Grandes cosas y muy importantes noticias me ha parecido que contenía este Códice, oh Señor, tan pronto como hube traducido unos pocos folios. Pero con desconfianza de mi propio juicio, de inmediato me preocupé por someter el texto al alto discernimiento del Príncipe de Caramanico, que tan dignamente representa a Vuestra Majestad en Sicilia. Cuando él hubo conocido el valor de la obra, como solícito Protector de las buenas letras, me dio ánimos para el cumplimiento de la misma y, dado que no sin desvelos se ha producido el término de ella, no me parece que haya de lamentar el tiempo en ella invertido y óptimamente compensado por la utilidad del trabajo.
Restaba, pues, que presentase un fiel y nítido ejemplo del Texto Árabe a Vuestra Majestad, y, mi versión en lengua vulgar tal como de mis manos ha salido y éste es, ahora, el deber que vengo a cumplir.
Seré yo muy afortunado si Vuestra Majestad, quitando algún momento a los cuidados preciosos con los que custodia y gobierna a dos felicísimos reinos, hace digno a mi Códice de la Augusta mirada Vuestra. En estos folios leerá cómo los dos famosos héroes Roberto y Ruggiero hicieron tregua con el Sultán de Egipto luego de la más sangrienta de las guerras. Cómo, una vez aquietados los asuntos externos, se entregaron al gobierno interno de sus dominios y dictaron las primeras leyes para estos pueblos, divididas en diversos capítulos, todas colmadas de los principios más aptos para la custodia de la seguridad interna del Estado y para promover el bienestar de los súbditos. Cómo, al mismo tiempo, se aplicaron a introducir nuevas artesanías, en especial la del trabajo de las sedas, haciendo venir desde Egipto a valientes Artesanos, a quienes establecieron aquí con valiosas dádivas y permanente protección. Asimismo, Vuestra Majestad podrá observar en este mismo Códice con cuánta sagacidad y prudencia los asuntos del estado Normando se resolvían en el Concejo por Aquéllos constituido y con cuánta uniformidad en esos primeros tiempos todas las legislaciones estaban dirigidas a favorecer los progresos de una nación naciente. Verá también con qué sublime discernimiento aplicaron algunas partes de la constitución de los Francos sobre aquélla que los Musulmanes habían establecido ya en Sicilia, y de la que quedaban aún algunas disposiciones, a partir de lo cual se formó más adelante el complejo de las leyes que se convertirían en propiedad de la misma Sicilia y que, estando en su mayor parte en plena observancia en nuestros días, pienso que a la luz de este Códice mejor se podrán comprender y aplicar.
Pero lo que más me hace esperar que sea merecedor de Vuestra Augusta protección, oh Señor, es saber que en ningún otro documento, distinto de este Códice, se aclaran con tanta amplitud los
Supremos derechos de la Realeza, atento a que en las dos legislaciones en él transcriptas, y en particular en la segunda, se lee con todo detalle cuáles fueron las cosas que al pleno e inalterable dominio de los representantes de esta Monarquía han sido reservadas. El directo y universal patronato sobre todas las Iglesias del Reino y el derecho de elegir a los Obispos, a la Real Persona se aplican con absoluta firmeza, y sin ninguna oposición resultan constantemente practicados. La amarga pugna por el dominio de la Ilustre Ciudad de Benevento y muchos otros gravísimos litigios de pareja naturaleza, como así también muchas cuestiones históricas acerca de la descendencia de Ruggiero, acerca de los títulos de Duque y de Gran Conde, que fueron detentados el primero por Roberto Guiscardo y el segundo por el mismo Ruggiero, serán, oh Señor, con la guía de este Códice tratados con felicidad de hoy en más y con mayor dignidad para Vuestra Real Corona.
Largo podría ser mi discurso, si paso a paso quisiera agregar cuanto de estimable posee una obra que ha reclamado la más ansiosa expectativa por parte de los súbditos de Vuestra Majestad y aun de los extranjeros. Pero resérvese este importante trabajo a otros, en este campo más experimentados. Tan Sólo ruego a Vuestra Majestad que permita una respetuosa anticipación, a saber: que el precioso Códice auténtico, dado que a mí ya no será necesario para consulta, ha de convertirse en donación no despreciable a esta Biblioteca Real. De modo que, si alguna vez ocurriese que algún erudito en tales estudios quisiere confrontar algún pasaje o examinar con diligencia la versión por mí escrita, pueda en todo momento tenerlo a disposición, sin el temor de que pudiera un día desaparecer o dar nuevamente en el pasado olvido y desconocimiento. Asimismo agrego que, habiendo obtenido por ventura una copiosa serie y colección de monedas y de vasos Árabes, de la que considero que es única en Europa en estos tiempos presentes, y no dejando de acrecentarla cada día, tan pronto como haya sido terminada la edición de los dos volúmenes que por ahora me ocupa enteramente, me dispondré a publicar con la mejor de mis diligencias el Museo Cúfico, como obra de importancia y que mucha luz podrá brindar a hombres doctos, para justificar las diversas épocas de estos Reinos, de las de España y de África, de las de los Imperios de Asia. A esto sumado, será así posible conocer en profundidad a qué punto habían llegado las artes en aquellos antiguos siglos. Para obtener una tan particular colección, confieso la verdad, he debido enfrentar numerosas fatigas, contentarme con la privación de muchas comodidades de la vida a fin de adquirir aquellas preciosas piezas. Pero mucho más tendría que haber dejado aparte si no hubiesen prestado cortés ayuda tanto mis corresponsales de Marruecos como aquí la gentileza, que se suma al mucho conocimiento y al incansable estudio de Don Francesco Carelli, Secretario de este Gobierno de Sicilia, a quien me envanezco de
contar como singular amigo mío, que él lo es, de todo corazón, de quienes en las diversas disciplinas y artes se fatigan útilmente.
