El Conde de Montecristo (117 page)

Read El Conde de Montecristo Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
7.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Me escribirás, ¿no es verdad?

—Sí.

—¡Gracias, gracias, hasta la vista!

Oyóse el ruido de un inocente beso y Valentina desapareció bajo los tilos.

Morrel escuchó un instante el crujido de su vestido y el rumor de sus pies en la arena; levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de felicidad, como para dar gracias al divino Creador, que permitía fuese amado de aquella manera, y desapareció a su vez.

Entró en su case y esperó toda la tarde y todo el día siguiente sin recibir nada. A las dos, y cuando se dirigía a casa del señor Deschamps, notario, recibió por fin por la estafeta un billete que sin duda era de Valentina, aunque nunca había visto su letra.

Estaba concebido en estos términos:

Lágrimas, súplicas, ruegos, todo inútil. Ayer, por espacio de dos horas estuve en la iglesia de San Felipe de Roule, y por espacio de dos horas recé con toda mi alma; Dios es insensible como los hombres, y el contrato se firma esta noche a las nueve.

No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel; os he dado esa palabra y el corazón es vuestro.

Esta noche, a las nueve menos cuarto, en la valla.

Vuestra mujer,

Valentina de Villefort.

P.D.: Mi pobre abuela se encuentra cede vez peor; ayer tuvo un fuerte delirio; hoy no ha sido delirio, sino locura.

Me amaréis mucho, ¿no es verdad, Morrel? Mucho…, para hacerme olvidar que la he abandonado en este estado.

Creo que ocultan a papá Noirtier que el contrato se firma esta noche a las nueve.

Morrel no se limitó a los informes que le diera Valentina, fue a case del notario, que le aseguró la noticia de que el contrato se firmaba aquella noche a las nueve.

Luego pasó a ver a Montecristo; allí supo más detalles: Franz había ido a anunciarle aquella solemnidad; la señora de Víllefort había escrito al conde para suplicarle que la disculpase si no le invitaba; pero la muerte del señor de Saint-Merán, y el estado en que se hallaba su viuda esparcía sobre aquella reunión un velo de tristeza con el que no quería oscurecer la frente del conde, al cual deseaba toda especie de felicidad.

Franz había sido presentado el día anterior a la señora de Saint Merán, que se levantó pare esta presentación, volviendo a acostarse en seguida.

Morrel se hallaba presa de una agitación que no podía escapar a una mirada tan penetrante como la del conde; así, pues, Montecristo se mostró con él más afectuoso que nunca; tanto que dos o tres veces estuvo Maximiliano a punto de decírselo todo. Pero se acordó de la promesa formal dada a Valentina, y su secreto no salió de su corazón.

El joven volvió a leer veinte veces la misiva. Era la primera vez que le escribía, ¡y en qué ocasión! Cada vez que la leía, juraba veinte veces hacer feliz a Valentina. En efecto, ¡qué autoridad tiene la joven que tome una resolución tan peligrosa! ¡Qué abnegación no merece de parte de aquel a quien todo se ha sacrificado! ¡Cuán digna es del culto de su amante! ¡Es la reina y la mujer, y no se tiene bastante con un alma pare darle gracias y adorarla…!

Morrel pensaba con una inexplicable agitación en aquel momento en que Valentina llegara diciendo:

—Aquí estoy, Maximiliano, ayudadme a subir a la tapia.

Todo estaba preparado pare la fuga; dos escalas habían sido guardadas en la choza de la huerta; un cabriolé, que debía conducir a Maximiliano, esperaba; ni criados, ni luz; al doblar la primera esquina, se encenderían las linternas, porque podían muy bien caer en manos de la policía.

De vez en cuando se estremecía; pensaba en el momento en que, al lado de aquella cerca, protegería la bajada de Valentina, y sentiría, temblorosa y abandonada en sus brazos, a aquella de quien aún no había estrechado más que una mano.

Pero al llegar la tarde, cuando vio acercarse la hora, sintió una gran necesidad de estar solo; su sangre le hervía en las venas, las simples preguntas, la sola voz de un amigo le habrían irritado; se encerró en su cuarto procurando leer, pero su mirada se deslizaba sobre las páginas sin comprender nada, y acabó por tirar el libro contra el suelo, para dibujar por segunda vez su piano, sus escalas y su huerta. Al fin se acercó la hora. Morrel pensó entonces que ya era tiempo de partir, pues eran las siete y media, y aunque el contrato se firmaba a las nueve, era probable que Valentina no esperaría; de consiguiente, después de haber salido a las siete y media en su reloj, de la calle de Meslay, entraba en la huerta cuando daban las ocho en San Felipe de Roule.

El caballo y el cabriolé fueron ocultados detrás de una cabaña arruinada en la que Morrel solía esconderse. Poco a poco el día fue declinando, y los árboles desapareciendo entre las sombras.

Entonces salió de su escondite, y con el corazón palpitante fue a mirar por la tapia: aún no había nadie.

Las ocho y media dieron.

Estuvo esperando una media hora; se paseaba de un lado a otro, y de vez en cuando iba a mirar por la rendija de las tablas.

