El club de los viernes se reúne de nuevo (38 page)

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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Dakota sonrió satisfecha. Además de las magdalenas que estaba confeccionando, también había tejido una chaqueta de punto diminuta para Dulce y un gorro con agujeros para las orejas. Lo hizo por Ginger, por supuesto, pero se alegró al ver que Roberto se había fijado. Una parte de ella también quería hacer algo para Roberto, pero eso parecía más propio de los años cincuenta. Se limitaría a tejer ropa para el muñeco.

Pasaron una tarde estupenda los tres, alquilaron unas bicicletas para recorrer el parque y después se relajaron sobre la hierba con unas botellas de refresco.

—¡Oye, oye! —exclamó Ginger mientras corría hacia ellos—. ¿Puedo saltar desde un árbol, Dakota?

—No.

Había llegado el momento de su juego. Ginger pensaba la sugerencia más descabellada que se le ocurriera y esperaba que Dakota le dijera que no podía hacerlo.

—¿Puedo volar en las alas de un pájaro?

—No.

—¿Puedo mirar cómo besas a Roberto?

Dakota se ruborizó, miró a Roberto y apartó la mirada a toda prisa. Lo cierto era que no se habían besado. A veces se habían tomado de la mano, pero en general se limitaron a andar por ahí con Ginger como carabina y a flirtear vía mensaje de texto después.

—No —le dijo en un tono muy significativo.

—¿Roberto es tu novio? —preguntó Ginger.

—No.

—Sí —contradijo Roberto.

Dakota sonrió, pero sólo en su fuero interno.

—Vale.

Lo dijo como si tal cosa. Era un verano magnífico, sin duda.

Marco realizó varios viajes entre el viñedo y la ciudad y siempre animaba a Catherine para que se uniera a él en uno de sus recorridos en coche hacia el campo.

Ella casi siempre ponía reparos. Sólo una vez, a modo de experimento, cedió y se ató un pañuelo azul en torno a su cabellera rubia para evitar que el viento la despeinara. No tenía planeado pasárselo bien, se dijo que sólo lo hacía para que Marco dejara de darle la lata, pero, de hecho, no tardó en entablar una cómoda conversación con él. Con lo cual, por supuesto, le dio aún más rabia haber aceptado.

—A Allegra le encanta ir en coche —comentó Marco sobre su hija pequeña mientras tomaba la curva muy, muy deprisa—. Se sienta atrás y me dice por dónde girar.

—Yo ayudé a Dakota a aprender a conducir —le contó Catherine, que se estaba empapando del verdor de los árboles y de las casas con tejas—. James la trajo a Cold Spring y practicamos el estacionamiento en batería en algunas calles tranquilas. Resulta bastante difícil conducir en Nueva York. Los taxis cambian de más de un carril a la vez.

—Gracias a Dios, Allegra no conducirá hasta dentro de unos años —repuso Marco—. Ya es bastante duro ver cómo crece. ¡Y Roberto! Bueno, él ya es prácticamente un hombre. Abulta más que yo, y también es más inteligente.

Lo cierto era que resultaba reconfortante pasar el rato con un hombre que parecía no poder dejar de hablar de sus hijos. Catherine procuró ir acumulando anécdotas sobre Roberto —que le gustaba citar de memoria su película norteamericana preferida cuando iba al instituto, o la tarde en que se cayó de un árbol en el viñedo siendo chico y se fracturó el brazo— que después pudiera compartir con Dakota. Porque disfrutaba charlando con su joven amiga y porque sabía que Dakota no tenía muchas más cosas en la cabeza aparte de Roberto y la repostería. Siempre era eso. Pero Catherine aún tenía menos que añadir a una discusión en ese sentido, de modo que habría detalles sobre Roberto y ya está.

Marco, con deferencia, siempre se preocupaba de llamar a Catherine cada vez que regresaba a Roma para ver a Roberto y fue varias veces a cenar con Lucie, Ginger, Dakota y su hijo. Aunque la invitaron en todas las ocasiones, Catherine sólo fue una vez en la que también los acompañó James. Dedicaron gran parte de la velada a comer ensaladas, probar vinos y divagar sobre los beneficios de trabajar para uno mismo o para otra persona. James se mostró circunspecto, pero parecía muy intrigado por lo que el viticultor tenía que decir.

—Ese tal Marco es un tipo legal —le comentó más tarde cuando estaban sentados en el bar del hotel V tomando una copa antes de acostarse—. No se parece en nada a esos tarados a los que sueles frecuentar.

—Apenas lo conozco —respondió Catherine—. Sólo vendo su vino en El Fénix.

