El Consejo De Egipto

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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

BOOK: El Consejo De Egipto
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El Consejo de Egipto
es la historia de una impostura. En el siglo XVIII, en una alejada Palermo hasta la que también llegan los aires y las luces de la Razón, un orondo personaje, el
abate Vella
, va a poner en entredicho los más conservadores y arraigados cimientos de la sociedad siciliana. Para congraciarse con la Sacra Real Majestad de Nápoles, el clérigo, ávido de riquezas, finge traducir un códice de la época de la dominación árabe en Sicilia. Lo que está haciendo, sin embargo, es inventar, con talento de escritor y conocimientos de humanista,
El Consejo de Egipto
, documento que va a sembrar el terror entre los nobles al descubrir al mundo que los privilegios de la aristocracia carecen de legitimidad histórica. Como en tantas otras ocasiones, la anécdota de la formidable estafa servirá a
Leonardo Sciascia
para llevar a cabo una irónica y siempre lúcida reflexión sobre la naturaleza y contradicciones de los hombres.

Leonardo Sciascia

El Consejo De Egipto

ePUB v1.0

Chachín
11.03.12

Título original:
Il Consiglio d'Egipto

1ª Edición en Colección Andanzas: marzo 1988

Tusquet Editores

Traducción: Ana Poljak, 1988

Portada: PATANETE

Nous la voyons en vérité, comme des Tuileries vous voyez le faubourg Saint Germain; le canal n'est, ma foi, guère plus large et pour le passer, cependant nous sommes en peine. Croiriez vous? S'il ne nous fallait que du vent, nous ferions comme Agamemnon: nous sacrifierions une fille. Dieu merci, nous en avons de reste. Mais pas une seule barque, et voilà l'embarras. Il nous en vient, dit on; tant que j'aurai cet espoir ne croyez pas, madame, que je tourne jamais un regard en arrière, vers les lieux où vous habitez, quoiqu'ils me plaisent fort. Je veux voir la patrie de Proserpine, et savoir un peu pourquoi le diable a pris femme en ce pays là.

Courier,
Lettres de France et d'Italie

Primera parte
1

El benedictino pasó un manojillo de plumas multicolores sobre el canto superior del libro; su carota redonda sopló, como la del dios de los vientos en las cartas marinas, para disipar el negro polvo. Abrió el libro con un estremecimiento que, dadas las circunstancias, parecía delicadeza o indecisión. La luz, que caía oblicua, desde la alta ventana, sobre el folio color arena, otorgó relieve a los caracteres: una cuadrilla grotesca, aplastada, seca, de hormigas negras. Su excelencia Abdallah Mohamed ben Olman se inclinó sobre esos signos. Su mirada habitualmente lánguida, aburrida, fatigada, había adquirido vida y agudeza. Un instante más tarde se erguía, para rebuscar con la mano derecha por debajo de la túnica. Extrajo una lente montada en oro, entre piedras verdes, que semejaba una flor o un fruto adherido a un sutil sarmiento.

—Un arroyo congelado —dijo, mostrándola. Sonreía; acababa de citar palabras de Ibn Hamdis, el poeta siciliano, en homenaje a sus huéspedes. Pero, a excepción de fray Giuseppe Vella, nadie allí sabía árabe y fray Giuseppe no estaba en condiciones de comprender la gentil significación que su excelencia había querido otorgar a la cita, ni tampoco de percatarse de que se trataba de una cita. Y así fue como tradujo el gesto, no las palabras:

—La lente, necesita la lente.

Esto ya lo había comprendido por sí mismo monseñor Airoldi, que esperaba, emocionado, la respuesta de su excelencia acerca de aquel códice.

Su excelencia había vuelto a inclinarse sobre el manuscrito. Movía la lente como si dibujara vacilantes elipses. Fray Giuseppe entreveía cómo aquella escritura brincaba dentro de la lente y, antes de que tuviese tiempo de interpretar siquiera un signo, lo veía caer una vez más, desflecado, sobre el folio carcomido.