Dios Nuestro Señor brinde apoyo a esta empresa mía, pero sobretodo, y largamente, por bien de estos Sus Reinos, a Vuestra Majestad, en compañía de Vuestra Real Consorte y Familia, conserve y colme de felicidades.
Humildísimo súbdito
GIUSEPPE VELLA
Un batallón de caballería abría el cortejo. Entre dos alas de alabarderos, solo en el centro de la calle, con paso lento y rostro inexpresivo, caminaba el capitán de la ciudad. Por detrás marchaban los nobles, vestidos de negro, como él. Un millar de personas que intentaban mantener rígido el paso y ordenadas sus filas, pero sin apreciables resultados. Seguía un batallón de infantería y la banda de música del cuerpo, cuyos bronces hacían vibrar, hasta el punto de conmover las entrañas de tenderos y clientes, los sones de una marcha fúnebre desgarradora. Luego, la Compañía de los Blancos, la de la Caridad, la de la Paz, los niños expósitos, abandonados en algún convento, y los huérfanos; por detrás, capuchinos, benedictinos, dominicanos, teatinos, el capítulo y el clero de la catedral, los cantores de capilla, con una vela encendida en la mano, haciendo oír su lúgubre coro, los alabarderos de palacio; la baja servidumbre con libreas enlutadas llevaba las dos cajas, una cubierta de paño negro y la otra de rojo, sobre las que se destacaban los blasones de la familia D'Aquino. A cierta distancia marchaba el caballerizo mayor que, a modo de bandeja, portaba en sus palmas abiertas una espada. Por detrás de él, pero a caballo, avanzaba el auxiliar real.
Tendido sobre un ataúd cubierto con un palio de seda y oro, don Francesco d'Aquino, príncipe de Caramanico, virrey de Sicilia, parecía un odre desinflado a medias, al que le hubiesen puesto encima la insignia de cera de dos manos entrelazadas y una máscara de carnaval, de nariz desproporcionada. Lo llevaban a hombros y lo rodeaban cofrades de las tres nobles Compañías. Lo seguían el príncipe de Trabia, segundo título del Reino, y el pretor con todo el cuerpo de su senado y de sus oficiales. Luego, una vez más, la caballería, y el regimiento de los Suizos, las carrozas de la Corte y del Senado. Cerraban el cortejo cuatro caballos de raza, cubiertos con gualdrapas negras, cada uno a cargo de un palafrenero que sujetaba el freno. En otros tiempos, los cuatro espléndidos animales hubiesen sido sacrificados, tan pronto como finalizara la ceremonia. Ahora, pues, el pueblo estimaba el valor de los caballos y se lamentaba, sin saber que en esta ocasión serían razonablemente conservados con vida.
Era una cálida jornada de enero, que parecía de verano. El príncipe de Caramanico se marchaba, después de casi diez años, con un fasto mayor que el que le había acompañado a su llegada. Su largo virreinato se había abierto, con Caracciolo en funciones de ministro en Nápoles, dentro de los términos del rigor caraccioliano. Sin embargo, ese rigor se había atemperado a través de la observancia de las formas y de la gentileza de modales, de modo que poco a poco se había sumergido en el apático respeto del viejo orden, de las costumbres antiguas. Un virreinato que llegaba a su fin con la cola entre las patas, aun para el mismo Caramanico y para el pueblo siciliano. Pero el virrey ya no se hallaba en condiciones de comprenderlo así, y el pueblo siciliano aún no había llegado a ellas. Sumados el gusto por la fastuosa solemnidad y el sincero dolor por la muerte de un hombre que gustaba de obtener el consuelo de todos, en ese momento Palermo estaba de luto, en su nobleza y en su plebe. Y en razón de que el mundo bullía y se encrespaba de rumores, la sospecha de que la muerte del virrey fuera resultado de las inquietudes mundanas se había esparcido por toda la ciudad: al parecer, habían envenenado al buen príncipe de Caramanico a causa de una cierta debilidad que él experimentaba hacia los franceses o a causa de una cierta debilidad que la reina experimentaba hacia él.