—A propósito, ¿cómo va el negocio?

A James le parecía gracioso que para Catherine fuera algo perfectamente natural dejar la tienda en manos de otra persona mientras ella se iba de excursión a Europa. Peri, al menos, poseía una parte de Walker e Hija y había contribuido mucho al éxito del establecimiento.

—Me han dicho que no va del todo mal —contestó, a sabiendas de que él pensaba que llevaba un negocio de vanidad, cuando ella prefería pensar en El Fénix como en una ocupación propia de un estilo de vida.

—Dakota quiere vender la tienda —le contó, y tomó unos sorbos de su whisky escocés—. Me parte el corazón.

—Georgia no está en la tienda, ¿sabes?

Catherine también bebía whisky, pero sólo uno. Hacía mucho tiempo que no tomaba un G.W. con James, ni tampoco habían sentido la necesidad de escabullirse a un restaurante y fingir que cenaban con Georgia. Dakota no dejaba de decirle que Roma iba a renovar su alma. Quizá la joven sí sabía lo que decía.

—Cierto —dijo James enarcando una ceja—. Está en el vestido que da nombre a tu establecimiento.

—Ahora estaba pensando en términos generales. Ya sabes, está en nuestros corazones y todo eso.

—Sí —asintió James, compungido—, pero ¿acaso la tienda no hace que dé menos la sensación de que se ha ido?

—Tal vez sea eso —repuso Catherine en voz baja, pues se le acababa de ocurrir una idea—. Quizá la tienda en sí sea como un escollo para Dakota. Emocionalmente, quiero decir.

—No lo sé. No consigo que sea franca conmigo. Cree que soy el enemigo que hace añicos las galletas de sus sueños.

—No —replicó Catherine—. Ella cree que no la entiendes. Pero no te odia.

—Me siento como si fuera un ogro. Lo que sucede es que yo sé lo que es mejor.

Catherine se rió con ganas.

—Vamos, James Foster —dijo—. Es lo más divertido que he oído nunca. No, no lo sabes. Tú sólo quieres que haga lo más seguro, no lo mejor. No es lo mismo.

James tuvo que admitirlo: ahí le había pillado.

—Muy bien, entonces hablemos de ir a lo seguro. Empezaré con una sola palabra.

—Suéltala —lo instó Catherine.

James apuró su vaso de whisky, se secó los labios con una servilleta y se levantó del taburete de la barra. Le dio un beso en la cabeza a Catherine, luego se inclinó hacia ella y le susurró su única palabra:

—¿Marco?

Capítulo 27

La granita de frambuesa y lima se derretía más deprisa de lo que Catherine podía comerla a cucharadas y se convirtió en un delicioso licuado de fruta mientras ella pasaba la tarde holgazaneando en la terraza del hotel. Se estaba escondiendo, otra vez, a plena luz del día. Todo el mundo daba por descontado que estaba corriendo aventuras magníficas y que por eso los evitaba. En realidad se limitaba a subir unos cuantos pisos en ascensor y observar una ciudad que iba a lo suyo; admiraba las maravillas arquitectónicas que había en todas direcciones, la forma de la basílica de San Pedro en la distancia. Bueno, algunos días sí vagaba por Roma —con tanto arte como había en todas partes, incluso una media hora rápida en una iglesia podía saciar su deseo de ver la obra de los maestros—, pero ahora que Marco no dejaba de aparecer inesperadamente, se quedaba más a menudo en el hotel.

En las pocas ocasiones en que habían estado sin la pandilla —como cuando Marco insistió para que Catherine lo ayudara a elegir una nueva etiqueta para los vinos Cara Mia de exportación—, ella se había mostrado implacable en su interrogatorio.

¿Por qué no se había vuelto a casar? Él le contó que estuvo a punto de hacerlo, pero que terminó con la relación cuando se dio cuenta de que sólo intentaba llenar su soledad y no era el hombre adecuado para aquella chica. Él nunca le hubiese dado lo que se merecía de verdad.

Catherine detestó su respuesta: era un caballero, por más que destrozara los sueños de otra persona.

¿Era duro ser el único progenitor siendo varón? Le dijo que sí, pero que no importaba. Sus hijos necesitaban amor constante, no un carrusel de mujeres jugando a hacer de madres.

Ella abominó también de esta respuesta.

¿Alguna vez había tenido algún cliente de Cara Mia que no pudiera pagarle? Respondió que sí, pero que al final siempre arreglaban las cuentas. De modo que los acompañaba en sus malos momentos. La lealtad, le dijo, es una recompensa en sí misma.

