anita.
Como si fueran dos niñas que estuvieran levantadas cuando ya era muy tarde, salieron del ascensor y se dirigieron con sigilo a la habitación de Anita y Marty, diciéndose «¡Chissst!» la una a la otra por el camino. En lugar de llamar a la puerta dando unos golpes rascaron en ella porque no querían despertar a Anita si resultaba que ya estaba durmiendo.
—¡Ya era hora! —exclamó Marty con voz resonante mientras las dejaba pasar—. Anita lleva media hora calentando en el microondas el chocolate que pidió al servicio de habitaciones. Empezaba a pensar que nunca tendría ocasión de bebérmelo.
—Hola, Marty —saludó Dakota, tras lo cual se fue directa a Anita, quien la esperaba con los brazos abiertos para abrazarla. Catherine deseó poder hacer lo mismo, pero ella en cambio besó delicadamente a Anita en la mejilla.
—Bueno, ¿queréis saber todo lo que he estado haciendo? —dijo Dakota—. Para empezar, mi padre ha intentado convertirme en arquitecto. Mucha información sobre dibujo y cosas así. Pero eso está bien, porque además me he hecho amiga del chef de la cocina. Bajo allí siempre que puedo. En segundo lugar, acabamos de tener una cena de lo más increíble, y estaba ese chico que se llama Roberto. Y va a quedarse en la ciudad un tiempo porque su abuela tiene un apartamento y su padre le dijo que podía quedarse a practicar inglés, y yo le dije, vale, porque es muy, muy guapo.
—Deberías tomar aire, querida —le dijo Anita mientras pasaba las tazas de chocolate caliente a los demás, y en ese momento llamaron otra vez a la puerta.
—Esto es fantástico —comentó Marty pasándose los dedos por el cabello grueso y cano—. Es una verdadera fiesta.
—La cuestión es que este chico, Roberto... —empezó a decir Dakota, cuya voz se apagó al ver a su padre en la puerta—. Después. No digáis nada de nada.
James saludó a Marty y a Anita y se sentó en el sofá.
—Dakota, he decidido que mañana podríamos hacer una excursión de estudio —anunció—. Iremos los dos a ver el Coliseo; he organizado una gran visita y puedo enseñarte algunas cosas sobre cómo lo construyeron. ¿Qué te parece?
—Puede ser que tenga que cuidar de Ginger —respondió con un hilo de voz.
Se había hecho ilusiones de pasar el día con Roberto, que le habló del mercado de flores en el Campo dei Fiori y le dijo que le encantaba pasear por él. Y, aunque no se había soltado y no lo había dicho exactamente, sus palabras parecieron indicarle a Dakota que tal vez él disfrutara con su compañía.
—No, he enviado un correo electrónico a Lucie y me ha contestado que por la mañana no te necesita. De modo que estamos libres y sin compromisos. Y tú tenías muchas ganas de ir y has estado trabajando mucho. Pensé que lo indicado sería un poco de vinculación padre e hija —se rió, claramente satisfecho consigo mismo.
—¡Es una idea estupenda! —afirmó Anita.
Dakota supo que estaba perdida. Fingió que le interesaban las vistas nocturnas de Roma, cuyas luces parpadeantes podía pasarse horas mirando en circunstancias normales, para alejarse de todo el mundo que comentaba el maravilloso día que iba a pasar junto a su padre.
Aparte de ser inteligente, divertido, atractivo y de gustarle la misma música que a ella, Dakota se había percatado de que Roberto tenía otra buena cualidad. Hablaba con ella de verdad. Y ahora ella iba a tener que perderse el primer día del resto de su existencia solamente porque su padre se sentía solo. A veces la vida era una mierda.
Esperaba que, al menos, Catherine acudiera a su rescate. Pero no había duda de que estaba absorta poniéndose al día con Anita y escuchando los detalles de sus viajes.
—La travesía por el Atlántico fue estupenda —decía Anita—. Muy agradable.
—El problema empezó cuando llegamos al Reino Unido —comentó Marty—. El investigador no podía ser más amable.
—E hizo muchas averiguaciones —añadió Anita—. Reunió todos los datos que le dimos: el nombre, la información del pasaporte, su profesión de contable... y él juntó las piezas y nos dio una idea bastante exacta del paradero de mi hermana a finales de los sesenta.
