—Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?
Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.
—Escuchad —dijo Morrel—, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin duda Dios les recompensará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con voluntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediatamente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a preguntaros.
Valentina se estremeció, y miró a Morrel con asombro.
La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no se había presentado a su imaginación.
—¿Qué me decís, Maximiliano? —preguntó Valentina—, ¿y a qué llamáis una lucha? ¡Oh!, decid más bien sacrilegio. ¡Cómo! ¿Habría de luchar yo contra la orden de mi padre, contra los deseos de mi abuela moribunda? ¡Es imposible!
Morrel hizo un movimiento. Valentina añadió:
—Tenéis un corazón demasiado noble para que no me comprendáis, y me comprendéis tan bien, querido Maximiliano, que por eso os veo tan callado. ¡Luchar yo! ¡Dios me libre! No, no; guardo toda mi fuerza para luchar contra mí misma, y para beber mis lágrimas, como vos decís. En cuanto a afligir a mi padre, en cuanto a turbar los últimos momentos de mi pobrecita abuela, ¡jamás!
—Tenéis razón —dijo Morrel con una calma irónica.
—¡Qué modo tenéis de decirme eso, Dios mío! —exclamó Valentina ofendida.
—Os lo digo como un hombre que os admira, señorita —repuso Maximiliano.
—¡Señorita! —exclamó Valentina—; ¡señorita! ¡Oh!, ¡qué egoísta!, me ve desesperada y finge que no me entiende.
—Os equivocáis, y al contrario, os entiendo perfectamente. No queréis contrariar al señor de Villefort, no queréis desobedecer a la marquesa y mañana firmaréis el contrato que debe enlazaros con el señor d’Epinay.
—¡Pero, Dios mío! ¿Puedo yo hacer otra cosa?
—No me preguntéis, señorita, porque yo soy muy mal juez en esta causa y mi egoísmo me cegaría —respondió Morrel, cuya voz sorda y puños apretados anunciaban una creciente exasperación.
—¿Qué me hubierais propuesto, Morrel, si me hallaseis dispuesta a hacer lo que quisierais? Vamos, responded. No se trata de decir: hacéis mal; es preciso que me deis un consejo.
—¿Me habláis en serio, Valentina, y debo daros ese consejo?
—Seguramente, querido Maximiliano, porque si es bueno, lo seguiré sin vacilar.
—Valentina —dijo Morrel rompiendo una tabla ya desunida—, dadme vuestra mano en prueba de que me perdonáis la cólera; ¡oh!, tengo la cabeza trastornada, y hace una hora que pasan por mi imaginación las ideas más insensatas. ¡Oh!, en el caso en que rehuséis mi consejo…
—Vamos, decidme cuál es.
—Escuchad, Valentina.
La joven alzó los ojos y arrojó un suspiro.
—Soy libre —repuso Maximiliano—, soy bastante rico para los dos; os juro ante Dios que seréis mi mujer antes de que mis labios hayan tocado vuestra frente.
Valentina dijo:
—¡Me hacéis temblar!
—Seguidme —continuó Morrel—; os conduzco a casa de mi hermana, que es digna de serlo vuestra: nos embarcaremos para Argel, para Inglaterra o para América, o si preferís nos retiraremos juntos a alguna provincia, o esperaremos a que nuestros amigos hayan vencido la resistencia de vuestra familia para volver a París.
Valentina movió melancólicamente la cabeza.
—Ya lo esperaba, Maximiliano —dijo—; es un consejo de insensato; y yo lo sería más que vos, si no os detuviese con estas palabras: ¡Imposible, Morrel, imposible!
—¿De modo que seguiréis vuestra suerte, sin tratar de modificarla? —dijo Morrel.
—¡Sí, aunque luego hubiera de morirme!
—¡Bien, Valentina! —repuso Maximiliano—, os repetiré que tenéis razón. En efecto, yo soy un loco, y vos me probáis que la pasión ciega los entendimientos más claros: os lo agradezco a vos, que obráis sin pasión. ¡Bien, es cosa decidida! Mañana seréis irrevocablemente la esposa del señor Franz d’Epinay, no por esa formalidad de teatro inventada para el desenlace de las comedias, sino por vuestra propia voluntad.
—¡Por Dios!, no me desesperéis, Maximiliano —dijo Valentina—, ¿qué haríais, decid, si vuestra hermana escuchase un consejo como el que me dais?
—Señorita —repuso Morrel con una amarga sonrisa—, yo soy un egoísta, vos lo habéis dicho, y como tal no me ocupo de lo que harían otros en mi lugar, sino de lo que he de hacer yo. Pienso que os conozco hace un año, que desde que os conocí, todas mis esperanzas de felicidad las cifré en vuestro amor; llegó un día en que me dijisteis que me amabais; desde entonces no deseé más que poseeros; era mi anhelo, mi vida; ahora ya no tengo deseo alguno; solamente digo que la desgracia me persigue, que había creído ganar el cielo y lo he perdido. Eso está sucediendo todos los días; un jugador pierde, no tan sólo lo que tiene, sino lo que no tiene.