De no haber sido por aquel dardo solar que se le clavaba en la nuca y del que no lograba conseguir reparo dentro del cortejo, al abate Vella la muerte del virrey no le hubiese producido ni frío ni calor. Que hubiese muerto por una enfermedad del hígado o por el veneno que alguna persona de palacio pudiera haberle suministrado era tema para la pasión de los demás. Bien distintos eran los problemas que el abate debía resolver. Delante de él, dentro del cortejo, ondulaba llana y pesada como nido de cuervos la cabeza del canónigo Gregorio: su encarnizado enemigo, su feroz perseguidor.
El abate Vella proyectaba como negros augurios sobre la cabeza de Gregorio las hipótesis y sospechas acerca de la muerte de don Francesco d'Aquino: el mal de la piedra, el cáncer, el veneno. O bien los franceses y su revolución que, en los límites del Reino de Nápoles y Sicilia, en esos límites de agua salada y de agua bendita, quemaba como el sol de agosto en la campiña quema los setos vivos. Giuseppe Vella consideraba que la revolución era algo bueno porque en Francia le había cerrado la boca a ese De Guignes, quien había anticipado sus sospechas acerca de la autenticidad del
Consejo de Sicilia
.
Gracias a Gregorio, las circunstancias eran tales, en esos momentos, que el abate Vella, elevado al punto máximo de la onda del éxito y del bienestar, se hallaba en peligro de precipitarse hacia una situación aun peor que aquella desde la que había ascendido. Contaba con el apoyo de Tychsen, ilustre orientalista y profesor en Rostock. Pero sus enemigos habían metido en el asunto a un individuo llamado Hager, lo habían hecho ir a Palermo, lo custodiaban y quemaban incienso para él y, a expensas del rey, le permitían vivir con regalo.
Tychsen, gran erudito y profesor, había juzgado en términos de
incomparable y casi divina
la pericia de Vella. Y aquel Hager, que de árabe sabía poco y nada (el abate Vella, con la conciencia tranquila, estimaba que Hager sabía de árabe menos que él mismo), pretendía erigirse en juez. Pero toda Palermo estaba a favor de Vella, hasta tal punto que el canónigo Gregorio y sus amigos temían que alguien quisiese atentar contra la vida de Hager o, al menos, demostraban ostentosamente ese temor. Y no podía decirse que el abate Vella estuviese por entero ajeno a semejante intención; pero, de momento, la hallaba inoportuna. Además, lo más inteligente sería destruir la cabeza, es decir el canónigo Gregorio. Y nadie podía prever cuántos otros inconvenientes habrían de surgir de un hecho de esa índole. Era imprescindible, en cambio, mantener la sangre fría: aguardar los movimientos de los adversarios con ojo vigilante pero con una actitud de indiferencia, despreocupada y burlona.
Entretanto, él seguía siendo el gran Vella, el célebre Vella: Tychsen le rendía veneración, la Academia de Nápoles lo había nombrado socio, el papa en persona se preocupada por su salud. Había sufrido una inflamación en los ojos y el papa le había escrito para recomendarle que se cuidara, puesto que la vista era muy en especial preciosa para un hombre que, a partir de tenues e inseguros signos, sacaba a luz la memoria del pasado.
Así las cosas, y en vista de que, merced a la autoridad que el gobierno le había acordado, Hager había pedido que se pusiesen a su disposición los códices, las monedas y las cartas escritas por el ya famoso embajador de Marruecos, el abate Vella había barrido de su casa todo objeto que pudiera comprometerlo. Mientras el virrey agonizaba, momentos en que incluso los esbirros habían perdido la cabeza, Vella se había presentado a hacer denuncia de hurto. Una noche sonada: enviar las pruebas de la impostura a casa de su sobrina, con ayuda del marido de ella y el monje, que oficiaron de cargadores; luego, despertar al vecindario, hacer una escena de desesperación por la ruina en que le sumía el robo; por último, correr a la Corte de Justicia, en medio de la noche, con el riesgo de encontrar ladrones de verdad. Una noche sonada. Pero su naturaleza singular le permitía cierto consuelo al pensar que el príncipe de Caramanico las había pasado peores. Fue un pensamiento que le asaltó de improviso, cuando en la iglesia de los capuchinos los nobles depositaban el cadáver dentro del doble ataúd.
A la hora del alba, al abrir, como era su costumbre de cada día, la ventana que daba al huerto, transcurrida ya una semana a partir de la denuncia del robo, el abate Vella descubrió dos figuras que se movían entre las penumbras de la pérgola. «Pues está visto que de verdad han venido ladrones», pensó. Pero los dos hombres que habían oído que alguien abría la ventana, dieron voces y se identificaron. Eran esbirros.
—¿Y qué hacíais allí? —preguntó el abate.
—Orden del juez... Toda la santa noche aquí, a la intemperie. —Estaban pálidos, ateridos.