—¡Y apoya a los jansenistas! —tronaba el príncipe de Pietraperzia, como concluyente aserto de una de sus prolongadas invectivas.
—¿A los jansenistas? —preguntó el duquesito de la Verdura, aterrorizado aun antes de saber con exactitud qué o quiénes eran los jansenistas.
—Sí, a los jansenistas —confirmó el príncipe.
—Supongo que el duquecito tendrá interés en saber quiénes son los jansenistas —intervino Di Blasi.
—Pues... los jansenistas son los que se atreven a emporcar el dogma de la Gracia a su manera... San Agustín... En una palabra, una verdadera herejía... Pero vos —y se volvió, airado, hacia Di Blasi— ¿por qué sembráis cizaña? Si el hijo del duque quiere saber quiénes son los jansenistas, que se lo pregunte a su confesor: yo, en materia de fe, no quiero comprometerme ni aun con meter un dedo en el asunto.
—Habéis dicho con tal horror que el virrey protege a los jansenistas...
—Pues sí, señor, los protege. Protege todo aquello que pueda aniquilar a la religión.
—O sea que vos sabéis con certidumbre que el jansenismo puede aniquilar a la religión...
—Así me lo han dicho. Y, si queréis saberlo, me lo ha dicho, precisamente...
—Vuestro confesor, como es natural.
—Mi confesor, que en materia de doctrina tiene más que suficiente y hasta podría alimentar con ello a los perros.
—¿Creéis que los perros la apreciarían?
—Vos poseéis el don de sacarme siempre fuera de mi sendero. Ahora mismo hemos ido a dar al tema de los perros... Aquí estábamos hablando de la fiesta de Santa Rosalía, si tenéis la gentileza de reconocerlo.
—Lo reconozco.
—Pues bien: la fiesta debe durar cinco días y quien quiera hacer economía, que la haga en su propia casa... Y si lo que intentan es remediar los daños producidos por el terremoto de Messina con el dinero de los palermitanos, con las monedas sustraídas a la fiesta de la santa, yo afirmo que cada uno ha de pensar en sus propias dificultades y que si Messina ha sufrido un desastre, ha de soportarlo y remediarlo por sí misma... ¡Los mesineses! Gente que siempre ha tratado de perjudicar a Palermo...
—He sabido que el
paglietta
ha dado ciertos pasos para que se transfiriese la capital desde Palermo a Messina —dijo en ese instante el duque de Cesarò.
—¿Lo habéis oído? —rugió a Di Blasi, a Regalmici y a todos los amigos de Caracciolo, el príncipe de Pietraperzia— ¿y vosotros, palermitanos, no sentís que se os retuercen las entrañas?
—El virrey no tiene nada en contra de la ciudad de Palermo —intervino Regalmici—, estima tan sólo que la concentración de la nobleza en este lugar es factor determinante para que se produzcan inconvenientes y demoras en la acción del gobierno.
—Eso vale tanto como decir que se ha puesto en contra de todos nosotros —dijo el marqués de Villabianca.
—¿Y no lo sabíais? —preguntó, sonriente, monseñor Airoldi.
Monseñor se hallaba sentado aparte, con Vella a su lado, como de costumbre. Ambos habían considerado el trabajo del día en el
Consejo de Sicilia
; en esos momentos, silenciosos, bebían un delicioso granizado de limón, que fray Giuseppe dejaba deslizar por su garganta a cucharadas, con evidente placer.
El marqués de Villabianca arrastró su silla hacia el prelado, para confiarle, en un susurro:
—¿Sabéis que esta misma mañana el virrey ha encontrado, sobre su mesa de trabajo, una esquela que con grandes letras torpes le advertía «
la fiesta o la cabeza
»?
—¿De verdad? —se regocijó monseñor.
—Así me lo ha confiado el marqués de Caldarera, que es uno de los de la casa... El virrey, me ha dicho, se había enfurecido como un toro...
—El hecho, sin duda, es éste: quiere hacernos daño a nosotros, en cada cosa y con cualquier medio a su alcance —decía, en tanto, el príncipe de Trabia.
—Pero ha encontrado el pan duro que merecen sus dientes —aduló el barón Mortillaro en clara alusión a la carta que Trabia había enviado al ministro de Nápoles.