—Encontramos a una antigua compañera de trabajo de ella —siguió Marty—. Actualmente ya está jubilada, por supuesto. Pero se acordaba de Sarah como si la hubiese visto ayer mismo.
—Fue un día muy bueno —dijo Anita—, pero había un montón de pistas que no conducían a ninguna parte.
—Y no olvidemos que el detective tenía las postales —terció Marty—. Y nos da la impresión de que éstas parecen seguir sus movimientos. Empiezan en Inglaterra...
—Y luego pasan a París. Hay un montón de Big Ben y después muchas Torre Eiffel. Sin embargo, luego son del sur de Austria, del sur de Francia, de Yugoslavia y de Grecia. Y finalmente el detective echó un vistazo a todo el montón, empezó a separarlas y levantó la mirada, y nos dice que le resulta extraño que haya tantas que se repitan y que en cambio sólo haya una de Italia: el Coliseo. De hace años.
James le dirigió una mirada elocuente a Dakota al oírlo y ella trató de aparentar un semblante afable.
—No lo entiendo —confesó Catherine.
—¿Qué tienen todos esos otros países en común? —preguntó Anita.
—Que lindan con Italia —contestó Dakota entre dientes, esperando poner fin a todo aquello para poder mandarle un mensaje de texto a Roberto antes de que fuera demasiado tarde.
—Exacto —dijo Marty—. Sólo hay una postal de Roma. Pero todas las demás se enviaron desde lugares a los que se puede llegar en tren desde aquí.
—Justo pasada la frontera italiana —añadió Anita.
—Ella reveló su ubicación —dijo Marty—. Y quizá se puso nerviosa. No estaba preparada. Pero aun así, siguió con las postales. Intentando llegar a su hermana mayor. Esto ya es un mensaje en sí mismo.
—Salvo por este año —comentó Anita con una sonrisa tensa, y Catherine sintió una creciente inquietud en el estómago.
—La buena noticia es que confiamos en esta teoría —afirmó Anita—. Creo que está aquí. En Roma. Mañana empezaré a buscar a Sarah y voy a encontrarla. Por fin. Voy a traer de vuelta a mi hermana pequeña.
Estar en el interior del Coliseo escuchando la explicación del guía sobre el sistema de telas de vela que había proporcionado una cubierta a los romanos, mientras éstos veían combatir a los gladiadores contra animales salvajes o entre ellos, resultó más fascinante de lo que Dakota había esperado. Sin embargo, aún encontró más sorprendente —y un tanto desconcertante— ver lo emocionado que estaba su padre de encontrarse en una maravilla arquitectónica. Dakota ya se figuraba que le haría ilusión, pero el hombre estaba absolutamente como loco e hizo entrar al guía en una larga y detallada discusión sobre el hecho de que el estadio pudiera llenarse o vaciarse de gente en cuestión de minutos gracias al sistema de puertas numeradas. Y los arcos. No podía dejar de hablar de las matemáticas en las que se basaban dichos arcos.
Sí, él era de ese tipo de personas que en las visitas guiadas levantan la mano cada treinta segundos para presumir de la guía que han memorizado y dar su opinión, o bien para seguir haciendo preguntas hasta mucho después de que necesites ya un respiro para darte un baño.
No obstante, a Dakota le importaba menos de lo que podría haberle importado porque se había puesto en contacto con Roberto. Y no, el interés del joven no era mero fruto de su imaginación: se autoinvitó cuando le contó que aquella tarde iba a llevar a Ginger a merendar al aire libre. Cada día que pasaba con Ginger, Dakota la embadurnaba de crema con filtro solar, le encasquetaba una gorra de béisbol y las dos se convertían en turistas aventureras. Lanzaron monedas por encima del hombro en la Fontana de Trevi, descendieron a las ruinas de un antiguo templo de Mitra situado bajo la iglesia de San Clemente, deambularon por las Termas de Caracalla —Ginger no tenía ninguna duda de que prefería una bañera para ella sola, declaró— y comieron platos de pasta en cafetines de poca monta siempre que les vino en gana. Hacía una semana se habían pasado veinte minutos contemplando un desfile fascinante que cerró la calle; había banderas, montones de niños que se unían a él y recorrían la calle pisando fuerte y un grupo de policías que marchaba en cabeza. Ellas saludaban a la gente con la mano y la gente les devolvía el saludo.