—¡Doctor, doctor!
—Como habéis visto, todo ha sido una serie de soñolencias interrumpidas por crisis nerviosas, excitaciones cerebrales… La señora de Saint-Merán ha sucumbido a causa de una dosis violenta de brucina o de estricnina que le han administrado por casualidad o por error sin duda.
Villefort cogió una mano del doctor.
—¡Oh, es imposible! —dijo—, ¡yo sueño, Dios mío! ¿Estoy soñando? ¡Es muy cruel oír decir semejantes cosas a un hombre como vos! En nombre del cielo, os lo suplico, querido doctor, decidme que podéis equivocaros.
—Sin duda, puede ser así…, pero…
—¿Pero?
—Yo no lo creo.
—Doctor, apiadaos de mí; desde hace algunos días me están sucediendo cosas tan inauditas, que creo que voy a volverme loco.
—¿Ha visto alguien más que nosotros a la señora de Saint-Merán?
—No, nadie más.
—¿Han ido a buscar a la botica alguna medicina que no fuese recetada por mí?
—Ninguna.
—¿Tenía enemigos la señora de Saint-Merán?
—Que yo sepa, no.
—¿Tenía alguien interés en su muerte?
—¡No, Dios mío, no! Mi hija es su única heredera… Valentina… ¡Oh!, si llegase a concebir tal pensamiento me daría de puñaladas para castigar a mi corazón por haber podido abrigarlo.
—¡Oh! —exclamó a su vez el señor de Avrigny—, querido amigo, no quiera Dios que yo pueda acusar a nadie: no hablo más que de un accidente, ¿comprendéis? ¡De un error! Pero accidente o error, el caso es que mi conciencia me remordía y necesitaba comunicaros lo que pasaba. Ahora es a vos a quien corresponde informaros.
—¿A quién? ¿Cómo? ¿De qué?
—Veamos. ¿No ha podido engañarse Barrois y haberle dado alguna poción preparada para su amo?
—¿Para mi padre?
—Sí.
—Pero ¿cómo podía envenenar a la señora de Saint-Merán una poción preparada para mi padre? Le habría envenenado a él también.
—No, señor, nada más sencillo; bien sabéis que en ciertas enfermedades los venenos son un remedio; la parálisis es una de éstas. Hará unos tres meses que, después de haber hecho todo cuanto podía para devolver el movimiento y la palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar el último medio; hará unos tres meses, repito, le trato por la brucina; así, pues, en la última bebida que le mandé entraban seis centigramos, que no tienen acción sobre los órganos paralizados del señor Noirtier, y a los cuales se ha acostumbrado además por medio de dosis consecutivas; pero que son suficientes para matar a cualquier otro que no sea él.
—Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre el cuarto del señor Noirtier y el de la señora de Saint-Merán, y Barrois nunca entraba en el de mi suegra. En fin, doctor, os diré que aunque sepa que sois el hombre más concienzudo, el más hábil, aunque siempre vuestras palabras sean para mí una antorcha que me guíe por la oscuridad, a pesar de todo, tengo necesidad de apoyarme en este axioma:
errare humanum est
.
—Escuchad, Villefort —dijo el galeno—; ¿hay alguno de mis colegas en quien tengáis tanta confianza como en mí?
—¿Por qué me decís eso? ¿Adónde vais a parar?
—Llamadle, le diré todo lo que he visto, lo que he notado, y haremos la autopsia.
—¿Y encontraréis señales del veneno?
—¡Veneno!, yo no he dicho eso; pero estudiaremos la exaspera ción del sistema, reconoceremos la asfixia patente, incontestable, y os diremos: querido Villefort, si ha sido por descuido, vigilad a vuestros criados; si ha sido por odio, vigilad a vuestros enemigos.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me proponéis, señor de Avrigny? —respondió Villefort abatido—; desde el momento en que otro que vos posea el secreto, será necesario un proceso, ¡y un proceso en el que yo esté interesado es imposible! Sin embargo, si queréis, si lo exigís, haré lo que decís. En efecto, tal vez deba yo seguir este asunto; mi carácter me lo ordena. Pero, doctor, desde ahora me veis aterrado; ¡introducir en mi casa tal escándalo después de tantas desgracias! ¡Oh!, ¡mi mujer y mi hija morirían! Y yo, yo, doctor, bien lo sabéis, no llega un hombre a ser lo que yo soy, no llega un hombre a ser procurador del rey veinticinco años sin haberse acarreado enemigos; los míos son numerosos… Este acontecimiento los hará saltar de alegría, y a mí me cubrirá de oprobio; doctor, perdonadme estas ideas mundanas. Si fueseis sacerdote, no me atrevería a decíroslo; pero sois hombre, conocéis a los demás; doctor, doctor, no me habéis dicho nada, ¿no es verdad?