—Ah, no lo sé, amigo mío, no lo sé —se estremeció Trabia y añadió con dolorosa convicción—: Me temo que hasta en Nápoles hayan perdido la cabeza. El rey ya no puede contar con consejeros de criterio sensato y de fidelidad probada... Si el proyecto de un nuevo censo, de un nuevo catastro, que el marqués Caracciolo ha enviado, se impone, nos las veremos negras: estaremos obligados a pagar impuestos sobre nuestras posesiones tal como cualquier burgués campesino ha de pagarlos sobre sus míseras tierras... —tal vez quería demostrar su clase, su serenidad absoluta, al llamar al enemigo por su título y por su nombre, al no utilizar el despectivo apodo de
paglietta
.
—¿Y no os parece lógico —dijo Di Blasi— y más que lógico, justo, que quien posee tierras míseras pague por sus tierras míseras y que quien tiene grandes posesiones pague por ellas?
—¿Lógico? ¿Justo...? ¡Yo digo que es monstruoso! Nuestros derechos son sacrosantos, jurados por todos los reyes, por todos los virreyes... Vos, que os ocupáis de leyes, tendríais que saberlo muy bien... ¡La libertad de Sicilia! ¡Santísimo Dios! —y alzó las manos unidas, en un gesto que pretendía volver a consagrar esa libertad.
—Lo sé muy bien, es verdad; también sé de las usurpaciones, de los abusos... Pero, más allá de lo que pueda discutir acerca del privilegio, por así decir dentro del privilegio mismo, queda por considerar el hecho de que el privilegio en sí, es decir ésa que vos llamáis la libertad de Sicilia, ya no tiene vigencia y no es otra cosa que una enorme usurpación que contiene muchas más, en número infinito...
Quién sabe dónde habría ido a dar la discusión si la condesa de Regalpetra no se hubiese apartado del grupo de sus amigas, resplandeciente en su vestido de fino tafetán a listas blancas y rojo cereza, con el abanico recibido de Inglaterra abierto sobre los senos casi desnudos, para llamar a Di Blasi.
—¿Manteníais una discusión importante? Os ruego que me excuséis, pero os he llamado porque quería deciros ya, ya mismo, ya mismísimo, que he leído aquel delicioso librito que con tanta gentileza me habéis prestado... Delicioso, sí, delicioso... Por cierto que me ha parecido... ¿cómo deciros...?, un poco audaz... —y alzó el abanico para cubrir con coquetería la luz maliciosa de su sonrisa y de sus ojos—. ¿Pero cómo podéis tener todos esos libros deliciosos? Todos esos pequeños libritos deliciosos...
—También tengo otros más extensos... Y puesto que
Les bijoux indiscrets
os ha agradado tanto, todas las obras del señor Diderot están a vuestra disposición.
—¿Tenéis otros? ¿De verdad...? ¿Y siempre escribe sobre estos temas el señor...?
—... Diderot. No, no siempre.
—¡Oh, qué obra extraordinaria
Les bijoux indiscrets
...! Adivinad las fantasías que me ha sugerido esa lectura.
—Habréis pensado en lo que sucedería si las joyas de vuestras amigas pudiesen hablar.
—¡Oh! ¿Cómo lo habéis adivinado...? Pues sí, ésa es la fantasía que se me ha ocurrido, y me ha dado profundo gusto, os lo aseguro...
—Y apuesto a que habéis pensado que si el collar de cierta señora hubiese hablado al futuro marido, en la noche de bodas esa dama se habría evitado quedarse al sereno, en el balcón donde el marido desilusionado la encerrara...
—Porque no habría habido boda —estalló la condesa, riendo hasta las lágrimas; luego, con el bello pecho agitado, mientras se abanicaba para apaciguar la ruborizada animación del rostro, agregó—: ¿Sabéis que sois extraordinario? Sois capaz de adivinar todos mis pensamientos.
—De vos me agradaría adivinarlo todo.
—Haced la prueba... Pero en una ocasión más adecuada —dijo con tono precipitado y de contrariedad, pues hacia ellos se dirigía la duquesa Leofanti, mujer de exasperante virtud.
La duquesa saludó con una inclinación de la cabeza a Di Blasi y con voz ronca y masculina, preguntó:
—¿Os habéis enterado de la noticia terrible? Ese hombre ahora se atreve a emprenderla contra los santos: nuestra Rosalía, nuestra muy milagrosa Rosalía... Ah, pero no terminará con bien. Ya lo veréis, el buen pueblo de Palermo no se ha de tragar ésta en silencio...
