—¿Y por qué había de comprometerme? —dijo Dantés—. Puedo asegurar que no sabía de qué se trataba; y en cuanto al emperador, no me hizo preguntas de las que hubiera hecho a otro cualquiera. Pero con vuestro permiso —continuó Dantés—: vienen los aduaneros, os dejo…
—Sí, sí, querido Dantés, cumplid vuestro deber.
El joven se alejó, mientras iba aproximándose Danglars.
—Vamos —preguntó éste—, ¿os explicó el motivo por el cual se detuvo en Porto-Ferrajo?
—Sí, señor Danglars.
—Vaya, tanto mejor —respondió éste—, porque no me gusta tener un compañero que no cumple con su deber.
—Dantés ya ha cumplido con el suyo —respondió el naviero—, y no hay por qué reprenderle. Cumplió una orden del capitán Leclerc.
—A propósito del capitán Leclerc: ¿os ha entregado una carta de su parte?
—¿Quién?
—Dantés.
—¿A mí?, no. ¿Le dio alguna carta para mí?
—Suponía que además del pliego le hubiese confiado también el capitán una carta.
—Pero ¿de qué pliego habláis, Danglars?
—Del que Dantés ha dejado al pasar en Porto-Ferrajo.
—Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto-Ferrajo…?
Danglars se sonrojó.
—Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés un paquete y una carta.
—Nada me dijo aún —contestó el naviero—, pero si trae esa carta, él me la dará.
Danglars reflexionó un instante.
—En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado.
En esto volvió el joven y Danglars se alejó.
—Querido Dantés, ¿estáis ya libre? —le preguntó el naviero.
—Sí, señor.
—La operación no ha sido larga, vamos.
—No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del puerto que vino con el práctico.
—¿Conque nada tenéis que hacer aquí?
Dantés cruzó una ojeada en torno.
—No, todo está en orden.
—Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad?
—Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin embargo, no os quedo menos reconocido por el honor que me hacéis.
—Es muy justo, Dantés, es muy justo; ya sé que sois un buen hijo.
—¿Sabéis cómo está mi padre? —preguntó Dantés con interés.
—Creo que bien, querido Edmundo, aunque no le he visto.
—Continuará encerrado en su mísero cuartucho.
—Eso demuestra al menos que nada le ha hecho falta durante vuestra ausencia.
Dantés se sonrió.
—Mi padre es demasiado orgulloso, señor Morrel, y aunque hubiera carecido de lo más necesario, dudo que pidiera nada a nadie, excepto a Dios.
—Bien, entonces después de esa primera visita cuento con vos.
—Os repito mis excusas, señor Morrel; pero después de esa primera visita quiero hacer otra no menos interesante a mi corazón.
—¡Ah!, es verdad, Dantés, me olvidaba de que en el barrio de los Catalanes hay una persona que debe esperaros con tanta impaciencia como vuestro padre, la hermosa Mercedes.
Dantés se sonrojó intensamente.
—Ya, ya —repuso el naviero—; por eso no me asombra que haya ido tres veces a pedir información acerca de la vuelta de
El Faraón
. ¡Cáspita! Edmundo, en verdad que sois hombre que entiende del asunto. Tenéis una querida muy guapa.
—No es querida, señor Morrel —dijo con gravedad el marino—; es mi novia.
—Es lo mismo —contestó el naviero, riéndose.
—Para nosotros no, señor Morrel.
—Vamos, vamos, mi querido Edmundo —replicó el señor Morrel—, no quiero deteneros por más tiempo. Habéis desempeñado harto bien mis negocios para que yo os impida que os ocupéis de los vuestros. ¿Necesitáis dinero?
—No, señor; conservo todos mis sueldos de viaje.
—Sois un muchacho muy ahorrativo, Edmundo.
—Y añadid que tengo un padre pobre, señor Morrel.
—Sí, ya sé que sois buen hijo. Id a ver a vuestro padre.
El joven dijo, saludando:
—Con vuestro permiso.
—Pero ¿no tenéis nada que decirme?
—No, señor.