Morrel pronunció estas palabras con una calma perfecta; Valentina le miró un instante con sus ojos grandes y escudriñadores, procurando no dejar entrever la turbación que iba sintiendo en el fondo de su pecho.
—Pero, en fin, ¿qué vais a hacer? —preguntó.
—Voy a tener el honor de despedirme de vos, señorita, poniendo a Dios, que oye mis palabras, por testigo, que os deseo una vida tan sosegada y feliz, que no dé cabida en vuestro pecho a un recuerdo mío.
—¡Oh! —murmuró Valentina.
—¡Adiós, Valentina, adiós! —dijo Morrel inclinándose.
—¿Dónde vais? —gritó la joven sacando la mano por la hendidura y agarrando el brazo de Morrel, pues sospechaba que aquella calma de su amado no podía ser real—, ¿dónde vais?
—Voy a tratar de no causar un nuevo trastorno a vuestra familia, y a dar un ejemplo que podrán seguir todos los hombres honrados que se encuentren en mi situación.
—Antes de separaros de mí, decidme lo que vais a hacer, Maximiliano.
El joven se sonrió tristemente.
—¡Oh!, ¡hablad! —dijo Valentina—, ¡por favor!
—¿Habéis cambiado de resolución, Valentina?
—¡No puedo cambiar! ¡Desdichado! ¡Bien lo sabéis! —exclamó la joven.
—¡Entonces adiós, Valentina!
Valentina golpeó la valla con una fuerza de que nadie la hubiera creído capaz, y cuando Morrel se alejaba, pasó sus dos manos a través de la misma y cruzándolas, exclamó:
—¿Qué vais a hacer? Yo quiero saberlo; ¿adónde vais?
—¡Oh!, tranquilizaos —dijo Maximiliano deteniéndose a tres pasos de la puerta—; no tengo la intención de hacer a nadie responsable de los rigores a que la suerte me destina. Otro os amenazaría con ir a buscar al señor Franz, provocarle, batirse con él; esto sería una locura. ¿Qué tiene que ver el señor Franz con todo esto? Me ha visto esta mañana por primera vez; ni siquiera sabía que yo existía cuando vuestra familia y la suya decidieron que seríais el uno para el otro. ¡No tengo por qué buscar al señor Franz, y os lo juro, no le buscaré!
—¿Pero con quién vais a desfogar vuestra cólera? ¿Conmigo?
—¡Con vos, Valentina! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada y la que se ama es santa.
—¡Será entonces con vos, Maximiliano, con vos mismo!
—¿No soy yo el culpable, decid? —dijo Morrel.
—Maximiliano —dijo Valentina—, Maximiliano, ¡venid aquí, lo exijo!
Maximiliano se acercó con su dulce sonrisa en los labios; y a no ser por su palidez hubiera podido creerse que estaba en su estado normal.
—Escuchadme, adorada Valentina —dijo con su voz melodiosa y grave—: las personas como nosotros, que jamás han debido reprocharse una mala acción ni un mal pensamiento; las personas como nosotros pueden leer uno en el corazón del otro con la mayor claridad. No, nunca me he considerado un romántico, no soy un héroe melancólico, no soy un Manfredo ni un Antony; pero sin palabras, sin protestas, sin juramentos, he puesto en vos mi vida, vos me faltáis, y obráis con mucha razón, os lo he dicho y os lo repito, pero en fin, me faltáis y mi vida se pierde. Desde el instante en que os alejéis de mí, Valentina, quedo solo en el mundo. Mi hermana es feliz con su marido; su marido es sólo mi cuñado, es decir, un hombre emparentado conmigo por las leyes sociales; nadie tiene necesidad de mi existencia. He aquí lo que voy a hacer: esperaré hasta el último segundo a que estéis casada, porque no quiero perder la sombra de una de esas casualidades imprevistas que pueden suceder; el señor Franz puede morir de aquí a entonces; puede caer un rayo en el altar en el momento en que os acerquéis, todo parece creíble al condenado a muerte, y para él no son imposibles los milagros si se trata de la salvación de su vida. Aguardaré, pues, hasta el último instante, y cuando sea cierta mi desgracia, sin remedio, sin esperanza, escribiré una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de policía para darles parte de mi designio; y en lo más escondido de un bosque, a la orilla de algún foso me saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como que soy hijo del hombre más honrado que ha vivido en Francia.
Un temblor convulsivo agitó los miembros de Valentina; sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
El joven permaneció delante de ella, sombrío y resuelto.
—¡Oh!, por piedad, por piedad —dijo—, viviréis, ¿no es verdad?
—No, por mi honor —dijo Maximiliano—; ¿pero qué os importa? Vos haréis vuestro deber y no os remorderá la conciencia.
Valentina cayó de rodillas oprimiéndose el corazón, que parecía querer salírsele del pecho.
—Maximiliano —dijo—, Maximiliano, mi amigo, mi hermano sobre la tierra, mi verdadero esposo en el cielo, lo suplico, imítame, vive con el sufrimiento, tal vez llegará un día en que nos veamos reunidos.