Di Blasi se despidió con una inclinación apenas visible antes de regresar al grupo del que se había separado y cuyos integrantes iban y venían, a excepción de monseñor Airoldi, el marqués de Villabianca y Vella, que no mostraban el menor deseo de moverse.
En esos momentos se hablaba de un mérito, un mínimo mérito, de Caracciolo ante la ciudad de Palermo: con las rentas de la suprimida Inquisición, se habían creado algunas cátedras en la Academia de Estudios, y existía el plan de establecer aun otras, entre las cuales se hablaba de una de árabe. Por supuesto, esta cátedra estaba destinada al capellán Vella y monseñor Airoldi se sentía muy feliz por ello. Sin duda, mucho más feliz que el mismo Vella, que no había aspirado a una cátedra, sino a una rica prelacía, a una renta eclesiástica entre las más copiosas y seguras que hubiese en el Reino. Pero, a pesar de todo, le sonreía la idea de ampliar y complicar su juego, de moverse sobre un campo sin peligros, creando una escuela, toda una escuela, sobre una lengua árabe inventada prácticamente por él, instituida por él.
Del mismo modo el acróbata, aprendido ya un ejercicio arriesgado, pasa a otro más difícil, de mayor peligro.
La fiesta de Santa Rosalía duró cinco jornadas, para afrenta del virrey Caracciolo y para regocijo de la aristocracia y de la plebe, hermanadas en el nombre de la santa. Al decir de algunas lenguas blasfemas, abastecidas en la fuente nefasta de aquel hereje de Voltaire, también sufrió afrenta Santa Cristina a quien la ciudad de Palermo tributaba devociones y festejos antes que a Rosalía. Pero ocurrió que durante el agobio de una tremenda peste, Rosalía se presentó, en cuerpo y alma, a un jabonero, al que aseguró que eran de ella los huesos hallados en el monte Pellegrino y que, al cabo de tres días, la peste cobraría su vida, por supuesto que en olor de santidad. Según un anónimo cronista, esta última aseveración no tuvo por resultado que el jabonero tocase hierro o diera rienda suelta a toda clase de conjuros, sino que generó agradecimiento en el humilde palermitano, por razones personales de él y de su época. En los tres días que le quedaban sobre la tierra, el jabonero se entregó a llevar de casa en casa la dulce conseja de la aparición de la santa y de la profecía a él referida. En razón de tales hechos, entendedor como era más de peste que de hechos celestiales, el protomédico Marco Antonio Alaimo se preocupó, con todo juicio, de la muy evidente infracción a las normas de seguridad sanitaria. Desde el punto de vista de Santa Cristina, aquello era una deslealtad: aprovechar el curso visible del mal para presentarse, con aquel aire de virgencita, la rubia cabeza coronada de rosas rojas, como salvadora de la ciudad. Por esto había sido que, después de un siglo y medio de expectativas, Santa Cristina había creído ver en la acción de Caracciolo un posible reverdecimiento de sus esperanzas de desquite.
Siempre de acuerdo con las mismas lenguas maléficas, disipada la esperanza de que la fiesta fuese más breve, Santa Cristina echó mano a la escasez, actividad en la que no dejaba de empeñarse, por cierto, cada vez que se le presentaba la ocasión, para desdicha de Palermo y de toda la Sicilia, y contando con las distracciones de la patrona que estaba a cargo de la ciudad.
La hablilla, circulando aquí y allá, llegó hasta los oídos del virrey Caracciolo que se divirtió muchísimo. Pero muchísimo le preocupaba la escasez de alimentos, y se entregó a estudiar sus causas y remedios.
La ciudad de Palermo, donde el pan no faltaba y estaba sujeto a riguroso precio oficial, se halló invadida por todos los hambrientos del Reino. Y era un tristísimo espectáculo ver a tantos súbditos hacinados noche y día en las plazas, con ojos que gritaban hambre, mientras tendían manos macilentas para implorar un poco de caridad.