El jardín se iba oscureciendo más y más, y en vano buscaba en la oscuridad el vestido blanco, en vano procuraba oír en medio del silencio el ruido de los pasos.

La casa que se vislumbraba a través de los árboles permanecía oscura, y no presentaba ninguno de los aspectos que acompañan a un acontecimiento tan importante como el de firmar un contrato de matrimonio.

Consultó su reloj, que señalaba las diez menos cuarto; pero pronto conoció su error, cuando el reloj de la iglesia dio las nueve y media.

Ya era media hora más del término fijado: Valentina le había dicho que a las nueve menos cuarto.

Este fue el momento más terrible para el corazón del joven, para el cual cada segundo que transcurría era un nuevo tormento.

El más débil ruido de las hojas, el menor silbido del viento, le hacían sudar y estremecerse; entonces, con mano convulsiva agarraba la escala, y para no perder tiempo, ponía el pie en el primer escalón.

En medio de estos temblores, en medio de estas crueles alternativas de temor y de esperanza…, dieron las diez en el reloj de San Felipe de Roule.

—¡Oh! —murmuró Maximíliano con terror—; es imposible que dure tanto firmar el contrato, a menos que haya habido algún suceso imprevisto; ya he calculado el tiempo que duran todas las formalidades, algo ha ocurrido.

Y unas veces se paseaba con agitación por delante de la cerca, otras iba a apoyar su ardorosa frente sobre el hierro helado. ¿Se habría desmayado Valentina durante o después del contrato? ¿O habría sido detenida en su fuga? Estas eran las dos hipótesis que bullían sin cesar en el cerebro del joven.

La idea que al fin llegó a obsesionarle fue la de que a la joven, en medio de su fuga, le habían faltado las fuerzas y había caído desmayada en una de las alamedas del jardín.

—¡Oh!, si así fuera —exclamó lanzándose sobre la escala—, ¡la perdería y sería por mi culpa!

El demonio que le había soplado al oído este pensamiento no le abandonó, y siguió atormentándole con esa tenacidad que hace que ciertas dudas, al cabo de un instante y a fuerza de pensar en ellas, se conviertan en certeza. Sus ojos, que procuraban penetrar la oscuridad creciente, creían ver bajo los sombríos árboles una forma humana.

Morrel se atrevió a llamar, e imaginóse oír un quejido inarticulado.

Dieron las diez y media. Era imposible esperar más tiempo; las sienes de Maximiliano latían violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin trepó por la escalera, subió a la cerca y de un salto estuvo en el jardín.

Estaba en casa de Villefort, acababa de entrar en ella por escalamiento; pensó un instante en las consecuencias que podría tener una acción semejante, pero no había tiempo para retroceder.

Anduvo unos diez pasos hasta internarse en una alameda.

En un minuto se plantó al extremo de ella. Desde allí se descubría la casa.

Aseguróse entonces de una cosa que había ya sospechado, y es que en lugar de las luces que creía ver brillar en cada ventana, como es natural en los días de ceremonia, no vio más que la masa gzís y velada aún por una gran cortina sombría que proyectaba una nube inmensa que se había interpuesto delante de la luna.

Una luz pasaba de vez en cuando como perdida, y lo hacía por delante de tres ventanas del piso principal, que eran de las habitaciones de la señora de Saint-Merán.

Otra luz permanecía inmóvil detrás de unas cortinas encarnadas que eran de la alcoba de la señora de Villefort.

Morrel adivinó todo esto. Mil veces, para seguir a Valentina en su pensamiento a cualquier hora del día, mil veces, repetimos, había hecho que esta última le describiera minuciosamente la casa; de modo que sin haberla visto casi podría asegurarse que la conocía como su dueño.

El joven se asustó todavía más de aquella oscuridad y del silencio, que de la ausencia de Valentina.

Despavorido, loco de dolor, decidido a arrostrarlo todo por volver a ver a Valentina y asegurarse de la desgracia que presagiaba, cualquiera que fuese, llegó a una plazoleta, la que conducía a la alameda, y se disponía a atravesar con toda rapidez posible el parterre, completamente descubierto, cuando un rumor de voces bastante lejano aún, pero aproximado por el viento, llegó a sus oídos.

Al oírlo dio un paso atrás; había salido fuera de las ramas y do los árboles; pero volvióse a internar en ellos, y permaneció oculto en la oscuridad, inmóvil y mudo.

Había abrazado una resolución: si era Valentina sola, la avisaría con una palabra; si venía acompañada, la vería al menos y se aseguraría de que no le haba sucedido desgracia alguna; escucharía algunas palabras de su conversación, y al fin podría comprender aquel misterio incomprensible hasta entonces.

Al fin la luna se desembarazó de la nube que la cubría, y vio aparecer en la puerta de la escalinata a Villefort seguido de un hombre vestido de negro. Bajaron los escalones y se adelantaron hacia la plazoleta. Aún no había andado cuatro pasos y ya Morrel había reconocido al doctor de Avrigny en el hombre vestido de negro.

