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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (12 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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—¿Han hallado el
Consejo de Egipto
?

O también aventuraba:

—El Señor ha querido amarrarme a este lecho, de lo contrario, a estas horas, ya habría dado a Hager todas las satisfacciones que pretende... Le habría hecho morder el polvo, dejando la modestia a un lado... —pero de inmediato todos se apresuraban a decirle que no debía preocuparse por esas cosas, que sólo mirase por recuperar su salud.

Sobre este propósito le había ocasionado un pequeño sobresalto el barón Fisichella, que a la pregunta «¿han hallado el
Consejo de Egipto
?», con el interés de confortarlo, había respondido que sí, que lo habían hallado. Un perfecto cretino. El abate estuvo a punto de quedarse seco, pero el barón tuvo que soportar que monseñor Airoldi le aplicase un terrible ajuste de clavijas:

—¿No veis que este pobrecito está muriendo por el dolor de haber perdido ese códice...? Una noticia semejante, aunque fuese verdadera, habría que dársela con sensatez, con precaución, y vos se la echáis encima como un animal...

—Pero es una noticia hermosa —se excusó el barón.

—Aun las noticias hermosas pueden matar a un hombre que se encuentra entre la vida y la muerte...

Mientras recuperaba el aliento, el abate pensaba: «¡Hermosa!, ¡sí, por cierto, muy hermosa! Para mí hubiera sido negra como la pez... ¡Pero no lo han de hallar, como que hay Dios que no lo hallarán! Grassellini reventará buscándolo y reventarán también Gregorio y el austríaco de la cara de salchicha fresca... Reventarán... Entretanto el marqués Simonetti...»

El marqués Simonetti había hecho lo que le correspondía hacer: envió un despacho en el que ordenaba a la Corte Criminal que se hiciese cargo de las investigaciones sobre el robo y a Grassellini que cediese en sus empeños. También envió una carta al abate en la que, para sustraerlo de maquinaciones y persecuciones inspiradas por la nobleza, le invitaba a Nápoles. Pero carta y despacho llegaron en los primeros días de febrero, cuando ya el abate no podía seguir representando su papel de moribundo. Y la noticia del bochorno de Grassellini se difundió en Palermo junto con la de la imprevista curación, que el abate Vella atribuía a una exudación nocturna de los humores febriles, tan repentina y abundante, tan prodigiosa, que no era posible dejar de rendir agradecimiento a aquel San Juan Hospitalicio, de quien era devoto y que, sin duda, había intervenido.

Dos días más tarde, el abate salió de su casa. Se hizo llevar de paseo por la ciudad en un carruaje. Era una de esas mañanas tornasoladas de profundo azul y nubes rosáceas. Vella se sentía revivir, como si de verdad estuviese allí para gozar del sol, del aire, de la cálida piedra normanda, de las rojas cúpulas árabes, del olor de algas y limones del mercado, después de una feroz lucha contra la muerte. Sus sentidos eran más sutiles, más agudos, más libres. Y el mundo más frágil, más pura la materia.

La meta del largo vagabundeo era el palacio real, donde monseñor Airoldi le había preparado una entrevista con el presidente del Reino, en funciones de virrey en esos momentos, monseñor López y Royo.

El virrey lo recibió con cordialidad, le dispensó un trato de sencillez familiar. No era hombre que se dejara perturbar por las sospechas, vivas en Palermo, de que el abate Vella era un embrollón. Incluso, aquellas sospechas hicieron nacer en el funcionario un instinto de simpatía. En cambio, sí, era hombre de sórdida avaricia y obsceno vicio, siniestro y sucio aun en aquello que por entonces se perdonaba con mayor liviandad y, muy especialmente, en lo que el marqués de Villabianca denominaba
criminalidades venéreas
. Que los códices árabes fuesen falsos o auténticos no era asunto que monseñor López y Royo considerase de su incumbencia: allá se entendieran en ese tema los nobles y Simonetti, monseñor Airoldi y el canónigo Gregorio. Sus preocupaciones, de momento, eran las de mantener el ojo puesto en los jacobinos y permanecer en el cargo de virrey, cuidados ambos interdependientes.

La conversación, luego de haber contemplado la anécdota de la enfermedad del abate y su milagrosa curación, cayó sobre el asunto de los jacobinos, justamente.

—El buen príncipe de Caramanico los ha dejado apacentarse a su gusto. Y ahora me corresponde a mí poner remedio, vigilar, indagar... Un agobio que te hace perder el sueño... El amaba a los franceses... —y lo decía con el mismo horror con que otros señalaban que él, monseñor López y Royo, robaba de los fondos destinados a la construcción de la catedral—. Y no hablemos de aquel anterior, Caracciolo, que los adoraba, sencillamente... He recibido una herencia muy pesada, una triste, tristísima herencia... El Reino está inficionado por la mala hierba jacobina y a mí me toca desarraigarla —y mostró las manos, las cerró en puños, como si cogiese puñados de maleza.