Caridad, pues, era lo que hacían los nobles desde siempre: cada viernes, a cada pobre que se presentase ante el portal, un sirviente, de librea y con aire de sufrir náuseas, entregaba un grano. A partir de esto es que la expresión «un grano el viernes» ha adquirido valor proverbial para señalar un auxilio o pago irrisorios. Además, la nobleza se desataba en gastos excepcionales en los casos de calamidad pública, tal como durante los duelos familiares, cuando aliviaban con las oraciones de los pobres el alma del difunto que se había precipitado a las llamas del purgatorio (porque una familia siciliana, noble o plebeya, jamás ha abrigado ni siquiera una mínima duda acerca de que sus muertos estuviesen destinados al purgatorio).
Fray Giuseppe Vella no tuvo noticias de la escasez de alimentos. Trabajaba con empeño desde el alba hasta la puesta del sol y sus veladas transcurrían en aquellas doradas salas a las que la carencia de alimentos no tocaba ni con un débil eco. Todas las doctas personalidades de Europa estaban enteradas de su trabajo y aguardaban la publicación del códice con verdadera ansiedad. Sin embargo, fray Giuseppe había comenzado a sentirse roído por una oscura insatisfacción.
El capellán era uno de esos hombres a quienes no les basta ser respetados, honrados y mimados, y necesitan inducir a temor, ansían suscitar en torno a sí, entre sus semejantes, por los medios que sea, el miedo. ¿Por qué no habrían de temerle esos nobles que ahora le respetaban? ¿Qué dificultad podría haber, para un ingenio como el suyo, en enriquecer la impostura con sutiles matices escandalosos?
En verdad, en medio de su insatisfacción, dentro de su inquietud, en un primer momento había proyectado dar más vida al embrollo y acrecentar aún más su fama con la noticia del hallazgo, en traducción árabe, de los libros sexagésimo o septuagésimo séptimo de Tito Livio: es decir, precisamente aquellos diecisiete libros que faltaban en el mundo de los eruditos. La emoción surgente, la espera confiada no le ofrecieron total satisfacción, de modo que pospuso para otro momento la escritura del texto de Livio y, en cambio, se entregó a estudiar un proyecto distinto, que se avenía mejor con su propia índole y con las circunstancias, el tiempo y la historia.
Le había nacido la idea a partir de una disposición de Caracciolo que, además de generar la habitual actitud irritada entre los nobles, había dado origen a una cierta zozobra. Se trataba de la remoción del Palacio Senatorial de los bustos, de mármol de Mongitore y de De Napoli, ilustres sostenedores de los privilegios baronales. Además, estaba la cremación pública, por mano del verdugo, de los tratados
De Iudiciis causarum feudalium
y
De concessione feudi
, escritos por De Gregorio. Como un sabueso que, en una ráfaga de viento, percibe el rastro de su presa, fray Giuseppe se entregó a ventear aquel olor a quemado. El virrey Caracciolo se estaba dedicando a quemar toda la doctrina jurídica feudal, todo aquel complejo de doctrinas que la cultura siciliana, a través de muchos siglos, con gran ingenio y mayor artificio, había elaborado para los barones, con el fin de defender sus privilegios. Ese cuerpo jurídico constituía tina yuxtaposición de elementos históricos aislados con sabiduría, definidos e interpretados luego. Y esa legislación se había mantenido en un puesto inexpugnable, hasta aquel momento. Sólo hasta aquel momento, porque el virrey reformador y el soberano ávido comenzaban a advertir la impostura del macizo cuerpo jurídico. Fray Giuseppe, que de imposturas sabía mucho, comenzaba a comprender el engranaje de los engaños de la nobleza. Y no era demasiado lo que se necesitaba para echar por tierra los términos, para hacer llegar las pruebas del engaño, en forma disimulada, al virrey y a la Corona. Sin duda, el agradecimiento se haría ver con la cesión de una rica prelacía o de una dignidad abacial. Aquellos barones y juristas afirmaban que el Rey Ruggero y sus barones, durante la conquista de Sicilia, habían sido algo así como socios de una empresa comercial, constituyéndose el Rey en una especie de presidente de una sociedad; que los vasallos debían la misma obediencia a los barones y al rey y así por el estilo. Pues bien: fray Giuseppe elaboraría un códice árabe en el que se hablase de los sucesos de la Sicilia normanda, a través del testimonio directo y desinteresado de los árabes, a través de cartas de los mismos reyes normandos, pero de acuerdo con un orden muy distinto: todo a la Corona, nada a los barones.