Marco era, sin duda alguna, un problema. Y el problema era que a Catherine le gustaba. Tampoco agradeció que James se lo hiciera notar.

«Bueno, ya sabemos cómo acaba esto siempre», se dijo a sí misma con la nariz prácticamente pegada a su copa helada para extraer hasta la última gota de aquella delicia.

Era un capricho que se ganó por levantarse temprano. Aquel día había hecho una excursión fuera del hotel y se levantó casi al amanecer para ir a presentar sus respetos a su nuevo mejor amigo imaginario: el bueno de Julio César, que descansaba en el Foro Romano. Le llevó flores, tal como había oído que hacían muchas personas, y pasó unos momentos reflexionando, no sobre César, sino sobre ella misma. Acerca de lo que le gustaría que la gente pensara de ella cuando se hubiera ido. El legado de su humanidad, tal como era. Y se concentró en la nueva resolución que había tomado.

La cuestión era la siguiente: todavía no había conseguido tener una relación y tener una vida. Las citas esporádicas no habían supuesto nada más que una distracción agradable. Pero las serias, los hombres que le importaban, siempre significaban problemas. Ella siempre intentaba esconderse y salir con la identidad de otra persona en lugar de mantener la suya. No se trataba tanto de enamorarse como de deshacerse de sí misma. Lo hizo con su ex marido, aun cuando era un mujeriego y un cabrón cruel, y también con Nathan, éste en el lapso de una semana aproximadamente.

—Julio —dijo—. Prometo dejar de hacer las cosas de este modo y voy a cumplirlo.

Por consiguiente, no podía haber ningún Marco ni ningún otro hombre hasta que averiguara cómo no caer en la trampa. Aunque ya era demasiado tarde para cabildear por un papel de virgen vestal.

Resultaba extraño que, después de pasarse siglos preguntándose si había alguien que tuviera tiempo para ella, ahora, cuando todos querían estar juntos, Catherine desapareciera del mapa. Se comunicaba por correo electrónico con K.C. sólo para compartir noticias, algo que no habían hecho nunca. Ella le habló de Marco, de que no iba a ser nada serio. «Si tú lo dices...», había escrito K.C. como respuesta. Dakota pasaba de vez en cuando, muriéndose de ganas de contarle alguna novedad sobre Roberto, o de exponer alguna queja sobre James, y en ocasiones Catherine recibía tanto a Roberto como a Dakota cuando éstos regresaban al hotel después de una cita y no querían pasar más tiempo con Ginger. Catherine escuchaba a Roberto hablar sobre sus sueños de convertirse en piloto de aerolínea y a Dakota el de ser maestra repostera. Aquellas veladas eran las que más le gustaban a Catherine, cuando los chicos iban a verla, bebían café expreso aunque fuera tarde y hablaban de todo, de cualquier cosa: de la loca que acechaba a grupos de turistas en el monte Palatino, de los pros y los contras del programa
American Idol
frente a
European Idol,
de que los dos se sentían tristes a menudo porque sus madres habían muerto. Catherine asentía a todo: podía identificarse con muchas cosas de las que tenían que decir —ya fuera recordando a Georgia o a su propia madre— o al menos, evocar momentos en que había experimentado muchas de las emociones por las que ellos estaban pasando. Tal vez, se dijo, era mejor que no fuera madre. De este modo siempre podría ser la amiga que se preocupaba.

Y aunque Dakota no viniera, siempre estaba Anita. Aun cuando la mujer estaba atribulada con su búsqueda de Sarah, ella y Marty pasaban a ver a Catherine a diario. No podía dejar a su dama de honor allí deprimida, decía la anciana.

Pero Catherine no andaba deprimida. Se estaba escondiendo, sí. No era lo mismo. Se hallaba más calmada de lo que recordaba haber estado nunca. En ocasiones se decidía a escribir su libro, con lo que disfrutaba cada vez más.

—Hace mucho tiempo —le contó a Dakota—, yo era la mejor columnista de la Gaceta del instituto de Harrisburg y Georgia era mi editora.

Otras veces leía obras clásicas que se llevaba prestadas del rincón de lectura que había en la cafetería del hotel. Estaba volviendo a conectar con la persona que era: eso era lo que hacía. Creaba un modelo mejor de cómo sentirse cómoda en su propia piel. Con su vida tal como era.

Su teléfono móvil, en la mesa, emitió un zumbido. Era Lucie. Llevaba todo el día llamándola. Otra emergencia de Isabella, sin duda. Se habían sucedido varias más a lo largo del verano. Bueno, ya le devolvería la llamada. Más tarde. Después de disfrutar de otra granita.

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