El abate Vella estaba impresionado: en menos de un mes las cosas habían girado en dirección opuesta. No lograba imaginar las causas y sucesos que habían llevado a un hombre tan mezquino y feroz a un cargo que durante más de diez años había visto en manos de hombres de elevado intelecto, libres, dotados de enorme perspicacia e inteligencia.

—Y además, los libros: la cizaña de los libros —continuaba monseñor López—. No tenéis idea dé su número, de la cantidad que llega cada día: vienen en cajones, a carradas... Y todos cuantos llegan, van a dar a manos del verdugo, para la hoguera —se le veía rojo de satisfacción, como si en la cara se le reflejara y brillase en sus ojos el resplandor del fuego.

—Oh, en estos tiempos son muy pocos los libros buenos —suspiró monseñor Airoldi.

—¿Pocos? ¡Pero si no los hay...! Todos son escritos que pretenden convulsionar el mundo, corromper cada virtud... Hoy por hoy, no existe cagatintas que no quiera decir lo suyo en materia de organización del Estado, de administración de justicia, de derechos de los reyes y de derechos de los pueblos... Por esto es que admiro a la gente como vos, que pasa su tiempo investigando las cosas del pasado y vive en santa paz con el presente, sin caer en la demencia de poner el mundo patas arriba... Os admiro, amigo mío, os admiro...

6

Grassellini apenas había abandonado las investigaciones, cuando un despacho de Acton llegó a Palermo: era la contraorden del despacho de Simonetti. En el gobierno de Nápoles debía haber una confusión de
vucciría
, una baraúnda, un desbarajuste de burdel. El abate Vella sufrió una ligera recaída, porque el despacho definía como fábula al robo denunciado e intimaba a monseñor Airoldi, juez de la monarquía, para que vigilase, investigase y desenmascarase a Vella. Lo que valía como decir al pobre monseñor Airoldi que se preparara la cuerda con la que sería ajusticiado. Ajusticiado por la vergüenza, el escarnio y la befa.

Diez días más tarde, otro despacho, esta vez emanado de la secretaría de gracia y justicia, devolvía las cosas al orden en que, en un primer momento, las había dispuesto Simonetti.

El abate Vella experimentó una definitiva mejoría, que lo decidió á afrontar a Hager en conferencia, a debatir en público el problema de la autenticidad de los códices. Hager ya había estudiado el códice de San Martino, es decir el
Consejo de Sicilia
, y se hallaba a punto de expedir a Nápoles su juicio, registrado en un largo escrito. Un juicio que pondría los pelos de punta a cualquiera. Pero se encontró con que estaba obligado a aceptar el desafío del abate, con lo cual se remitía al que, a su parecer, sería el menor de los males. Porque en el caso de no aceptar, otorgaría a Vella la victoria que, en cambio, si aceptaba, podría arrebatarle; si bien el encuentro con el abate habría de resolverse con ventaja para él, puesto que tenía que ser tan hábil para discutir, sin duda, como lo había sido para llevar adelante el trabajo de falsificación.

Para presidir la conferencia fueron nombrados el obispo de Lípari, monseñor Granata, los canónigos De Cosmi y Fleres, el sacerdote Lipari y el caballero Speciale: todos ellos mondos como espinas de pescado en materia de árabe.

Hager comenzó diciendo que había examinado el códice de San Martino desde el primero hasta el último folio y que, con la conciencia tranquila, podía afirmar que había sido por entero y recientemente alterado y corrompido; asimismo podía jurar que había logrado descifrar las siguientes palabras: «
El enviado de Dios a quien Dios sea propicio
», además de nombres de la familia de Mahoma esparcidos en distintos pasajes y de nombres de lugares y de cosas pertenecientes a la historia y a la leyenda de Mahoma, sin lugar a dudas. Por todo ello, con notorio fundamento deducía que el tema que trataba el códice era la vida de Mahoma y de ningún modo la historia siciliana.

El abate Vella lo observaba con agudo desprecio. Tan pronto como Hager calló, hizo una mueca de disgusto.

—El señor Hager es hombre docto, viene de una nación de sabios; y yo —cerró los ojos con humildad, con resignación—, yo soy sólo un pobre traductor, sin luces de ninguna ciencia... Desde la infancia he tenido una cierta inclinación hacia la lengua árabe, la he practicado en Malta y la he estudiado: puedo decir que la conozco mejor que nuestro vulgar... Sólo esto... Pero quiero preguntar al señor Hager qué opinión le merece —y alzó la voz para producir efecto en los oyentes— el profesor Olao Gerardo Tychsen: si lo considera un impostor, un impostor como yo —giró la vista a su alrededor, con una sonrisa de melancólico desdén— o bien un hombre que posee plena y absoluta ciencia acerca de la lengua y de la historia de los árabes...

—El profesor Tychsen, sin duda alguna, es un eminente orientalista, pero...

—¿No es un impostor?

—No es un impostor, pero...

—¿Queréis decir que vos sabéis, sobre este tema, más que él?

—Oh, no, pero...

—¿Queréis decir que se ha dejado engañar por mí?

—Exactamente... Sí.

—¿Yo sé más que él, pues?

—No.

—¿ El más que yo?

—Sí, pero...

