—¿De verdad? ¡Pero qué sorpresa más encantadora! —El príncipe echó un brazo por sobre los hombros de fray Giuseppe y lo arrastró aparte—. Vos merecéis toda mi gratitud, la mía y también la de mi familia...
—No hago más que traducir aquello que está en el códice.
—Y no es flaco mérito, creédmelo... Y, a propósito ¿habéis recibido mi humilde
cadeau
?
—Cuarenta onzas —precisó fray Giuseppe, con frialdad.
—Una pequeñez... Cuento con haceros llegar alguna cosa de mayor importancia, para gozar del honor de la participación en vuestra gloriosa empresa, gloriosa de verdad, para contribuir...
—Mi obra es humilde: vuestra protección es lo que no sólo la hace posible, sino que la dignifica...
—Oh, no digáis tonterías, vos...
—Me siento honrado al saludaros —interrumpió el marqués de Geraci, mientras ponía una mano sobre un hombro de fray Giuseppe y la otra sobre el del príncipe de Partanna, sonriendo con amplia expresión de afecto.
—Estaba pensando en vos, precisamente —dijo fray Giuseppe—. Como le decía al príncipe, he leído en el
Consejo de Egipto
que un antepasado suyo, cierto Benedetto Grifeo, fue el primer embajador normando en El Cairo... ¿Sabéis quién le sucedió, después de su muerte, en el alto cargo?
—Apuesto a que algún antepasado mío —respondió el marqués.
—Exacto. Un hombre llamado Ventimiglia, que en árabe aparece transcrito como Vingintimill. En este momento no sé con certeza si este Ventimiglia es el mismo, Giovanni de nombre, que tomó por mujer a Eleusa, viuda de un sobrino del conde Ruggero, llamado Sarlone. Se trata de un pasaje bastante intrincado y estoy trabajando en él. Pero, sin duda, habré aclarado todo en unas pocas jornadas más.
—Sois grande, mi querido abate, sois grande —comentó Ventimiglia.
Ya todos llamaban abate a fray Giuseppe y así lo haremos también nosotros, en adelante.
«Lo escrito, escrito está; el fraile no hace más que traducir —pensaba el príncipe de Partanna—, pero se me hace que me he incurrido en un error al enviarle nada más que cuarenta onzas: una relación de parentesco con el conde Ruggero no puede valer menos de cien. Ventimiglia habrá tenido más olfato que yo.»
Del brazo de su mujer pasaba el duque de Villafiorita, que los saludó agitando una mano, cordial. Pero su sonrisa estaba dirigida con toda intención hacia la persona del abate Vella, que le había puesto un antepasado en el normando Concejo de la Corona.
Los nobles, todos, le querían bien. Y aquella velada de gala, que se celebraba en el teatro de Santa Cecilia para despedir al marqués de Caracciolo, en vías de marcharse, por fin, parecía volcarse en honor del presunto paleógrafo. Pero el abate Vella era inflexible: aceptaba los
cadeaux
, se sentía halagado por esas familiaridades, pero no estaba dispuesto a conceder otra cosa que no fuesen importantes cargos y gloriosa parentela a los antepasados de quienes con él se mostraban más generosos. En cuanto a hacerles dueños de tierras y feudos, nada: trabajaba para la Corona. De la Corona esperaba el premio de una abadía o algún otro beneficio sine cura, tal como ya había obtenido una cátedra y una asignación de mil onzas para realizar un viaje de estudios a Marruecos, viaje que se hallaba dispuesto ya emprender.
Por su parte, los nobles, al parecer, se contentaban con los cargos y honores que el abate Vella distribuía entre sus antepasados, del mismo modo que se pirraban por obtener de manos de su rey, papa u otros grandes, una cruz, una orden, un cordón. En el fondo de sus corazones, todos pensaban que, por mucho que se escandalizasen temiendo que del
Consejo de Egipto
surgiría un duro golpe para los privilegios baronales, tendrían que existir algunas excepciones. Y un cargo de embajador o de consejero, una relación de parentesco con el gran Ruggero podrían constituir la antesala de las excepciones. El abate Vella les dejaba abrigar esperanzas en ese sentido.
Lo saludaban todos, le presentaban sus respetos. En aquella velada de fiesta, quizá lo hacían con más ostentación que otras veces. La nobleza intentaba demostrar a Caracciolo que el centro del festejo estaba en otro, que no se preocupaba por él. La despedida al virrey había sido organizada de mala gana, a instancias porfiadas de Grassellini, juez de la Gran Corte Civil, creación de Caracciolo:
Tu, Grassellini, mulus Caraccioli
.
[4]
La verdadera despedida al virrey estaba en las calles: la nobleza le había dado forma de sonetos y epigramas ofensivos, ultrajantes, de juegos de palabras, anécdotas y apodos que sacaban a luz la impiedad, el libertinaje y mal gobierno de Caracciolo. Entre tantos otros, circulaba un soneto en el que Santa Rosalía, con el recuerdo de la ofensa que el virrey había intentado inferir a su gloria, batía campanas de júbilo en los cielos. En medio de un corrillo apartado, Meli declamaba el soneto en cuestión, con las pausas y guiños llenos de gracia, mediante los cuales coloreaba sus recitados; al finalizar, juró, una vez más, que el soneto pertenecía a una pluma que no era la suya, que le había llegado en forma de anónimo. Y era verdad.