—Adiós, Valentina —repitió Morrel.
—Dios mío —dijo Valentina levantando sus dos manos al cielo con expresión sublime—; ya veis que he hecho cuanto he podido por permanecer siempre hija sumisa; no ha escuchado mis súplicas, mis ruegos, mis lágrimas. ¡Pues bien! —continuó enjugándose las lágrimas y recobrando su firmeza—, ¡pues bien!, no quiero morir de remordimiento, quiero morir de vergüenza! Viviréis, Maximiliano, y no seré de nadie sino de vos. ¿A qué hora? ¿Cuándo? ¿En este momento? Hablad, mandad, estoy pronta.
Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, volvió, y pálido de alegría, el corazón palpitante de gozo, extendiendo al través de la valla sus dos manos hacia la joven:
—Valentina —dijo—, querida amiga, no me habéis de hablar así, o si no dejadme morir. ¿Por qué os he de deber a la violencia, si me amáis como yo os amo? Me obligáis a vivir por humanidad, eso es todo lo que hacéis; en tal caso prefiero morir.
—Después de todo —murmuró Valentina—, ¿quién me ama en el mundo? ¿Quién me ha consolado de todos mis dolores? ¿En quién reposan mis esperanzas? ¿En quién se fija mi extraviada vista? ¿Con quién se desahoga mi afligido corazón? En él, él, él, siempre él. Tienes razón, Maximiliano, lo seguiré; huiré de la casa paterna. ¡Oh, qué ingrata soy! —exclamó Valentina sollozando—. ¡Me olvidaba de mi abuelo Noirtier!
—No —dijo Maximiliano—, no le abandonarás; el señor de Noirtier ha parecido experimentar alguna simpatía hacia mí; y antes de huir se lo dirás todo; su consentimiento lo servirá de escudo, y una vez casados vendrá a vivir con nosotros: en lugar de un hijo tendrá dos. Tú me has dicho el modo con que os habláis, pues yo aprenderé pronto el tierno lenguaje de los signos, sí, Valentina. ¡Oh!, lo juro, en lugar de la desesperación que nos aguarda, le prometo la felicidad.
—¡Oh!, mira, Maximiliano, mira si es grande el poder que ejerces sobre mí, que me haces casi creer en lo que dices, a pesar de que es insensato, porque mi padre me maldecirá; le conozco bien, y sé que es inflexible, nunca perdonará. Así, pues, escúchame, Maximiliano: si por artificio, por súplicas, por un accidente, ¿qué sé yo?, en fin, si por un medio cualquiera puedo retrasar el casamiento, esperarás, ¿no es verdad?
—Sí, lo juro, como jures tú también que ese espantoso casamiento no se efectuará, y aunque lo arrastren delante del magistrado, delante del sacerdote, dirás que no.
—Te lo juro, Maximiliano; por lo más sagrado que hay para mí, por mi madre.
—Esperemos, pues —dijo Morrel.
—Sí, esperemos —dijo Valentina, que al oír esta palabra dio un suspiro de alivio—; ¡hay tantas cosas que pueden salvar a unos desgraciados como nosotros!
—En ti confío, Valentina —dijo Morrel—; todo lo que hagas estará bien; pero si son desgraciadas tus súplicas, si tu padre, si la señora de Saint-Merán exigen que el señor d’Epinay sea llamado mañana para firmar el contrato…
—Tienes mi palabra, Morrel.
—En lugar de firmar…
—Vendré a buscarte y huiremos; pero desde ahora hasta entonces no tentemos a Dios, Morrel; no nos veamos, ha sido un milagro que hasta ahora no nos hayan visto; si nos sorprendiesen, si supieran cómo nos vemos, no tendríamos ningún recurso.
—Es verdad, Valentina, ¿pero cómo sabré…?
—Por el notario señor Deschamps.
—Le conozco.
—Y por mí misma. Yo lo escribiré, créeme. ¡Dios mío! Bien sabes cuán odiosa me es a mí también esa boda.
—¡Bien!, ¡bien!, ¡gracias, mi adorada Valentina! —replicó Morrel—. Entonces ya está todo dicho; vengo aquí, subes a la valla y yo lo ayudo a saltar, un carruaje nos esperará a la puerta del cercado, subimos a él, lo conduzco a la casa de mi hermana; allí, desconocidos de todos o como quieras, tendremos valor, resistiremos, y no nos dejaremos degollar como el cordero que no se defiende sino con sus gemidos.
—Bien —dijo Valentina—; yo también lo diré, Maximiliano, que cuanto hagas está bien hecho.
—¡Oh!
—Pues bien, ¿estás contento de tu mujer? —dijo tristemente la joven.
—¡Mi querida Valentina, es tan poco decir que sí!
—Pues dilo siempre.
Valentina se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la valla, y sus palabras y su perfumado aliento llegaban hasta los labios de Morrel, que iba acercando su boca al frío e inflexible cercado.
—Hasta la vista —dijo Valentina—, hasta la vista.