—Tychsen sabe más que yo, y sin embargo, he logrado hacerle caer en mi engaño... ¿Os parece una cosa posible?

No parecía una cosa posible. Los cinco jueces no lo creían: era muy fácil leerlo en sus caras. Y del público, de algún punto del fondo de la sala, se escapó un aplauso.

—Dejemos en paz al profesor Tychsen —pidió Hager—, pues estoy seguro que él mismo reconsiderará su juicio.

—¿Creéis que concordará con el vuestro?

—Sí.

—¡Es decir, que vos sabéis más que él!

—Pues decidlo como os plazca... Entretanto, aquí tenemos el códice de San Martino y podemos remitirnos a hechos visibles y concretos.

—Remitámonos —dijo el abate.

El códice estaba sobre la mesa. Hager lo abrid —Desearía que el abate Vella —dijo, volviéndose hacia monseñor Granata— me mostrara el nombre de Ibrahim ben Aglab, que él ha traducido centenares de veces.

Monseñor Granata acercó el códice al abate Vella:

—Aquí —dijo Vella, luego de haber recorrido dos o tres folios y mientras ponía el dedo bajo unos signos.

Hager se inclinó para mirar.

—Pero aquí yo leo Uqba ibn Abi Muait —dijo enderezándose, rojo de ira.

—¿Y quién os lo prohíbe? —respondió el abate Vella, con una sonrisa helada.

—Entonces me buscaréis otro pasaje en el que esté escrito ese mismo nombre —se enfureció el austríaco.

El abate volvió el folio, apuntó con el dedo.

—An Nadr ibn al Harit —leyó su contrincante y luego comenzó a gritar—: ¡Pero, por el amor de Dios, ésta sí que está buena! ¡Confrontadlos! ¡Confrontadlos! Ibrahim ben Aglab una vez está escrito de una manera y otra vez de otra ¡confrontadlo!

Los cinco jueces se inclinaron: en efecto, los signos eran distintos. Con los rostros perplejos se volvieron hacia el abate Vella.

—El señor Hager —dijo Vella, lleno de ironía— siente una adhesión digna de encomio por los temas árabes; pero es necesario un largo estudio, profunda paciencia... Su propia juventud nos dice cuan alejado está aún de la meta... Envidio su juventud, pero no envidio sus conocimientos... Sin embargo, no dudo que, con el correr del tiempo, sabrá llegar a esa ciencia de la que por ahora carece casi por entero... Ved, señores, este códice está escrito con caracteres moro-sículos...

—Jamás he oído hablar de esos caracteres moro-sículos, a excepción de lo que vos decís, claro está. —¿Lo veis? Ni siquiera ha oído hablar de este tema... Y apuesto a que no habéis oído hablar jamás de las muchas, infinitas formas de los caracteres cúficos...

—Tengo noticias del asunto, los conozco...

—¿Y por qué os maravilláis, pues, de que el nombre de Ibrahim ben Aglab aparezca una vez escrito de una manera y luego de otra distinta? —preguntó con tono paternal, casi dolorido.

—Pasemos a la prueba de traducción directa —dijo monseñor Granata, abriendo ante sí el volumen que contenía la traducción del códice de San Martino; luego pidió al abate—: Si no os causa molestia, abrid el códice en el folio veintidós... Bien, traducid...

 

El abate Vella tradujo con extraordinaria seguridad: cada palabra que decía estaba en exacta correspondencia con las de la versión que monseñor Granata tenía ante si.

—Es suficiente —dijo, en determinado momento, monseñor; se volvió hacia Hager—: Corresponde, palabra por palabra...

Hager sonrió con malicia.

—Traducidlo vos —invitó Vella al austríaco.

—Así, en dos pies...
[5]

—Comprendo —respondió el abate—, mejor sería traducir sobre cuatro —y mientras en la sala estallaban los fuegos de artificio de las carcajadas, se sintió tentado de asestar el mayor de sus golpes: recitar a todos aquellos tontainas, amigos y enemigos, la exacta traducción del folio veintidós:
Abd al Muttalib lo llamó Mahoma por una visión que había tenido. Creyó haber visto en sueños una cadena de plata, la cual...

7

—Se me figura que Hager tiene razón —dijo, de pronto, el abogado Di Blasi, interrumpiendo la entusiasta recapitulación de la conferencia que sus dos tíos benedictinos estaban haciendo para él. En su carruaje los llevaba de regreso al convento de San Martino. Era una hora avanzada de la noche: los amigos más íntimos del abate Vella y de monseñor Airoldi se habían reunido para cenar en la casa del prelado, una vez finalizada la conferencia. Junto con las comidas exquisitas y el vino añejo habían saboreado el triunfo de la jornada, con mayor intensidad. Porque la victoria del abate era la victoria de todos ellos, de monseñor Airoldi, que en la empresa había empeñado su nombre y sus dineros; de Giovanni Evangelista Di Blasi, que en su momento había publicado un opúsculo en contra del canónigo Gregorio y en defensa de Giuseppe Vella; del mismo Francesco Paolo, que en su introducción a las
Pragmaticae sanctiones regni Siciliae
había citado el códice de San Martino como fuente de derecho.

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