—Querido señor de Villefort —respondió el doctor conmovido—, mi primer deber es la humanidad. Yo habría salvado la vida a la señora de Saint-Merán si la ciencia hubiera podido hacerlo; pero una vez muerta, me consagro a los vivos. Sepultemos en lo más profundo de nuestros corazones este terrible secreto. Si los ojos de algunos llegan a sospechar, permitiré que la muerte se achaque a mi ignorancia; pero guardaré fielmente el secreto. Sin embargo, caballero, no dejéis de indagar, porque probablemente esto no quedará así… Y cuando hayáis descubierto al culpable, si llegáis a descubrirlo, yo seré el primero que os diga: «Sois magistrado, obrad como mejor os parezca».
—¡Oh!, gracias, ¡gracias, doctor! —dijo Villefort con indescriptible alegría—, jamás había tenido mejor amigo que vos.
Y como si hubiese temido que el doctor Avrigny se retractase de su determinación, se levantó y le condujo hacia su casa.
Los dos hombres se alejaron, y Morrel, que necesitaba respirar, sacó la cabeza del enramado, y la luna iluminó aquel rostro tan pálido, que más bien parecía el de un fantasma.
—Dios me proteja —dijo—. ¡Pero Valentina! ¡Valentina!, ¡pobre amiga! ¿Resistirá tantos dolores?
Al decir estas palabras, miraba alternativamente a la ventana de cortinas encarnadas y a las tres de cortinas blancas.
La luz había desaparecido completamente de la ventana de cortinas encarnadas. La señora de Villefort acababa sin duda de apagar la lámpara, y sólo la lamparilla era la que esparcía un reflejo débil, casi imperceptible.
Al extremo del edificio vio abrirse una de las ventanas de cortinas blancas. Una bujía, colocada sobre la chimenea, arrojó fuera del balcón algunos rayos de su pálida luz, y una sombra se apoyó en la balaustrada.
Morrel se estremeció; parecíale haber oído un gemido.
No era extraño que aquella alma tan intrépida y fuerte, turbada ahora y exaltada por las dos pasiones humanas más fuertes, el amor y el miedo, se hubiese debilitado hasta el punto de sufrir exaltaciones supersticiosas.
Por más que resultaba imposible que la mirada de Valentina le distinguiese, oculto como estaba, creyó oírse llamar por la sombra de la ventana, su espíritu turbado se lo decía, repitiéndoselo su corazón abrasado. Este doble error era para él una certidumbre, y por uno de esos incomprensibles impulsos juveniles salió de su escondite, y en dos saltos, a riesgo de ser visto, de asustar a Valentina, de alarmar a todos los de la casa con algún grito involuntario que pudiera proferir la joven, atravesó aquel parterre que la luna iluminaba en aquel instante de lleno, y habiendo llegado a la calle de naranjos que se extendía delante de la casa, divisó la escalinata, que subió rápidamente, y empujó la puerta, que se abrió sin resistencia.
Valentina no le había visto; sus ojos, levantados hasta el cielo, seguían una nube de plata que se deslizaba sobre el azul, y cuya forma se asemejaba a la de una sombra que sube al cielo; su imaginación poética y exaltada le decía que era el alma de su madre.
Morrel había atravesado la antesala y llegó al pie de la escalera. Alfombras extendidas sobre los escalones apagaron sus pasos. Por otra parte, Morrel había llegado a un punto tal de exaltación, que la presencia de Villefort no le habría extrañado si éste hubiese aparecido ante sus ojos. Su resolución estaba tomada. Se acercaba a él y se lo confesaba todo, rogándole que le escuchase, y aprobase aquel amor que le unía a su hija… Morrel estaba loco.
Afortunadamente no vio a nadie.
Entonces fue cuando le sirvieron de mucho las descripciones que del interior de la casa le había hecho Valentina. Llegó sin accidente alguno al final de la escalera y cuando iba a buscar la habitación, un gemido, cuya expresión reconoció, le indicó el camino que debía seguir. Se volvió. Una puerta entreabierta dejaba salir el reflejo de una luz y el sonido de la voz que antes había exhalado aquel gemido.
Abrió esta puerta y entró en la estancia.
Al fondo de una alcoba, bajo el sudario blanco que cubría su cabeza y dibujaba su forma, yacía la muerta, más espantosa a los ojos de Morrel desde la revelación de aquel secreto del que la casualidad le había hecho poseedor.
Al lado de la cama, de rodillas, con la cabeza sepultada entre unos almohadones, Valentina, estremeciéndose a cada instante, a cada gemido, extendía sobre su cabeza, cuyo rostro no se distinguía, sus dos manos cruzadas y crispadas.
Se había separado del balcón, que había quedado abierto, y rezaba en voz alta con un acento que hubiera conmovido al corazón más insensible.
Las palabras se escapaban de sus labios rápidas, incoherentes, ininteligibles.
La claridad de la luna, que penetraba por el balcón, hacía palidecer el resplandor de la bujía, y azulaba con sus fúnebres tintas este cuadro desolador.
Morrel no pudo resistir esta escena. No era hombre, en verdad, de una piedad ejemplar, no era fácil de conmover, pero ver llorar a Valentina y retorcerse los brazos, era más de lo que podía sufrir en silencio. Arrojó un suspiro, murmuró un nombre, y una cabeza anegada en lágrimas, una cabeza de Magdalena de Correggio se levantó volviéndose hacia él.