Su excelencia volteó el folio. Se detuvo en un examen minucioso. Murmuró alguna palabra. Volteó otros folios, de prisa, recorriéndolos apenas con la lente; sobre el último, en el que refulgían diminutos gusanos de plata, se detuvo.

Luego de enderezarse, dio espaldas al códice: la mirada ya se le había apagado.

—Una vida del profeta —dijo—, nada sobre Sicilia. Una vida del profeta como muchas otras.

Fray Giuseppe Vella se volvió hacia monseñor Airoldi con la cara resplandeciente.

—Su excelencia dice que se trata de un precioso códice: no existen otros similares incluso en sus países. Aquí se narra la conquista de Sicilia, los hechos de los tiempos de la dominación...

Monseñor Airoldi enrojeció de alegría y pidió, con un balbuceo emocionado:

—Pregunta a su excelencia... Eso es, pregúntale si, en la forma, se asemeja a la
Crónica de Cambridge
o al
De rebus siculis
, digamos...

El capellán Vella no era hombre que se descorazonara frente a una pregunta tan vaga; estaba preparado para algo muy distinto. Giró para enfrentar a su excelencia:

—Monseñor se siente desilusionado al saber que este códice no toca asuntos sicilianos. Pero desea tener noticia de si otras vidas del profeta, similares a ésta, pueden hallarse en Cambridge o en otros lugares de Europa.

—En nuestras bibliotecas existen muchas. No sé si las habrá en Cambridge o en otros lugares de Europa... Me apena haber ocasionado esta desilusión a monseñor. Pero las cosas son tales como son.

«¡Ah, no! ¡Las cosas no son tales como son!», pensó fray Giuseppe y tradujo para el prelado:

—Su excelencia no conoce el
De rebus siculis
, como es natural.

—Ya, es natural... —respondió monseñor, con aire confuso.

—Pero sabe de la existencia de la
Crónica de Cambridge
... Este códice es según dice él, algo distinto; se trata de una recopilación de cartas, de relaciones... Documentos de gobierno, en una palabra.

La idea de poner el embrollo en acción se le había ocurrido al capellán Vella tan pronto como monseñor Airoldi había propuesto el paseo hasta el monasterio de San Martino. Allí, había recordado monseñor, se guardaba un códice árabe, llevado a Palermo un siglo antes por don Martino La Farina, bibliotecario del Escorial. Y no se presentaría otra ocasión mejor para enterarse de cuál era el contenido de aquel manuscrito: un árabe que sabía de letras y de historia, un intérprete como Vella...

Abdallah Mohamed ben Olman, embajador de Marruecos en la corte de Nápoles, se encontraba en Palermo, en ese mes de diciembre de 1782. Una tempestad había hecho naufragar en las costas sicilianas el barco en el que se dirigía hacia su tierra marroquí. El virrey Caracciolo sabía muy bien cuánto interés alimentaba el gobierno de Nápoles por las relaciones con el piratesco mundo árabe. De modo que obró en ese sentido, con aparente cortesía: en cuanto tuvo noticias del desastre, envió sillas de mano y carrozas, acompañadas de adecuada escolta para que auxiliasen al embajador que se hallaba, desolado, sobre la playa, entre sus bultos y equipajes. Pero en el mismo instante en que el embajador marroquí arribó a palacio, el virrey advirtió que era imposible comunicarse con él: no sabía francés y tampoco hablaba napolitano. En forma providencial, alguien le sugirió que enviase por aquel capellán maltés que vagaba por la ciudad, siempre solo, siempre enfadado, sin que se supiese qué azar lo había arrojado a la
feliz
ciudad Palermo.