El virrey se hallaba en el palco central, rodeado por los más eminentes dignatarios del Reino. Parecía dormido. Pero las profundas líneas de su rostro, profundizadas por la visible vejez y por el aparente sueño, en ciertos momentos se animaban con una sonrisa irónica, con el sagaz relámpago de una mirada. El abogado Di Blasi lo observaba desde la platea. Bajo las alternantes máscaras de aburrimiento y de ironía, creía percibir la intensa pesadumbre de aquel hombre. En un individuo como aquél, pensaba el joven abogado, por fuerza tendría que ser agudísima la conciencia de la derrota y de la muerte. De la derrota a la que lo habían condenado Sicilia y la Corte, de la muerte ante la cual cedía su cuerpo. Veinte años en París y había supuesto que allí permanecería por el resto de su vida. En cambio, ya viejo, a los sesenta y siete años de edad, lo habían enviado a Palermo con el cargo de virrey: desde la tierra de la razón al
hic sunt leones
, al desierto en el que las arenas de la más irracional de las tradiciones bien pronto cubrían el asomo de cualquier audacia. Con su mente vigorosa, con su carácter que de cada obstáculo, de cada resistencia obtenía decisión y fuerza, muy pronto había dirigido su ataque contra el secular edificio de la feudalidad siciliana. Y había tenido que afrontar tanto la abierta resistencia de la nobleza, celosa hasta la ceguera de sus propios privilegios, como la unas veces abierta y otras oculta resistencia del gobierno de Nápoles, donde detentaba funciones de ministro el marqués de Sambuca, un siciliano. A pesar de verse atrapado por tan agobiantes condiciones, había logrado implantar en la historia de Sicilia los gérmenes de una potencial revolución. Había individualizado y puesto a la luz del día los puntos enfermos, los ganglios paralizados de la vida siciliana. Aunque no había logrado curarlos por completo o remediarlos, siquiera en parte, dejaba tras de sí un claro diagnóstico, depositado en manos de las pocas personas efectivamente, preocupadas y sinceramente deseosas de que en su patria el derecho suplantara al capricho, de que un estado de orden, justo y civil fuese el sustituto del privilegio y la anarquía baronales y del privilegio eclesiástico.
Había hecho todo cuanto estuvo al alcance de su poder. Quizá, en ciertas ocasiones, se había excedido. Y sin embargo, pensaba Di Blasi, un hombre como aquél no podía sentirse menos que derrotado; Lo que dejaba de duradero estaba confiado a la conciencia futura, a la historia. En esos momentos bastaría el trazo de una pluma para reconstruir aquellos privilegios que se había empeñado en demoler, aquellas injusticias que le había sido posible reparar; bastaría un adulterio cortesano, o la real complacencia o una mera intriga servil.
La representación había terminado. Sólo se aguardaba que el telón se alzara para dejar ver la coreografía del saludo final.
—La fiesta —decía el príncipe de Pietraperzia— se la ofrecería yo ¡y qué fiesta...! Silbidos serían, silbidos desde palacio hasta el paseo marítimo... —Los ocho meses de cárcel que había tenido que cumplir le escocían aún.
—Ese cornudo de Grassellini —masculló don Francesco Spuches.
—Pero ni siquiera se puede decir que esté gozando de la velada —observó don Gaspare Palermo—. Miradlo: parece un viejo chocho.
—Con fiesta o sin fiesta, lo importante es que se marcha —aseguró el marqués de Geraci.
—¿Pero no va a recibir un cargo de ministro? —preguntó el abate Vella con candidez.
—¿Y qué importancia tiene? El será ministro en Nápoles y nosotros nos quedaremos tranquilos aquí, con un nuevo virrey que tiene pasta de ángel.
—¿Quién es el nuevo virrey?
—El príncipe de Caramanico, don Francesco d'Aquino: un verdadero gentilhombre...
—Y también hombre guapo —interrumpió la duquesa de Villafiorita.
—Se dice... —don Gaspare Palermo dudó por unos segundos—. Se dice que su majestad, la reina... Se dice, entendedme bien... En fin, se trata de un afecto inocente, sin malicias, una afinidad, una actitud benévola...
—Oh, sí, se dice —asintió la duquesa.
—Digamos que se sabe —dijo el marqués de Geraci quien, por aquellos títulos que poseía y de los que Caracciolo había intentado privarle, se sentía cercano a la realeza. Por lo tanto, consideraba que le asistía el derecho de no tener siquiera prudencia cuando las hablillas tocaban el trono—. Digamos que se sabe... Y os aseguro que este don de tener por virrey a nuestro don Francesco lo debemos a la inclinación de la reina. Acton ha querido quitarse de entre los pies a uno de los que podían competir con él por el corazón de la reina, tal vez con grandes posibilidades de mejores logros...