Valentina lo vio y no manifestó el menor asombro. No existen emociones intermedias en un corazón ulcerado por una desesperación suprema.
Morrel extendió la mano a su amiga. Valentina, por toda excusa de no haber acudido a la cita, le mostró el cadáver cubierto por el fúnebre sudario, y volvió a sollozar.
Ni uno ni otro se atrevían a hablar en aquel cuarto. Los dos vacilaban en romper aquel silencio que parecía ordenado por la muerte, que se hallaba en algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los labios.
Al fin Valentina se atrevió a hablar.
—Si esta emoción hubiera debido recibir al momento su castigo, es que esa pobre abuela, al morir, dejó dispuesto que terminasen mi boda lo más pronto posible; ¡también ella, Dios mío! ¡Creyendo protegerme, obraba contra mí!
—¡Escuchad! —dijo Morrel.
Los dos jóvenes guardaron silencio.
Oyóse abrir una puerta y unos pesos resonaron en el corredor dirigiéndose a la escalera.
—Es mi padre, que sale de su despacho —dijo Valentina.
—Y que acompaña al doctor —añadió Morrel.
—¿Cómo sabéis que es el doctor? —preguntó Valentina asombrada.
—Lo supongo —dijo Morrel.
Valentina miró al joven.
Oyóse cerrar la puerta de la calle.
El señor de Villefort cerró con llave la del jardín y en seguida volvió a subir la escalera.
Cuando hubo llegado a la antesala, se detuvo un instante como si vacilase en entrar en el cuarto de la señora de Saint-Merán. Morrel se escondió detrás de un biombo. Valentina no hizo el menor movimiento. Hubiérase dicho que un dolor supremo la hacía superior.
—Amigo —dijo—, ¿cómo es que estáis aquí? ¡Ay!, yo os diría de buena gana bien venido seáis, si no fuera la muerte la que os ha abierto la puerta de esta casa.
—Valentina —dijo Morrel con voz trémula y las manos cruzadas—, yo esperaba desde las ocho y media. No os veía venir, me inquieté, salté la cerca, penetré en el jardín, entonces unas votes que hablaban del fatal accidente.
—¿Qué voces? —preguntó Valentina.
Morrel se estremeció, porque toda la conversación del doctor y del El señor de Villefort siguió hacia su habitación. El señor de Villefort se representó en su imaginación, y creía ver a través del paño mortuorio aquellos brazos crispados, aquel cuerpo rígido, aquellos labios amoratados.
—Las voces de vuestros criados me lo han revelado todo.
—Pero venir hasta aquí era perdernos, amigo mío —dijo Valentina, sin espanto ni enojo.
—Perdonadme —respondió Morrel con el mismo tono—, voy a retirarme.
—No —dijo Valentina—, seríais visto, quedaos.
—Pero si viniesen.
La joven movió la cabeza con melancolía.
—Nadie vendrá —dijo—. Tranquilizaos, ésta es nuestra salvación.
Y le señaló el cadáver cubierto con el paño.
—¿Pero qué ha sido del señor d’Epinay? Decidme, os lo suplico —replicó Morrel.
—El señor Franz vino para firmar el contrato en el momento en que mi abuela exhalaba el último suspiro.
—¡Ah! —dijo Morrel con alegría egoísta, porque pensaba que aquella muerte retardaba indudablemente el matrimonio de Valentina.
—Ahora —dijo Valentina—, no hay más que una salida permitida y segura, y es la habitación de mi abuelo.
Y se levantó.
—Venid —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Maximiliano.
—A la habitación de mi abuelo.
—¡Yo al cuarto del señor Noirtíer!
—Sí.
—¡Qué decís, Valentina!
—Bien sé lo que digo, y hace tiempo que lo he pensado. No tengo más amigo que éste en el mundo y los dos necesitamos de él… Venid.
—Cuidado, Valentina —dijo Morrel vacilando—, cuidado, la venda ha caído de mis ojos. Al venir estaba demente. ¿Conserváis íntegra vuestra razón, querida amiga?
—Sí —dijo Valentina—, y no siento más que un escrúpulo, y es el dejar solos los restos de mi pobre abuela, que yo me encargué de velar.
—Valentina —dijo Morrel—, la muerte es sagrada.
—Sí —respondió la joven—. Pronto acabaremos, venid.
Valentina atravesó la estancia y bajó por una escalerilla que conducía a la habitación de Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. Cuando llegaron a la meseta en que estaba la puerta, encontraron al antiguo criado.
—Barrois —dijo Valentina—, cerrad la puerta y no dejéis entrar a nadie.
Valentina pasó primero.
Noirtier, sentado aún en su sillón, atento al menor ruido, informa do por su criado de todo lo que sucedía, clavaba ansiosas miradas en la puerta del cuarto. Vio a Valentina y sus ojos brillaron.
Había en el andar y en la actitud de la joven cierta gravedad solemne que admiró al anciano. Así, pues, sus brillantes ojos interrogaron vivamente a la joven.
—Escúchame bien, abuelito —le dijo—, ya sabes que mi buena mamá Saint-Merán ha muerto hace una hora, y que ya, excepto a ti, no tengo a nadie que me ame en el mundo.