—El capitán Leclerc, ¿no os dio al morir una carta para mí?
—¡Oh!, no; le hubiera sido imposible escribirla; pero esto me recuerda que tendré que pediros licencia por unos días.
—¿Para casaros?
—Primeramente, para eso, y luego para ir a París.
—Bueno, bueno, por el tiempo que queráis, Dantés. La operación de descargar el buque nos ocupará seis semanas lo menos, de manera que no podrá darse a la vela otra vez hasta dentro de tres meses. Para esa época sí necesito que estéis de vuelta, porque
El Faraón
—continuó el naviero tocando en el hombro al joven marino— no podría volver a partir sin su capitán.
—¡Sin su capitán! —exclamó Dantés con los ojos radiantes de alegría—. Pensad lo que decís, señor Morrel, porque esas palabras hacen nacer las ilusiones más queridas de mi corazón. ¿Pensáis nombrarme capitán de
El Faraón
?
—Si sólo dependiera de mí, os daría la mano, mi querido Dantés, diciéndoos… «es cosa hecha»; pero tengo un socio, y ya sabéis el refrán italiano:
Chi a compagno a padrone
. Sin embargo, mucho es que de dos votos tengáis ya uno; en cuanto al otro confiad en mí, que yo haré lo posible por que lo obtengáis también.
—¡Oh, señor Morrel! —exclamó el joven con los ojos inundados en lágrimas y estrechando la mano del naviero—; señor Morrel, os doy gracias en nombre de mi padre y de Mercedes.
—Basta, basta —dijo Morrel—. Siempre hay Dios en el cielo para la gente honrada; id a verlos y volved después a mi encuentro.
—¿No queréis que os conduzca a tierra?
—No, gracias: tengo aún que arreglar mis cuentas con Danglars. ¿Os llevasteis bien con él durante el viaje?
—Según el sentido que deis a esa pregunta. Como camarada, no, porque creo que no me desea bien, desde el día en que a consecuencia de cierta disputa le propuse que nos detuviésemos los dos solos diez minutos en la isla de Montecristo, proposición que no aceptó. Como agente de vuestros negocios, nada tengo que decir y quedaréis satisfecho.
—Si llegáis a ser capitán de
El Faraón
, ¿os llevaréis bien con Danglars?
—Capitán o segundo, señor Morrel —respondió Dantés—, guardaré siempre las mayores consideraciones a aquellos que posean la confianza de mis principales.
—Vamos, vamos, Dantés, veo que sois cabalmente un excelente muchacho. No quiero deteneros más, porque noto que estáis ardiendo de impaciencia.
—¿Me permitís…, entonces?
—Sí, ya podéis iros.
—¿Podré usar la lancha que os trajo?
—¡No faltaba más!
—Hasta la vista, señor Morrel, y gracias por todo.
—Que Dios os guíe.
—Hasta la vista, señor Morrel.
—Hasta la vista, mi querido Edmundo.
El joven saltó a la lancha, y sentándose en la popa dio orden de abordar a la Cannebiere. Dos marineros iban al remo, y la lancha se deslizó con toda la rapidez que es posible en medio de los mil buques que obstruyen la especie de callejón formado por dos filas de barcos desde la entrada del puerto al muelle de Orleáns.
El naviero le siguió con la mirada, sonriéndose hasta que le vio saltar a los escalones del muelle y confundirse entre la multitud, que desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche llena la famosa calle de la Cannebiere, de la que tan orgullosos se sienten los modernos focenses, que dicen con la mayor seriedad: «Si París tuviese la Cannebiere, sería una Marsella en pequeño».
Al volverse el naviero, vio detrás de sí a Danglars, que aparentemente esperaba sus órdenes; pero que en realidad vigilaba al joven marino. Sin embargo, esas dos miradas dirigidas al mismo hombre eran muy diferentes.
Y
dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebiere en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés.
La noticia de la arribada de
El Faraón
no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban hasta la ventana.
De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:
—¡Padre!…, ¡padre mío!
El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso.