Se alzó el telón. Desde el fondo de la escena se adelantó una bellísima mujer, envuelta en un manto verde de flecos, que parecía hecho con algas y helechos. Se mantuvo inmóvil durante unos momentos: su actitud hacía pensar que el dolor, la destrozaba con invisibles garfios. Luego abrió el manto. La malla rosada que la cubría simulaba la desnudez. Sobre el pecho que, al descubrirse la mujer había hecho balancear como la proa de un galeón a merced de una ola inesperada, llevaba un corazón desgarrado en el que estaban escritas las palabras
Tumulus Caraccioli!
, con letras que manaban sangre. La ninfa Sicilia sepultaba en su corazón herido al amado virrey.
Se oyó un aplauso frío.
—La herida en el corazón de Sicilia ha sido a causa de la dureza de su gobierno —dijo el marqués de Villabianca: le pareció que la suya era una excelente frase, digna de ser consignada en su periódico.
—Me complacería tener un sepulcro semejante —decía entretanto el virrey, dirigiendo sus palabras a la señora Grassellini y sus ojos a los senos generosos de la dama, tan generosos como los de la actriz. Luego se puso de pie, con lo que dio fin a la velada.
Cuando salió al
foyer
, se encontró con todos los asistentes a la representación, formando fila para el saludo. Dirigió un cumplido a cada bella dama, distinguió a algunos hombres con un movimiento, una agudeza, alguna alusión particular. A Meli le pidió que lo recordase como seguro suscriptor en el momento de la publicación de sus poesías. A Vella le preguntó si habían llegado de Parma los tipos árabes encargados para la impresión del
Consejo de Sicilia
y en qué punto se hallaba la traducción del
Consejo de Egipto
. Largo rato estrechó entre las suyas la; mano del canónigo De Cosmi, hablándole con afecto. El canónigo tenía lágrimas en los ojos. La palabra «jansenista» serpenteó entre los nobles allí apiñados, llena de desprecio y de horror.
El abogado Di Blasi se hallaba entre los últimos. El virrey le hizo preguntas acerca de su trabajo de recopilación de leyes y pareció distraído en otros pensamientos mientras el joven le respondía. Por último, a modo de saludo, con una sonrisa de inteligencia, le preguntó:
—¿Cómo se puede ser siciliano?
Sacra Real Majestad:
A la época felicísima de Vuestro Reinado, oh Señor, le deparaba el destino ver cómo vencían al olvido preciosos monumentos de la Historia Siciliana y, traducidos a la lengua vulgar, arrojaban luz y claridad donde antes no había más que negrura y dudas. A nosotros faltaba la historia civil y militar de todo aquel tiempo en que la Sicilia al yugo sarraceno estuvo sometida, y por un afortunado acontecimiento, por Vuestra Majestad bien conocido, se ha hallado en la Biblioteca de Vuestro Real Monasterio de San Martino un Códice Árabe el cual, conteniendo exactos anales de todo aquello que aconteció tanto en tiempos de guerra como en los de paz, nos ha instruido en pleno sobre la Historia Siciliana durante el transcurso de dos y más siglos. Pero llegados a la época de la conquista que de este Reino hicieran los Normandos valerosos, advertimos una vez más las tinieblas y que se hacía necesario depositar confianza en las crónicas, sospechosas en su mayoría, de algunos pocos que, en tiempos más cercanos a aquellos que los nuestros, habían tomado cuenta de los hechos más ilustres y las acciones más eminentes de sus Príncipes, callando casi por entero las primeras leyes que Aquéllos a estos pueblos dictaron y la constitución política, de la que dictaron los fundamentos.
Cumplida por mí dentro de la mejor manera que mis pocas fuerzas me permitían la versión en lengua vulgar del Códice Martiniano, mientras, por una parte, el ilustrísimo Monseñor Airoldi se entregaba a enriquecerlo con eruditas anotaciones, emprendía yo una nueva tarea en lengua vulgar, traduciendo del árabe este otro Códice, que a Vuestra Majestad ahora presento y que me fuera enviado por el generoso Muhammed ben Osman Mahgia, quien al regresar de Nápoles (donde Vuestra Majestad benignamente le había acogido como Embajador del Emperador de Marruecos) y detenerse en esta tierra durante algunos meses, contrajo conmigo tal afecto y familiaridad que, cumplido su retorno a la patria, me ha dado manifiestas señales de la más amplia y liberal de las correspondencias. Y por cierto que le soy deudor de muchos folios, que en el Códice Martiniano faltaban, de aclaraciones diversas acerca de la historia de los Árabes y de muchas medallas, que concurren de maravilla a ilustrar aquellos hechos y, lo que es más, de este Códice presente, el cuál contiene todas las cartas sobre asuntos de gobierno que por el espacio de casi cuarenta y cinco años fueron cambiadas entre los Sultanes de Egipto, el famoso Roberto Guiscardo, el Gran Conde Ruggiero y el hijo de su mismo nombre que éste hubo, que
fundara luego la Monarquía de Sicilia y que invistiese el primer título Real.