Los
volantes
enviados en busca de Vella escudriñaron toda la ciudad, puesto que en casa de la sobrina que lo hospedaba se podía hallarle en la noche o durante las horas de las comidas. El resto del día lo pasaba fuera, en general, ocupado en la doble profesión de capellán de la Orden de Malta y de
numerista
de la lotería. De esta última actividad obtenía lo superfluo, en tanto que la primera le brindaba lo necesario. Así pues, no las pasaba tan mal, sólo que aún no se hallaba en condiciones de liberarse de la hospitalidad de su sobrina. Hospitalidad espinosísima con media docena de niños que parecían salidos de la boca del infierno y un jefe de familia, marido de la sobrina y padre de aquellos niños, ocioso y borrachón.

Uno de los
volantes
logró encontrarlo, por fin. Estaba en la tienda de un carnicero, en la Albergaria y se hallaba empeñado en interpretarle un sueño bastante confuso. Porque, más que
numerista
, el capellán era un intérprete de sueños: de los sueños que le relataban surgían los elementos que él reunía con una cierta coherencia narrativa y las imágenes que en la narración tenían mayor importancia, se convertían en números. Y no era empresa fácil reducir a cinco números los sueños de la gente de la Albergaria y del Capo, que eran los dos barrios a los que limitaba su actividad. Sueños aquellos sin fin, como las historias de
I
Reali di Francia
; sueños que se descomponían en un caos de imágenes, que fluían en mil arroyuelos sombríos. En el que el carnicero le estaba relatando, en el momento de la llegada del
volante
, aparecían nada menos que un cerdo que reía, el virrey, una vecina, una comilona de cuscús y... Estos eran los elementos que el capellán había logrado extraer de aquel formidable sueño.

Vella escuchó el recado del
volante
y le pareció de buen augurio que el llamado del virrey le llegara en instantes en que se encontraba a punto de adjudicar un número al virrey que había soñado el carnicero.

Al
volante
le aseguró:

—Iré de inmediato —y se volvió hacia el carnicero—: ¿al virrey lo has soñado en forma pública o privada?

—¿Cómo? —preguntó el carnicero.

—Quiero decir si lo has visto con su corte, en la calle, o estaba solo.

—Lo he soñado frente a mí, él y yo solos.

—Virrey 11... Cuscús 31... El cerdo es el 4...

—Pero el cerdo reía —señaló el carnicero—, reía a carcajadas.

—¿Y lo veías reír o sólo le oías?

—Pues, ahora que lo pienso, me parece que cuando comenzó a reír he dejado de verlo.

—Entonces agregarás el 77... y el 45 por la vecina.

Hizo un gesto al
volante
y se encaminó hacia la puerta.

—Padre —gritó el carnicero—, os habéis olvidado de aquello.

—Si de verdad quieres incluirlo, el 80 —respondió el capellán, ruborizado—. Pero los números han de ser cinco: tendrás que quitar el 80 o el 77.

—El 80, no —afirmó el carnicero.

El capellán se marchó, mandando al diablo a su cliente.

El virrey tenía los nervios excitados. El capellán no dispuso del tiempo necesario ni siquiera para inclinarse; de inmediato se halló casi en los brazos del embajador de Marruecos, empujado por el apremiante Caracciolo.

—No me digáis que no sabéis árabe —bromeó con tono ácido el virrey— u os enviaré a la Vicaría.

—A decir verdad, un poco de árabe, sé —respondió don Giuseppe.

—Magnífico... Llevad, pues, a pasear a este hombre; le daréis todo lo que os pida, le contentaréis en cada deseo, en cada capricho: mujeres de mala vida o damas de alta alcurnia.

—¡Excelencia! —había protestado fray Giuseppe mientras señalaba la cruz jerosolimitana que llevaba sobre el pecho.

—Habréis de quitárosla. Hasta podéis ir vos también con mujeres. Apuesto a que no os resultará una cosa nueva —había contestado el virrey, con la cara iluminada por una sonrisa maliciosa.

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