—¿Qué tienes, padre? —exclamó el joven lleno de inquietud—. ¿Te encuentras mal?
—No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría… la alegría de verte así…, tan de repente… ¡Dios mío!, me parece que voy a morir…
—Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser felices.
—¡Ah!, ¿conque es verdad? —replicó el anciano—: ¿conque vamos a ser muy felices? ¿Conque no me dejarás otra vez? Cuéntamelo todo.
—Dios me perdone —dijo el joven—, si me alegro de una desgracia que ha llenado de luto a una familia, pues el mismo Dios sabe que nunca anhelé esta clase de felicidad; pero sucedió, y confieso que no lo lamento. El capitán Leclerc ha muerto, y es probable que, con la protección del señor Morrel, ocupe yo su plaza… ¡Capitán a los veinte años, con cien luises de sueldo y una parte en las ganancias! ¿No es mucho más de lo que podía esperar yo, un pobre marinero?
—Sí, hijo mío, sí —dijo el anciano—, ¡eso es una gran felicidad!
—Así pues, quiero, padre, que del primer dinero que gane alquiles una casa con jardín, para que puedas plantar tus propias enredaderas y tus capuchinas…, pero ¿qué tienes, padre? Parece que lo encuentras mal.
—No, no, hijo mío, no es nada.
Las fuerzas faltaron al anciano, que cayó hacia atrás.
—Vamos, vamos —dijo el joven—, un vaso de vino lo reanimará. ¿Dónde lo tienes?
—No, gracias, no tengo necesidad de nada —dijo el anciano procurando detener a su hijo.
—Sí, padre, sí, es necesario; dime dónde está.
Y abrió dos o tres armarios.
—No te molestes —dijo el anciano—, no hay vino en casa.
—¡Cómo! ¿No tienes vino? —exclamó Dantés palideciendo a su vez y mirando alternativamente las mejillas flacas y descarnadas del viejo—. ¿Y por qué no tienes? ¿Por ventura lo ha hecho falta dinero, padre mío?
—Nada me ha hecho falta, pues ya lo veo —dijo el anciano.
—No obstante —replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente—, yo le dejé doscientos francos… hace tres meses, al partir.
—Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que tenías con nuestro vecino Caderousse; me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel… y yo, temiendo que esto lo perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué.
—Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderousse… —exclamó Dantés—. ¿Se los pagaste de los doscientos que yo lo dejé?
El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—De modo que has vivido tres meses con sesenta francos… —murmuró el joven.
—Ya sabes que con poco me basta —dijo su padre.
—¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! —exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano.
—¿Qué haces?
—Me desgarraste el corazón.
—¡Bah!, puesto que ya estás aquí —dijo el anciano sonriendo—, todo lo olvido.
—Sí, aquí estoy —dijo el joven—, soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y envía al instante por cualquier cosa.
Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos de cinco francos cada uno y varias monedas pequeñas.
El viejo Dantés se quedó asombrado.
—¿Para quién es esto? —preguntole.
—Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá.
—Despacio, despacito —dijo sonriendo el anciano—; con lo permiso gastaré, pero con moderación, pues creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero.
—Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes solo. Traigo café de contra bando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, silencio, que viene gente.
—Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte.
—Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente —murmuró Edmundo—; pero no importa, al fin es un vecino y nos ha hecho un favor.
En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio asomar en la puerta de la escalera la cabeza negra y barbuda de Caderousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje.
—¡Hola, bien venido, Edmundo! —dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos.
—Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca —respondió Dantés disimulando su frialdad con aquella oferta servicial.
—Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, muchacho: te he prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz.
—Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor —dijo Dantés—, porque aunque se pague el dinero, se debe la gratitud.
—¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. «¿Tú en Marsella?», le dije. «¿No lo ves?», me respondió. «¡Pues yo lo creía en Esmirna!». «¡Toma!, si ahora he vuelto de allá». «¿Y sabes dónde está Edmundo?». «En casa de su padre, sin duda», respondió Danglars. Entonces vine presuroso —continuó Caderousse—, para estrechar la mano a un amigo.