Al verlos dirigirse hacia donde él estaba, el joven retrocedió maquinalmente hasta que encontró el tronco de un sicómoro, detrás del cual se ocultó.

A los pocos momentos cesó el rumor que en la arena producían los pasos del procurador del rey y del doctor de Avrigny.

—¡Ah!, querido doctor —dijo Villefort—, el cielo se declara contra nuestra casa. ¡Qué muerte tan horrible! No tratéis de consolarme; ¡ay!, no hay consuelo para semejante desgracia; la llaga es demasiado viva y demasiado profunda, ¡muerta!, ¡muerta está!

Un sudor frío heló la frente del joven, cuyos dientes chocaron unos con otros. ¿Quién había muerto en aquella casa que el mismo Villefort maldecía?

—Querido señor de Villefort —respondió el facultativo con un acento que aumentó el terror del joven—, yo no os he conducido aquí para consolaros, al contrario.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el procurador del rey asombrado.

—Quiero decir que además de la desgracia que os acaba de suceder, hay otra aún más terrible quizá.

—¡Oh! ¡Dios mío! —murmuró Villefort cruzando las manos—; ¿qué es lo que vais a decirme?

—¿Estamos solos, amigo mío?

—¡Oh!, sí, solos. Pero ¿qué significan todas esas precauciones?

—Significan que tengo que haceros una confidencia —dijo el doctor—; sentémonos.

Villefort cayó sobre el banco. El doctor permaneció en pie frente a él con una mano apoyada sobre un hombro.

Horrorizado, Morrel sostenía su frente con una mano, y con la otra contenía su corazón cuyos latidos temía que fuesen oídos.

«¡Muerta! ¡Muerta!», repetía su pensamiento.

Y él mismo se sentía morir.

—Decid, doctor; ya escucho —dijo Villefort—, herid; a todo estoy preparado.

—La señora de Saint-Merán era sin duda de bastante edad, pero gozaba de una salud excelente.

Morrel respiró por primera vez después de diez minutos de agonía.

—La pena la ha matado —dijo Villefort—; ¡sí, el pesar, doctor! Aquella costumbre que tenía de vivir al lado del marqués hacía más de cuarenta años…

—No, no es la pena, mi querido Villefort —dijo el doctor—. El pesar puede matar, aunque son muy raros estos casos; pero no mata en un día, no mata en una hora, no mata en diez minutos.

Villefort no respondió nada, pero levantó la cabeza que hasta entonces había tenido inclinada y miró al doctor con asombro.

—¿Estuvisteis junto a ella durante su agonía? —preguntó el señor de Avrigny.

—Sin duda —respondió el procurador del rey—; vos me dijisteis que no me alejase.

—¿Habéis notado los síntomas del mal a que ha sucumbido la señora de Saint-Merán?

—Desde luego, ha tenido tres accesos consecutivos, y cada vez más graves… Cuando vos llegasteis, hacía algunos minutos que apenas podía respirar; entonces tuvo una crisis que yo tomé por un simple ataque de nervios; pero no empecé a espantarme sino cuando la vi incorporarse sobre el lecho, con los miembros y el cuello crispados. Entonces os miré, y en vuestro rostro conocí que la cosa era más grave de lo que yo pensaba. Pasada la crisis busqué vuestros ojos, ¡pero no los encontré!, le tomabais el pulso, contabais sus latidos, y empezó la segunda crisis, que fue más nerviosa, y sus labios se amorataron y se contrajo su boca. A la tercera expiró. Desde que vi el fin de la primera reconocí que era el tétanos: vos me confirmasteis en esta opinión.

—Sí, delante de todo el mundo —repuso el doctor—; pero ahora estamos solos.

—¿Qué vais a decirme, Dios mío?

—Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustancias vegetales son absolutamente los mismos.

El señor de Villefort se levantó, y después de un instante de inmovilidad y de silencio, volvió a caer sobre el banco.

—¡Oh, Dios mío!, señor doctor —dijo—, ¿os dais cuenta de lo que me estáis diciendo?

Morrel no sabía si soñaba o estaba despierto.

—Escuchad —dijo el doctor—, conozco la importancia de mi declaración y el carácter del hombre a quien se la hago.

—¿Estáis hablando al amigo… o al magistrado? —preguntó Villefort.

—Al amigo, al amigo en este momento; la relación que existe entre los síntomas del tétanos y los síntomas del envenenamiento por las sustancias vegetales es tan parecida, que si fuera preciso firmarlo no vacilaría. Os repito, pues, no es al magistrado, sino al amigo, a quien advierto que tres cuartos de hora he estudiado la agonía, las convulsiones, la muerte de la señora de Saint-Merán, y no solamente me atrevo a decir que ha muerto envenenada, sino que aseguraría qué veneno la ha matado.

Other books

Holy Orders A Quirke Novel by Benjamin Black
Enticed by J.A. Belfield
Labyrinth by A. C. H. Smith
Sky Jumpers Series, Book 1 by Peggy Eddleman
When Breath Becomes Air by Paul Kalanithi
Fire in the Blood by Robyn Bachar
Highland Desire by Hildie McQueen